domingo, 18 de junio de 2017

GALERIA DE EMPERADORES EFÍMEROS, TETRARQUÍA, Y EL EXPERIMENTO SOCIAL DE DIOCLECIANO



La anarquía que siguió a la muerte de Alejandro Severo duró cincuenta años, o sea hasta el advenimiento de Diocleciano, y ya no formaba parte de la historia de Roma, sino de la descomposición de su cadáver. Resulta incluso difícil seguir la sucesión al trono, y no cabe la esperanza de que el lector, por mucha voluntad que ponga, pueda recordar los nombres de todos los que se fueron turnado, cada uno degollando regularmente a su predecesor. Limitémonos a un «memorial».

MAXIMINO EL TRACIO

Maximino debía haberse llamado Maximión porque medía más de dos metros, con su tórax a proporción y dedos tan gruesos que usaba por anillos los brazaletes de su mujer. Era hijo de un campesino de Tracia, tenía el complejo de inferioridad de su propia ignorancia y en sus tres años de remado no quiso poner el pie en Roma que, en efecto, jamás le vio. Prefirió quedarse entre los soldados con los que había crecido, y para financiar las guerras, que constituían su única diversión y en las que alcanzaba bonísimos logros, impuso tales tributos a los ricos que éstos atizaron contra él la rivalidad de Gordiano, procónsul de África, señor culto y refinado, pero ya octogenario. Maximino le mató al hijo en combate y Gordiano se suicidó.

BALBINO

Los capitalistas se dirigieron entonces a Máximo y a Balbino, proclamándoles conjuntamente emperadores. Maximino estaba a punto de derrotarles a ambos, cuando fue asesinado por sus soldados. Sus adversarios no pudieron gozar de aquel triunfo gratuito porque sufrieron inmediatamente la misma suerte por obra de los pretorianos, que instalaron en el trono a su hombre, otro Gordiano. Los legionarios le mataron cuando les conducía contra los persas y aclamaron a Filipo el Árabe, que a su vez fue liquidado por Decio, en Verona.

FILIPO EL ÁRABE

Decio logró ser emperador dos años, que por aquellos tiempos era casi una hazaña, y emprendió algunas reformas serias, entre ellas el restablecimiento de la antigua religión, en perjuicio del cristianismo que él quería destruir. Pero fue derrotado y muerto por los godos. A Decio le sustituyó Galo, que también murió asesinado por sus soldados, que aclamaron a Emiliano, a quien eliminaron pocos meses después.

DECIO

Subió al trono Valeriano, ya sesentón, que se encontró con cinco guerras simultáneas a cuestas: contra los godos, los alemanes, los francos, los escitas y los persas. Fue a combatir a los enemigos de Oriente dejando los de Occidente al cuidado de su hijo Galieno; pero cayó prisionero y Galieno se quedó como único emperador. Tenía menos de cuarenta años, valor, decisión e inteligencia. En otros tiempos hubiera sido un magnífico soberano. Pero no existía ya fuerza humana para detener la catástrofe. Los persas estaban en Siria, los escitas en Asia Menor y los godos en Dalmacia. La Roma de César, por no decir la de Escipión, hubiera podido hacer frente a esas catástrofes simultáneas. La de Galieno era una embarcación a la deriva, en espera sólo de algún milagro para salvarse.

GALIENO

Uno se produjo en Oriente, cuando Odenato, que gobernaba Palmira por cuenta de Roma, batió a los persas, se proclamó rey de Cicilia, Armenia y Capadocia, murió, y dejó el poder a Zenobia, la más grande reina del Este. Era una criatura que, al nacer, se equivocó de sexo. En realidad tenía el cerebro, el valor y la firmeza de un hombre. De mujer sólo tenía la sutileza diplomática. Oficialmente actuó en nombre de Roma, y como representante suya se anexionó también a Egipto. En realidad, el suyo fue un reinado independiente que se formó en el corazón del Imperio, pero que al mismo tiempo actuó de dique contra los invasores sármatas y escitas que descendían en masa del Norte y habían invadido ya a Grecia. Galieno logró batirles con dificultad y sus soldados, en agradecimiento le asesinaron. Su sucesor, Claudio II, se los volvió a encontrar delante más fuertes que antes. También logró batirles dificultosamente en un encuentro que, si lo hubiese perdido, habría significado el fin de la misma Roma. De aquella carnicería se propagó la peste, y él mismo murió. Era el 270 después de Jesucristo.

ZENOBIA

Y he aquí, finalmente, que subió al trono un gran general. Domicio Aurelio, hijo de un pobre campesino de Iliria, llamado por sus soldados «mano sobre la espada». No había sido más que militar, pero tenía también fuste de hombre de Estado. Comprendió en seguida que no podía combatir contra todos aquellos enemigos, por lo que pensó ganarse alguno con diplomacia y cedió Dacia a los godos, que eran los más peligrosos, para que se estuvieran tranquilos. Después atacó separadamente a vándalos y germanos, que ya invadían Italia, y les dispersó en tres batallas consecutivas. Pero se daba cuenta de que con aquellas victorias no se evitaba la catástrofe, sino que sólo se retrasaba, por lo que recurrió a una medida que era el sello de la muerte de Roma y el comienzo del Medievo; ordenó a todas las ciudades del Imperio que se amurallasen y que en adelante cada una confiase en sus propias fuerzas. El poder central abdicaba.

DOMICIO AURELIANO

Sin embargo, esa visión pesimista de la realidad no impidió a Aureliano continuar cumpliendo con su deber hasta el final. No aceptó el separatismo de Zenobia, marchó contra ella, batió a su ejército, la capturó en su misma capital, condenó a muerte al primer ministro y consejero, Longino, la llevó encadenada a Roma y la confinó en Tívoli, en una espléndida villa y en relativa libertad, a que esperara tranquilamente la vejez. Por un momento Roma creyó haber vuelto a ser caput mundi y otorgó el título de Restitutor, restaurador, a Aureliano, que intentó cimentar firmemente su obra sobre bases políticas y morales. Aquel hombre singular que lo veía todo con tan desencantada claridad, creyó resolver el conflicto religioso que corroía el Imperio creando una nueva fe que conciliase los viejos dioses paganos con el nuevo Dios cristiano, e inventó la del Sol, al que hizo elevar un espléndido templo. Con él, la religión fue por vez primera monoteísta, o sea que reconoció a un solo Dios, si bien no fuese el verdadero. Ello significó un gran paso adelante hacia el definitivo triunfo del cristianismo. Por aquel dios único, y no ya del Senado, es decir, de los hombres, Aureliano declaró haber sido investido del poder supremo. Y con ello sancionó el principio de la monarquía absoluta, la que se proclama tal precisamente «por la gracia de Dios» y que, de origen oriental, se difundió después por el mundo.

ZENOBIA DE PALMIRA

En prueba, sin embargo, del escepticismo con que sus súbditos acogieron aquella invención está el hecho de que, aunque «ungido del Señor», se cargaron a Aureliano como habían hecho con casi todos sus predecesores. Y para sucederle, sin aguantar ninguna indicación del Cielo, el Senado nombró a Tácito, un descendiente del ilustre historiador, el cual aceptó sólo porque ya tenía setenta y cinco años, y, por tanto, no tenía nada que perder. Efectivamente sobrevivió sólo seis meses, y gracias a esto pudo morir en su lecho.

ASESINATO DE AURELIANO

Le sucedió (276 después de Jesucristo), Probo, que era tal de nombre y de hechos. Desgraciadamente, era también un soñador. Y cuando, tras haber ganado sus buenas guerras contra los alemanes que seguían desbordándose un poco por todas partes, puso los soldados a sanear las tierras pensando fijarlas en ellas como labradores, ellos, acostumbrados ya a hacer de lansquenete de oficio y a vivir de rapiñas, le mataron, aunque se arrepintieron inmediatamente después y erigieron un monumento a su memoria.

PROBO

Y hétenos aquí a Diocleciano, el último verdadero emperador romano. En realidad se llamaba Diocletes, era hijo de un liberto dálmata, y que sus miras eran ambiciosas se puso de manifiesto cuando intrigó para obtener el mando de los pretorianos: había comprendido finalmente que al trono no se llegaba a través de la carrera política y militar, sino a través de los pasillos de Palacio.

DIOCLECIANO

Pero también había comprendido que, una vez coronado, y para no tener el fin de todos los otros emperadores, no debía quedarse en Palacio; es más, no se debía siquiera permanecer en Roma. Y, efectivamente, su primera decisión como emperador fue la sensacional de transferir la capital a Asia Menor, en Nicomedia. Los romanos se ofendieron, pero Diocleciano justificó aquel paso con las exigencias militares. La Urbe quedaba a trasmano, el mando supremo tenía que acercarse a las fronteras para controlarlas mejor, y por esto fue dividido: Diocieciano, con su título de Augusto y la mayor parte del ejército, cuidó de las orientales, como ya hiciera Valeriano; para atender a las occidentales designó, también con el título de Augusto, a Maximiano, un buen general, que sé instaló en Milán. Cada uno de estos Augustos escogió a su propio César; Diocieciano, en la persona de Galerio, que situó su capital en Mitrovitza, en la actual Yugoslavia; Maximiano, en la persona de Constancio Cloro, llamado así por la palidez de su rostro, quien eligió por sede Tréveris, en Germania. Así se formó la llamada Tetrarquía en la que Roma no tuvo ningún papel, ni siquiera de segundo plano. Se había convertido tan sólo en la mayor ciudad de un Imperio que cada vez se volvía menos romano. Quedaron los teatros y los circos, los palacios de los señores, la chismografía, los salones intelectuales y las pretensiones. Pero el cerebro y el corazón habían emigrado a otra parte.

CONSTANCIO CLORO

Los dos Augustos se comprometieron solamente a abdicar después de veinte años de poder, cada uno a favor de su César, a quien para empezar cada uno dio una hija propia. Pero al mismo tiempo, Diocieciano llevó a término la reforma absolutista del Estado iniciada ya por Aureliano, que contradecía plenamente aquella división de poderes. El suyo fue un experimento socialista con una relativa planificación de la economía, nacionalización de las industrias y multiplicación de la burocracia. La moneda quedó vinculada a una tasa de oro que permaneció invariable durante más de mil años. Los campesinos quedaron fijados en las tierras y constituyeron la «servidumbre de la gleba». Obreros y artesanos fueron «congelados» en gremios hereditarios, que nadie tenía derecho a abandonar. Se instituyeron las «aglomeraciones». Aquel sistema no podía funcionar sin un severo control de los precios, que fue instituido por un famoso edicto en 301 después de Jesucristo, el cual representa todavía una de las obras maestras de la economía dirigida. Todo en él está previsto y reglamentado, salvo la natural tendencia de los hombres a las evasiones y su ingeniosidad para tener éxito en ellas. Para combatirlas, Diocleciano tuvo que multiplicar al infinito su Tributaria. «En nuestro Imperio —rezongaba el librecambista Lactancio—, de cada dos ciudadanos, uno suele ser funcionario.» Pululaban confindentes, superintendentes e inspectores. Sin embargo, las mercancías eran sustraídas igualmente de los «stocks» y vendidas de estraperto, y las deserciones en los gremios de artes y oficios estaban a la orden del día. A causa de todos estos abusos llovieron detenciones y condenas, y fortunas de miles de millones fueron deshechas por las multas del fisco. Y, entonces, por primera vez en la historia de la Urbe, viéronse ciudadanos romanos cruzar a escondidas los «límites» del Imperio, o sea «el telón de acero» de aquellos tiempos, para buscar refugio entre los «bárbaros». Hasta aquel momento habían sido los «bárbaros» quienes buscaron refugio en tierras del Imperio, cuya ciudadanía codiciaban como el más precioso de los bienes. Ahora acontecía lo contrario. Era precisamente ése el síntoma del fin.

LACTANCIO

No obstante, aquel experimento era el único que Diocleciano podía intentar. Apuntaba al encierro del mundo romano dentro de un corsé de acero para frenar su descomposición. Aunque ineficaz, el remedio estaba impuesto por las circunstancias y, pese a sus muchos inconvenientes, de algo sirvió. Constancio y Galerio, dedicados a la guerra, llevaron de nuevo las banderas romanas a Britania y Persia. Y en el interior reinó el orden. Era un orden de cementerio, donde todo se esterilizaba y se secaba. Cada categoría se había convertido en casta hereditaria, ocupada en elaborar ante todo una propia y complicada etiqueta de modelo oriental. Por primera vez el emperador tuvo una autentica corte con minucioso ceremonial. Diocleciano se proclamó reencarnación de Júpiter (en tanto que Maximiano se conformó, más modestamente, con serlo de Hércules), inauguró un uniforme de seda y oro, un poco como Heliogábalo, se hizo llamar domino y, en suma, se comportó en un todo como un emperador bizantino, aun antes de que la capital hubiese sido transferida definitivamente a aquellas regiones. Pero no abusó de ese su poder absoluto, del cual tal vez se reía para sus adentros, pues era un hombre de ingenio, lleno de equilibrio y de buen sentido. Fue un administrador cauto y un juez imparcial. Y, al cumplirse el plazo de veinte años de reinado, mantuvo el compromiso adquirido al subir al trono.


En 305 después de Jesucristo, con solemnes ceremonias que se celebraron simultáneamente en Nicomedia y en Milán, los dos Augustos abdicaron a favor de su propio César y yerno. Diocleciano, de cincuenta y cinco años apenas, se retiró al bellísimo palacio que se hiciera construir en Spalato y ya no volvió a salir de él. Cuando, unos años después, Maximiano solicitó su intervención para poner fin a la guerra de sucesión en que había desembocado la nueva Tetrarquía, respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien jamás había visto con qué lozanía crecían las coles en su huerto. Y no se movió.


Alcanzó los sesenta y tres años, y nadie ha sabido jamás lo que pensaba de la anarquía que empezó de nuevo después de él. Había hecho todo lo que un hombre podía hacer: la demoró durante veinte años.




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