viernes, 29 de mayo de 2015

CÉSAR A SOLAS, PENSANDO EN SERVILIA




César se metió en el baño con rostro pensativo. Aquélla era una mujer fuera de lo corriente. ¡Un tormento sobre seductoras plumas de vello negro! Qué cosa más tonta para causarle a él su caída. Caída hacia abajo, como el vello. Un buen juego de palabras, aunque accidental. Ahora que se habían convertido en amantes, no estaba muy seguro de que ella le resultase más simpática, aunque César sabía que tampoco estaba dispuesto a despedirla. Además, ella era una rareza en otros aspectos, aparte de en su carácter. Las mujeres de la clase a la que pertenecía Servilia que sabían comportarse entre las sábanas sin inhibición eran tan escasas como los cobardes en un ejército de Craso. Incluso su querida Cinnilla había conservado el recato y el decoro. Bien, así era como se las educaba, pobrecillas. Y, como César había caído en la costumbre de ser honrado consigo mismo, tuvo que admitir que no haría nada por tratar de que Julia fuera educada de otro modo. Oh, también había marranas entre las mujeres de su clase, ya lo creo, mujeres que eran tan famosas por sus artimañas sexuales como cualquier puta, desde la difunta gran Colubra hasta la ya entrada en años Precia. Pero cuando a César le apetecía una juerga sexual desinhibida, prefería procurársela entre las honradas, francas, prácticas y decentes mujeres de Subura. Hasta el día que había conocido a Servilia en ese terreno. ¿Quién iba a imaginarlo? Y además, ella no iría por ahí cotilleando sobre su aventura amorosa. Se volvió del otro lado dentro del baño y alcanzó la piedra pómez; era inútil usar una strigilis con el agua fría, un hombre tenía que sudar para poder frotarse.



-Y ahora, ¿qué parte de todo esto le cuento yo a mi madre? -le preguntó al gris pedacito de piedra pómez-. ¡Qué extraño! Ella es tan distante que normalmente no me resulta difícil hablar con ella de mujeres. Pero creo que llevaré puesta la toga de color púrpura oscuro de censor cuando mencione a Servilia.


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