miércoles, 20 de mayo de 2015

CARTA DE CALPURNIA PISONIS, A SU ESPOSO CAYO JULIO CÉSAR, PROCÓNSUL DE LA GALIA, CON MOTIVO DE LA MUERTE DE SU HIJA JULIA DE LOS CÉSARES




César, todos dicen que me corresponde a mí escribirte y darte esta noticia. Oh, ojalá no fuera así. No tengo ni la sabiduría ni los años para adivinar cómo abordar esto del mejor modo, así que, por favor, perdóname si en mi ignorancia te hago las cosas aún más difíciles de soportar de lo que yo sé que serán de todos modos.



Cuando murió Julia, el corazón de tu madre se partió. Aurelia era como una madre para Julia, ella la crió. Y estaba tan encantada con el matrimonio de tu hija; qué feliz era, qué vida tan bonita tenía.




Nosotros aquí, en la domus publica, llevamos una existencia muy protegida, que es lo apropiado en la casa de las vírgenes vestales. Aunque moramos en mitad del Foro, la excitación y los acontecimientos apenas llegan a rozarnos. Es lo que hemos preferido Aurelia y yo: un enclave dulce y apacible de mujeres libres de escándalo, así como de toda sospecha o reproche. Pero Julia, que nos visitaba a menudo cuando estaba en Roma, traía consigo un soplo del ancho mundo. Cotilleos, risas, pequeñas bromas.




Cuando ella murió, a tu madre se le partió el corazón. Yo estaba allí, cerca del lecho de Julia, y vi cómo tu madre se comportaba con gran entereza, tanto por Pompeyo como por Julia. ¡Qué buena era! Qué sensata en todo lo que decía. Sonreía siempre que le parecía que era necesario. Y estuvo dándole una mano a Julia mientras Pompeyo le cogía la otra. Fue ella quien echó a los médicos cuando comprendió que nada ni nadie podría salvar a Julia. Y también fue ella quien nos proporcionó paz e intimidad a todos durante las horas restantes. Y cuando Julia se hubo ido, tu madre le cedió su lugar a Pompeyo, lo dejó a solas con Julia. Me sacó a mí de la habitación y me llevó a casa, a la domus pública Como tú sabes, no hay mucha distancia a pie. No dijo ni una palabra. Luego, cuando entramos por la puerta, soltó un grito terrible y empezó a aullar. No puedo decir que llorase. Se puso a aullar y cayó de rodillas derramando lágrimas a mares mientras se golpeaba el pecho y se tiraba de los cabellos. Aullando sin parar y arañándose la cara y el cuello hasta hacerse sangre. Las vestales adultas vinieron corriendo, y allí estuvimos todas llorando, tratando de calmarla, pero incapaces de dejar de llorar. Creo que al final todas caímos al suelo con tu madre Aurelia, la rodeamos con nuestros brazos y nos abrazamos entre nosotras, y nos quedamos allí casi toda la noche. Mientras tanto Aurelia aullaba presa de la más terrible y espantosa desesperación.



Pero por fin acabó. Por la mañana fue capaz de vestirse y volver a casa de Pompeyo para ayudarle a ocuparse de todo lo que había que hacer. Y luego murió el pobre bebé, pero Pompeyo se negó a verlo o a besarlo, así que fue Aurelia quien organizó el diminuto funeral. Lo enterraron aquel mismo día, y Aurelia, las vestales adultas y yo fuimos las únicas asistentes al duelo. El niño no tenía nombre, y ninguna de nosotras sabíamos cuál es el tercer praenomen entre esa rama de los Pompeyos. Sólo conocíamos los nombres de Cneo y Sexto, y ambos estaban ocupados. Así que nos decidimos por Quinto, sonaba bien. Su tumba dirá Quinto Pompeyo Magno. Hasta entonces tengo yo sus cenizas. Mi padre se está ocupando de la tumba porque Pompeyo no quiere hacerlo.




No creo que haya necesidad de contarte nada del funeral de Julia porque estoy segura de que Pompeyo te lo habrá dicho por carta.



Pero el corazón de tu madre se había roto. Ya no estaba con nosotros, sólo iba a la deriva. Ya sabes lo enérgica y marcial que era en sus andares, y sin embargo de repente sólo deambulaba sin rumbo. ¡Oh, fue horrible! No importa a cuál de nosotros viera, a la lavandera, a Eutico, a Burgundo, a Cardixa, a una vestal o a mí, Aurelia se paraba, nos miraba y preguntaba: «¿Por qué no he sido yo? ¿Por qué tenía que ser ella? ¡Yo no le sirvo a nadie! ¿Por qué no he podido ser yo?» Y nosotros ¿qué podíamos responderle? ¿Cómo podíamos hacer para no llorar? Entonces tu madre se ponía a aullar y volvía a repetir: «¿Por qué no podía haber sido yo?»




Así continuó durante dos meses, pero sólo delante de nosotros. Cuando venía alguien de visita a darnos el pésame, se controlaba y se comportaba tal como se esperaba que hiciese. Aunque su aspecto impresionaba a todos.




Luego se encerró en su habitación y se sentó en el suelo, donde se puso a balancearse adelante y atrás sin dejar de tararear. A veces daba un grito bestial y empezaba de nuevo a dar alaridos. Tuvimos que lavarla y cambiarle la ropa, e intentamos con ahínco convencerla para que se metiera en la cama, pero no quería. Tampoco quería comer. Burgundo le tapaba la nariz mientras Cardixa le metía por la garganta vino mezclado con agua, pero eso fue todo lo que pudimos hacer. La mera idea de sujetarla y darle de comer a la fuerza nos ponía enfermos a todos. Celebramos una reunión Burgundo, Cardixa, Eutico, las vestales y yo, y decidimos que tú no querrías que la alimentásemos a la fuerza. Si hemos errado, te suplicamos por favor que nos perdones. Lo que hicimos se hizo con la mejor de las intenciones.




Esta mañana ha muerto. No fue difícil, no tuvo una gran agonía. Popilia, la jefa de las vestales, dice que ha sido una bendición. Hacía muchos días que no tenía ningún trato sensato con nosotros, aunque justo antes del final recuperó sus facultades y comenzó a hablar con lucidez. La mayor parte de lo que dijo fue acerca de Julia. Nos pidió a todos nosotros, pues las vestales adultas también estaban presentes, que ofreciéramos sacrificios por Julia a Magna Mater, a Juno Sospita y a la Bona Dea. Bona Dea parecía preocuparla terriblemente e insistió en que prometiéramos acordarnos de ella. Tuve que jurarle que yo le daría a Bona Dea huevos de serpiente y leche durante todo el año, todos los años. Parecía que Aurelia creía que de lo contrario algún horrible desastre caería sobre ti. No pronunció tu nombre hasta justo antes de morir. Lo último que dijo fue: «Decidle a César que todo esto será para su mayor gloria.» Luego cerró los ojos y dejó de respirar.



No hay nada más. Mi padre se está ocupando del funeral, y te va a escribir, naturalmente. Pero ha insistido en que fuera yo quien te lo contase. Lo siento muchísimo. Echaré de menos a Aurelia con cada latido de mi corazón.




Por favor, cuídate, César. Sé que esto será un gran golpe para ti al estar tan cerca de lo de Julia. Ojalá yo comprendiera por qué suceden estas cosas, pero no lo comprendo. Aunque, de algún modo, sé qué significaba el último mensaje que te envió. Los dioses torturan a aquellos que más aman. Todo sea para mayor gloria tuya.

( C. McC. )






Cayo Julio César Quizá ya sabía cómo había de terminar aquello. ¿Seguir viviendo mater sin Julia? No era posible. Oh, ¿por qué las mujeres han de sufrir un dolor tan insoportable? Ellas no son las que gobiernan el mundo, no tienen culpa. Por lo tanto, ¿por qué han de sufrir?

Sus vidas son tan encerradas, tan centradas en torno al hogar. Sus hijos, su hogar y sus hombres, por ese orden. Así es su naturaleza. Y nada es más cruel para ellas que sobrevivir a sus hijos. Esa parte de mi vida está cerrada para siempre. No volveré a abrir esa puerta. No me queda nadie que me quiera como una mujer ama a su hijo o a su padre, y mi pobre y pequeña esposa es una desconocida que ama más a sus gatos que a mí. ¿Por qué no iba a ser así? Ellos le han hecho compañía, le han dado algo parecido al amor. Mientras que yo nunca estoy allí. Yo no sé nada del amor, excepto que hay que ganárselo. Y aunque estoy completamente vacío, siento crecer en mí la fuerza. Esto no me derrotará. Me ha liberado. Cualquier cosa que tenga que hacer, la haré. No queda nadie que me diga que no puedo hacerlo.





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