La derrota de Antonio en tierras partas no fue interpretada en Roma del mismo modo que en Alejandría. Cambió sin duda el tono de la angustia. Para el pilar del mundo que era Octavio, importaron unas cifras concretas sobre pérdidas que podían ser esgrimidas como arma en el Senado. Para la serpiente del Nilo las cifras fueron un dato para uso exclusivo de extranjeros (bien dice cierto refrán de las esquinas que a romano muerto romano puesto y todos en el mismo saco). Para la serpiente del Nilo ni siquiera existía el lugar llamado Partía (nunca supo el porqué de aquel interés de Roma por un pedazo de tierra tan poco importante). Para la sierpe, en ¡in, importaba especialmente lo que la derrota tenia de fracaso, Y cuantos la conocían comprendieron que era un mal augurio para el inicio de su gran sueño de dominio.
MAPA DE LA DIVISIÓN DEL IMPERIO ROMANO ENTRE CÉSAR OCTAVIO, MARCO ANTONIO, CLEOPATRA Y LOS HIJOS DE CLEOPATRA |
El heraldo del infortunio se encontraba frente a ella en sus habitaciones privadas. Y aunque fuese un romano era, ante todo, un enlace con los sueños de Antonio.
-Señora, yo soy un profesional de la guerra y puedo deciros que nunca vi un desastre semejante. No lo recuerdo de los tiempos modernos, ni sé de nadie que pueda recordarlo desde que cayó Troya en manos de los griegos, según aseguran los cantares que a veces amenizan los banquetes en los campamentos y los cuarteles. No sé cómo expresarme, porque no soy docto. Mi padre era panadero y mi madre lavaba ropa para las vecinas del Testaccio. De manera que no tengo letras, pero sí estos ojos y un corazón. Y no sé cómo los ojos no quedaron ciegos y no sé cómo es que el corazón sigue latiendo. Pero como no estoy escaso de entendederas comprendo que seguramente el belicoso Marte retiró su petición a Antonio, porque está demasiado pendiente de su dios protector, Dionisos. Y pues los dioses tienen celos entre ellos y andan a veces a la greña, lo cual es bien sabido desde que se dividieron en bandos cuando el sitio de la llamada Troya...
La reina se arrojó sobre la mesa en un arrebato de cólera.
-¿De qué hablas, insensato? -exclamó-. ¿Qué tanta Troya y tantos dioses que no sirven para nada? Dime de una vez, ¿quién derrotó a Antonio?
-Primero el rey de los partos, ese tal Fraates nombre adverso para Roma. Pero el remate lo dio el invierno, ya os lo he dicho.
-¿Es otro dios romano? Mira que te haré flagelar si continúas diciendo estupideces.
Ay, señora. El invierno que llega para todos (y quieran los dioses que no lo conozcáis en Alejandría) cayó sobre las montañas de Armenia, después de la derrota en manos de los partos.
-¿En Armenia, dices? ¿Qué hacíais en Armenia? ¿No era en Partia la guerra?
-Nos batíamos en retirada porque en Partia la guerra se había convertido en una inmensa catástrofe.
-Mientes, perro. Antonio tenía pensada una gran estrategia. Iba a sorprender a los partos por el flanco que nunca habían atacado los romanos. ¿No lo hizo?
-Sí, mi señora. Pero su estrategia fue inútil. Por una vez que sorprendimos a los partos, ellos nos sorprendieron a nosotros quince. Ya veis qué mal negocio. ¿Conoces aquel terreno? Es agreste, accidentado, tan abundante en erosiones y pasillos naturales que lo tendríais por domicilio de los propios demonios. Todo son desfiladeros taponados por altísimos riscos, senderos abiertos en el monte, laderas que, de tan inclinadas, parecen precipitarse sobre uno, gargantas tan estrechas que a veces no podía pasar un legionario cargado con su equipo de campaña y teníamos que turnarnos. Yo digo que si las comparas con el terreno de Partia, las infernales cuevas de Proserpina son holgadas como la campiña romana y abiertas como vuestros desiertos.
-¿Y las máquinas? Antonio me dijo que se llevaba las más tremendas. Catapultas, torres de asalto y un ariete tan enorme que era capaz de abrir boquetes en las murallas más sólidas.
-¡Tantas máquinas para tan pocas ciudades que asaltar! Si al principio fue un adelanto que llenó de orgullo a todas las legiones, poco a poco se convirtieron en un estorbo. ¿Cómo transportar ingenios tan descomunales por desfiladeros que no permitían el paso de un hombre? ¿De qué iban a servir las catapultas, si de repente nos atacaban por sorpresa los arqueros partos, que tienen fama de ser los mejores de Asia? Fue necesario formar dos ejércitos distintos: en uno iban los hombres, en el otro las máquinas. Cuando coincidían, ya era demasiado tarde. Habíamos sufrido una emboscada en una cañada muy angosta, de esas que si se sitúan los arqueros en lo alto pueden enviar sus flechas como si fuese una lluvia. Y cuando no era una garganta era un llano en el que nos habíamos detenido para descansar la fatiga de tanto subir y bajar riscos. Entonces se oía la voz de alerta, porque aparecían en lontananza las tropas del rey de los partos. Y nos disponíamos a preparar la tortuga, que es la estrategia infalible de las legiones de Roma en cualquier batalla. Pues ni esto servía, porque mientras preparábamos los escudos ya estaba sobre nosotros la caballería enemiga, con sus lanzas atravesando pechos y sus mazas aplastando molleras. Así todos los días. Y la moral menguaba como una luna insatisfecha, y ya nadie creía en los gritos de victoria que se esforzaba en proferir Antonio. Pues he de decir en su honor, y para asegurar la perpetua gloria que merece, que aun con el rostro fatigado y unos andares cansinos y una expresión corno de no estar al caso, él continuaba lanzándonos arengas y recordándonos que si tomábamos Partia vengaríamos el ultraje que ésta infligió a Roma por no dejarse someter en el pasado. Y no había legionario que no le tomase voluntad a Antonio, si no se la tenía ya, pues justo es reconocer que cuanto más cansado se sentía más obligado se mostraba con todos nosotros. Y más mérito hay en ello cuando piensas que mientras nos animaba estaba pensando en el suicidio.
-¿Qué dices, perro? -exclamó Cleopatra-. ¿Así te atreves a desafiar a los propios dioses?
-Señora, mi señora, yo sólo te repito lo que oí de muy buen oído y dijeron con mejor decir quienes lo oyeron de más cerca. Que Antonio llamó a uno de su escolta personal, un liberto llamado Ramen, y le hizo jurar que cuando él se lo ordenase le cortaría la cabeza, porque no quería que sus enemigos le atrapasen vivo ni que en el caso de encontrarse muerto, reconociesen su cadáver. Tal era su pudor ante la derrota.
Cleopatra se cubrió el rostro en señal de duelo:
-¿Y cuál es el mío, que todavía me obliga a retener las lágrimas? ¡Desdichado pudor que me impide gritar como la más desdichada de las hembras...! -
De repente, se aferró a las manos de sus doncellas-.
Carmiana, Iris. No sé qué nuevo sentimiento me asalta. Pero me da miedo, porque es mucho más intenso que cualquiera de los que sentí hasta
ahora.
El soldado prosiguió su relato:
-Pero estas derrotas sólo fueron el comienzo de males aún peores, como si Marte, juguetón además de vengativo, se hubiese aliado con las sucias parcas. Antonio lo veía ya todo perdido, hasta el punto de vestirse con un sayo negro para inspirarnos piedad cuando nos arengaba. Y tan perdido estaba todo, como digo, que recibimos orden de retroceder. Y se hizo sin orden, ni concierto, ni medida, ni meditación. Y empezó el hambre, que nunca conozcas, mi reina, pues sólo quien lo conoció una vez sabe con qué cuchilladas te rasga las entrañas. Y empezó además la sed, que fue aún más terrible, porque nos asaltaba al mismo tiempo que los partos, y así teníamos que levantar las espadas más pesadas con la garganta seca de dos días. De repente, aparecían manantiales, y la tropa rompía las filas para dejarlos secos, aquellos y todos los del mundo que se hubieran presentado. Pues teníamos paja en la boca y no saliva, teníamos estrías en la lengua y fuego en las entrañas. ¡Pero hasta el consuelo de los manantiales contenía otra venganza de los dioses! Y es que si bien el agua era fresca y límpida, una vez bebida producía unos dolores espantosos, acompañados de retortijones de vientre y aquella baba que produce el más infecto de los males cuando cae en epidemia sobre la tierra. Y de esta guisa eran todos los manantiales que encontrábamos en aquel país maldito. Y así morían nuestros hombres, a cientos, a miles luego, como envenenados, yo no sé si por el agua o porque hay en Partia dioses tenebrosos que juraron odio eterno a los romanos.
-¿Qué suceso más funesto todavía podrás contarme después de esta hecatombe?
-El invierno, señora.
-Antes me enfurecía tu insistencia. Ahora tiemblo porque imagino un azote que por ser el último será el más terrible. Dices que llegó el invierno...
Ya en Armenia, señora, cuando dábamos todo por perdido y los más desesperados decían que incluso Antonio se había dado muerte. ¡Mejor lo hubiera hecho mi pobre general, para ahorrarse el ver tanta miseria! Pues es cierto que cayó el invierno sobre las montañas y sólo quien lo ha vivido puede comprender que si le cambias una sola letra la palabra invierno puede convertirse en infierno. Odiaré para siempre esta estación. Odiaré para siempre la nieve. Odiaré el hielo por mucho que lo desee en una tarde de canícula en mi agobiante barrio de Roma...
-¿Qué me importan a mí tus odios? ¡Háblame de Antonio!
MAPA DE LA EXPEDICIÓN DE MARCO ANTONIO CONTRA LOS PARTOS |
-Decidió la retirada porque, entre tantas calamidades y tanta hambre y tantas aguas apestadas, los partos continuaban hostigándonos con sus escaramuzas. Y empezamos a salir del territorio, camino de Armenia que, como sabes, es un país amigo o cuanto menos finge serlo (pues ya no sé si existe amistad posible en un caso de guerra, tan locos se vuelven los hombres). El ejército, diezmado hasta un número escalofriante de bajas, empezó a subir montes, a cruzar desfiladeros, a dejar atrás llanos y cañadas. Y de pronto se volvió el cielo negro, los vientos fueron cuchillos afilados, y empezó a caer la lluvia y con ella el fango. Y después llegó la nieve y con ella el hielo. A duras penas podíamos avanzar, tanta fatiga llevábamos a cuestas, además de las mochilas, las armas, el escudo y todas las provisiones que siempre han constituido el hogar portátil y la gloria de los legionarios. Pero ¡qué gloria ni qué mierda puesta! El equipo nos impedía avanzar, las espadas pesaban como carros, los escudos ya no servían para nada. ¡Si hubieseis visto cómo arrojábamos a nuestro paso los objetos que estaban destinados a conquistar el mundo! De todos ellos sólo nos servía el casco, que por lo menos nos protegía de las ventoleras, y la capa, que ya no sabíamos cómo enrollarla para que nos cubriese más partes del cuerpo. Y nos servían si acaso las sandalias, aunque estaban agujereadas y sentíamos que la nieve se introducía por los agujeros como clavos en la mano de un crucificado. De modo que cuando caía uno de nuestros compañeros, corríamos los demás a arrebatarle la capa de lana y la cortábamos en pedazos para forrarnos los pies y así avanzar unas millas hacia cualquier monte, porque esperábamos que detrás estuviese por fin la primavera. Pero cuantas más montañas cruzábamos, más nieve y más hielo y más viento se atería a nuestros huesos y ponía en los rostros un color tirando a morado, y en las narices un moquillo como el que tienen los perros y en los labios una hinchazón de sangre coagulada. Y conste que este soldado que os habla nunca ha sido friolero. Es fácil para Egipto reírse del invierno cuando son tibias sus noches más heladas, pero yo he vivido la agonía de mis hombres y os digo que nunca conocí enemigo más terrible, ni asaltante más inesperado. Yo he visto a jóvenes reclutas quedarse entumecidos en la nieve, y he visto el cadáver de mi amigo volverse duro como el propio hielo y he visto a los caballos quedarse paralizados como montañas de piedra completamente blanca. ¿Qué otras cosas puedo contarte, reina mía? Que el más glorioso de todos los ejércitos parecía un cortejo de mendigos, harapientos, muertos de hambre, con las manos congeladas, el rostro paralizado y los pies reventando sabañones. ¿Queréis más, reina de cálidas tierras? Si caíamos dormidos despertábamos cubiertos de nieve, y de este modo todo el campamento era un cúmulo de colinas o de tumbas formadas por la nevada de la noche. Nos despertábamos debajo, y al sacudirnos la nieve veíamos que aún quedaban otros, que habían muerto o permanecían soterrados por voluntad propia. Y si alguien pretendía despertarlos susurraban en voz queda: «No me despertéis, dejadme bajo la nieve, decid que estoy muerto porque si me quedo aquí podré estarlo dentro de un rato y así habrán terminado mis padecimientos». Y de esta manera fuimos dejando muchos compañeros por el camino. Y cuanto más seguíamos más arreciaba el hambre. Y empezamos a comernos los caballos y hasta a los mismísimos legionarios difuntos nos habríamos comido si no llegamos a salir de Armenia...
-¿Y Antonio?
El tono del hombre cambió, tomando acentos más cálidos y hasta entusiastas.
-Antonio es un lujo para Roma. No desciende de los dioses que asegura, sino de algún dios de gran bondad que todavía está por descubrir. Un pésimo estratega, según reconocen todos, pero el más noble general que jamás mamase de la santa loba. No hubo padecimiento de sus hombres que él no sufriese en mayor medida. Cien se cansaban, él sufría el cansancio por doscientos. Cien ayunaban, él repartía su comida entre el doble. Y si mil lloraban él se hubiese hundido teas encendidas en los ojos para que su dolor fuese superior a cualquier llanto. Soportando sobre sus hombros todo el
desengaño de la derrota, bajó del podio de los generales y se puso a caminar entre nosotros. Todo en él era consuelo, aliento, ánimo y vigor. Todo en él era más grande que el desastre.
-¿Dónde quedó?
-En Antioquía, esperando vuestras órdenes.
-Por los dioses que sólo puedo darle súplicas. Díselo así.
-No entiendo vuestro lenguaje, señora. ¿Quién suplica en esta historia?
-La reina de Egipto a su general triunfante.
-¿Triunfante, decís? -y el hombre la miraba de hito en hito.
Y si intentaba consultar la mirada de las doncellas todavía quedaba más extrañado, pues aparecían tan pendientes de la menor reacción de la reina que lloraban de emoción.
-Di a mi basto general lo que él entenderá sin necesidad de otras palabras. Dile: «Alejandría te espera». Dile también: «El amor está en Alejandría». Y que sepa que el clima es excelente y han florecido las mimosas y cada día se cambian las flores en la habitación donde se educan sus tres hijos.
-Y si él lo entiende, señora, es que además de bueno es adivino.
Pero Cleopatra no le escuchaba. Algo acababa de morir en su interior. Y nacía un sentimiento nuevo que sólo se llamaba Antonio.
( Párrafo de Terenci Moix, en su libro "No digas que fue un sueño")
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