miércoles, 14 de diciembre de 2016

LAS DIVERSIONES DE LOS ROMANOS: TEATRO Y CIRCO


Cuando Augusto asumió el poder, el calendario romano contenía setenta y seis días festivos, aproximadamente como hoy; cuando su último sucesor lo dejó, había ciento setenta y cinco, o sea que era festivo un día sí y otro no. Se celebraban con ludes escénicos y con juegos atléticos.


Los ludes escénicos ya no eran el clásico drama, pomposo y solemne, que se extinguió, tras una breve duración, mucho más rápidamente de lo que había nacido. Hay algo en el aire, no sólo de Roma, sino de toda Italia, que provoca alergia teatral. Se continuó escribiendo dramas también en el primer siglo del Imperio, pero como ejercicios poéticos que encontraban algún auditor en los salones donde los leía el autor, no espectadores en los teatros y actores para representarlos. 



Un público tosco, compuesto en buena parte de extranjeros que sólo conocían un latín elemental, prefería la pantomima donde la trama se entiende no por la palabra, sino por el gesto y la danza. Se formó entonces la tradición del «caricato», ordinario y vulgar, que entorna los ojos, hace visajes, gesticula y en quien se inspiran aún hoy nuestros actores.



 Roma tuvo sus Totó y Macario en Esopo y Roscio, las vedettes de aquel tiempo, que cometían extravagancias para crearse publicidad, hacían delirar a los patios de butacas con sus sketches zafios y llenos de doble sentido, llegaron a ser los niños mimados de los salones aristocráticos, tomaban como amantes a las damas más notables, ganaban un montón de millones y dejaban en herencia miles de millones.



 En sus compañías había también mujeres, las girls de la época, que por estar equiparadas oficialmente por su profesión a las prostitutas, ya no tenían nada que perder en cuestión de pudor y contribuían sin recato a la obscenidad de los espectáculos.

 

El ansia de aplausos inducía con frecuencia a esos actores a interpretar escenas llenas de alusiones políticas ante las narices de la censura, como siempre ocurre en los regímenes de tiranía, cuando nadie se atreve a decir nada, pero todos se embelesan ante quien lo hace. La noche del entierro de Vespasiano, un actor parodió el cadáver de éste que se erguía dentro del féretro y preguntaba a los sepultureros; «¿Cuánto cuesta este transporte?» «Diez millones de sestercios.» «Bueno, dadme cien mil —respondió el cadáver— y tiradme al Tíber.» Lo que era, hay que reconocerlo, una salida a tono con el carácter del difunto. Al impío no le pasó nada porque el sucesor era Tito. Pero poco antes Calígula había hecho quemar vivo al autor de una alusión mucho más timorata.

 

Mientras el teatro degeneraba de tal modo en espectáculo de variedades, el auge del Circo iba cada vez más en aumento. Carteles murales como los que hoy anuncian las películas anunciaban los espectáculos atléticos. Constituían el tema del día, se discutían apasionadamente en el hogar, en la escuela, en el Foro, en las termas, en el Senado y hasta el diario Acta diurna publicaba anuncios y reseñas. 


El día de la competición, multitudes de ciento cincuenta a doscientas mil personas se encaminaban hacia el Circo Máximo, como hoy al estadio, luciendo pañuelos con los colores del equipo favorito. Los hombres hacían una pausa en los burdeles que se alineaban a los lados de las entradas. Los dignatarios ocupaban palcos con asientos de mármol ornados de bronce.



 Los demás se acomodaban en bancos de madera, tras haber ido a escarbar en los excrementos de los caballos para asegurarse de que habían sido alimentados debidamente, haberse empeñado hasta la camisa en las apuestas y procurándose un bocadillo y una almohadilla, pues el espectáculo duraba todo el día. El emperador tenía, desde luego, para sí mismo y su familia, un apartamento con dormitorios para descabezar un sueñecito entre competición y competición, el consabido baño para las abluciones y otras comodidades.

 

Como hoy, caballos y jinetes pertenecían a cuadras particulares, cada una con su propia casaca de las que eran más famosas las rojas y las verdes. Las carreras a galope alternaban con las al trote con dos, tres o cuatro caballos. Esclavos casi todos ellos, los aurigas portaban yelmos metálicos, con una mano sujetaban las riendas, con la otra la fusta, y en el tahalí un cuchillo con el que cortar los atalajes en caso de caída. Lo que sucedía con frecuencia, porque la carrera era espantosa, como lo es hoy la del Palio en Siena. Había que recorrer siete circuitos, o sea otros tantos kilómetros, en torno a la pista elíptica, evitando las metae y tomando los virajes lo más cerrados posible. Los carruajes entraban fácilmente en colisión y bípedos y cuadrúpedos rodaban por el suelo con limonera y ruedas para ser aplastados por los que iban llegando detrás. Todo esto en medio de los aullidos de los espectadores que espantaban a los caballos.

 

Pero los números más esperados eran las luchas gladiatorias: entre animales, entre animal y hombre, entre hombres. El día en que Tito inauguró el Coliseo, Roma se quedó boquiabierta de admiración.

 
La arena podía ser bajada e inundada formando un lago, o bien emerger de nuevo con otra decoración, como un pedazo de desierto o de selva. Una galería de mármol estaba reservada a los altos dignatarios y en el centro se elevaba el suggestum, el palco imperial, con todos sus accesorios, donde el emperador y la emperatriz se sentaban en tronos de marfil. Cualquiera podía acercarse al soberano para impetrar una pensión, un traslado, el indulto para un condenado. En todos los rincones había fuentes que lanzaban al aire chorros de agua perfumada, y en las salas de descanso se preparaban mesas para un piscolabis entre número y número. Todo era gratuito: entrada, asiento, almohadilla, asado, vino.


El primer número consistió en la presentación de animales exóticos que los romanos no habían visto nunca todavía. Entre elefantes, tigres, leones, leopardos, panteras, osos, lobos, cocodrilos, hipopótamos, jirafas, linces, etc., desfilaron diez mil, muchos de ellos adornados caricaturescamente y parodiando personajes de la historia o la leyenda. Después la arena fue echada hacia abajo y resurgió adaptada a la lucha; leones contra tigres, tigres contra osos, leopardos contra lobos. Total, que al final del espectáculo sólo la mitad de aquellas pobres diez mil bestias estaba viva. La otra mitad había desaparecido en sus panzas. 



Luego la arena volvió a bajarse y resurgió en plaza de toros. La corrida, ya practicada por los etruscos, había sido importada después a Roma por César, que las había visto en Creta. Tenía una debilidad por esa clase de fiestas y fue el primero en ofrecer a sus conciudadanos un combate entre leones. El toreo gustó enormemente a los romanos que en seguida se apasionaron por él y a partir de entonces lo reclamaron siempre. Los toreros no conocían el oficio y por lo tanto estaban destinados a morir. Eran, en efecto, escogidos entre esclavos y condenados, como asimismo todos los gladiadores en general. Muchos de ellos ni siquiera combatían. 


Tenían que representar a algún personaje de la mitología y sufrir de verdad el trágico fin de aquél. Para reavivar la propaganda patriótica, uno era presentado como Mucio Escévola y obligado a quemarse la mano sobre los carbones ardientes; otro, como Hércules, era quemado vivo en la pira, y otro, como Orfeo, despedazado mientras tocaba la lira. Pretendían ser, en suma, espectáculos «edificantes» para la juventud y como tales no eran prohibidos en absoluto a los menores de dieciséis años, al revés que ahora.


Seguían los combates entre gladiadores, todos condenados a penas capitales por homicidio, robo, sacrilegio o motín, que eran los motivos por los cuales se aplicaba la pena de muerte. Mas cuando había escasez de aquéllos, complacientes tribunales condenaban también a muerte por otros delitos mucho menos graves; Roma y sus emperadores no podían prescindir de aquella carne humana de matadero. Sin embargo, había también voluntarios y no todos de baja extracción, que se inscribían en escuelas especiales para después combatir en el Circo. Eran tal vez las escuelas más serias y rigurosas de Roma. Se ingresaba en ellas casi como en un seminario, tras haber jurado estar dispuesto a hacerse «azotar, quemar y apuñalar». 


En los combates, los gladiadores tenían una probabilidad contra dos de convertirse en héroes populares, a quienes los poetas dedicaban sus poemas, los escultores sus estatuas, los ediles sus calles y las damas sus gracias. Antes del encuentro se les ofrecía un banquete pantagruélico. Y, si no vencían, tenían la obligación de morir con sonriente indiferencia. Se llamaban con varios nombres según las armas que empleasen y en cada espectáculo se celebraban centenares de esos duelos que hasta podían terminar sin muerte si el vencido, por haberse conducido valientemente, era indultado por la multitud con el ademán del pulgar alzado. 


En un espectáculo ofrecido por Augusto que duró ocho días, tomaron parte diez mil gladiadores. Guardias vestidos de Caronte y de Mercurio punzaban a los caídos con bieldos afilados para comprobar si estaban muertos, los simuladores eran decapitados y esclavos negros apilaban los cadáveres y traían arena limpia para los combates siguientes.


Este modo de divertirse con la sangre y la tortura no levantaba objeciones ni entre los moralistas más severos. Juvenal, que lo criticaba todo, era un «hincha» del Circo y lo encontraba del todo legítimo. Tácito tuvo algunas dudas, pero luego reflexionó que lo que se derramaba en la arena era «sangre vil» y con este adjetivo lo justificó. Hasta Plinio, el más civil y moderno hombre de bien de entonces, encontró que aquellas matanzas tenían un valor educativo porque acostumbraban a los espectadores al estoico desprecio de la vida (ajena). No hablemos de Estacío y de Marcial, los dos poetas ensalzadores de Domiciano, que se pasaban la vida en el Circo donde alcanzaron sus inspiraciones poéticas. Estacio era un napolitano que había adquirido cierta fama con un mal poema, Las Tebaidas, representado en los teatros; fue invitado a comer por el emperador y, para enterar de ello a toda Nápoles, escribió al respecto un libro en el que representaba a Domiciano como un dios y dedicándole sus Silvae, que son las únicas poesías legibles de ese autor. Murió a los cincuenta años, cuando ya su estrella estaba oscurecida por Marcial, que buscaba la inspiración sobre todo en el Circo y en el burdel.

Marcial era un español de Bílbilis que se trasladó a Roma a los veinticuatro años y gozó en ella la protección de sus compatriotas Séneca y Lucano. Pues entonces los españoles se ayudaban, como hacen hoy los sicilianos. No fue un gran poeta. Pero se anticipó a Longanesi con el «latido», que dejaba huellas como un mordisco. «Mis páginas huelen a hombres», decía, y es verdad. 


Sus personajes son de bajo rango porque los escogía en los ambientes mal reputados de prostitutas y gladiadores; pero precisamente por esto son vividos dentro de su vulgaridad y abyección. Él mismo era un tipo más bien innoble. Aduló a Domiciano, calumnió a sus bienhechores, vivió en los bajos fondos comiéndose el dinero en vino y jugando a los dados y en las apuestas hípicas.


 Pero sin saber lo que significaba la retórica, sus Epigramas han quedado como el más perfecto monumento del género y el testimonio que nos ha dejado de Roma es acaso el más auténtico. Acabó volviéndose a Bílbilis, situada cerca de la actual Calatayud, donde vivió, para cambiar, a costillas de un amigo que le regaló una villa y donde de Roma sólo añoró una cosa; el Circo, por no tener ya edad para añorar también la otra; los burdeles.


Tan sólo Séneca nos ha dejado una condenación de los juegos gladiatorios que dice no haber frecuentado nunca. Fue a visitar el Coliseo una sola vez y quedó aterrado. «El hombre, la cosa más sagrada para el hombre, aquí es matado por deporte y diversión», escribió al volver a su casa.


Pero el hecho es que ese deporte y diversión estaba ya a tono con el nivel moral de una Roma no cristiana todavía, pero tampoco pagana ya. El emperador que la dirigía era también el Sumo Sacerdote, o sea el papa de una religión de Estado que no encontraba nada que objetar a semejantes ignominias por la sencilla razón de que ya ella misma no creía en nada.


Celebraba las fiestas con una liturgia cada vez más complicada, elevaba templos cada vez más fastuosos y creaba nuevos ídolos, como Annona y Fortuna. Pero para sustentarlos sólo había capiteles de mármol. La fe, no. 


Ésta era monopolio de aquellos pocos centenares o millares de cristianos, sobre todo hebreos, que, en vez de ir al Circo a solazarse con la muerte de los hombres, se reunían en sus pequeñas ecclesiae a rezar por sus almas.

1 comentario: