sábado, 9 de diciembre de 2017

EL TEATRO ROMANO


HORACIO

Horacio, mucho más tarde, convalidó a posteriori los temores que Catón había expresado a priori, con un famoso verso: Graecia capta ferum victorem cepit, «la Grecia conquistada conquisto al bárbaro conquistador». Y para hacerlo, usó varias armas: la religión y el teatro para la plebe, y la Filosofía y las artes para las clases superiores, que todavía no eran cultas, pero que desgraciadamente, se tornarían tales.
 
POLIBIO
A Polibio, cuando lo llevaron prisionero, la religión de Roma le pareció todavía sólida. La peculiaridad —escribe— por la cual a mi juicio el Imperio romano es superior a todos los demás, es la religión que en él se practica. Lo que en otras naciones seria considerado reprobable superstición, aquí, en Roma, constituye los cimientos del Estado. Todo lo que le atañe se reviste de tal pompa y hasta tal punto condiciona la vida pública y privada, que nada podrá nunca hacerle competencia. Creo que el Gobierno lo ha hecho aposta, para las masas. No sería necesario si un pueblo estuviese compuesto exclusivamente de gente ilustrada, pero para las multitudes, que siempre son obtusas y fáciles a las pasiones ciegas, es bueno que por lo menos exista el miedo para tenerlas sujetas.
 
POLIBIO
A un hombre como él, recién llegado de Grecia, donde el escepticismo y la incredulidad no tenían ya límites, se comprende que los romanos, que conservaban un vislumbre de fe, le debían hacer el efecto de unos monjes. Mas se trataba verdaderamente de un vislumbre, aunque ciertas fórmulas litúrgicas (la «pompa», decía Polibio) seguían siendo, por la fuerza de la costumbre, respetadas. Catón, que, sin embargo, se inclinaba a salvar todas las viejas costumbres y creencias, se preguntó, en un discurso, cómo se las componían los augures, conociendo cada uno los trucos del otro, para no reírse en la cara cuando se encontraban por la calle. Y en la escena, Plauto podía ridiculizar impunemente a Júpiter en el papel de seductor de Alcmena y presentar a Mercurio como un payaso.
 
PLAUTO
El público que aplaudía esas impías comedias era el mismo que pocos años antes, a la noticia del desastre de Cannas, se había precipitado a la plaza gritando: «¿A qué dios hemos de rezar por la salvación de Roma?» Evidentemente, sólo en los momentos de peligro se acordaban los romanos de tener un dios, pero no sabían cuál era el bueno, entre tantos como poblaban su paraíso. Y curiosa fue la respuesta del Gobierno, que decidió confiar la salvación de la Urbe no a un dios romano, como siempre había sucedido hasta entonces, sino a una diosa griega, Cibeles, por lo que ordenó que su estatua fuese transportada desde Pesinunte, donde se hallaba, en Asia Menor, a Roma. Átalo, rey de Pérgamo, permitió el traslado. Y así Magna Mater, como fue rebautizada la diosa, llegó un buen día a Ostia, donde la estaban aguardando Escipión el Africano a la cabeza de un comité de nobles matronas. En Roma se esparció la voz de que la nave, encallada en los arenales de la desembocadura del Tíber, fue puesta a flote y conducida a lo largo del río hasta el corazón de la ciudad por la vestal Virginia Claudia, gracias a su caridad. Y todos, lo creyesen o no, quemaron incienso al paso de la diosa que las matronas llevaron en procesión hasta el templo de la Victoria. El Senado quedó un poco escandalizado y perplejo cuando supo que la Gran Madre tenía que ser atendida por sacerdotes autocastrados. En los colegios sacerdotales de Roma no los había. Al fin encontraron algunos entre los prisioneros de guerra, y les hicieron sacerdotes para la ocasión.
 
VIRGINIA CLAUDIA
Desde aquel momento la liturgia griega se difundió y fue aplicada no tan sólo a los dioses que venían de allí, sino también a los romanos. El resultado fue que, de austera y más bien lúgubre, como había sido hasta entonces, se volvió alegre y carnavalesca. En -186, el Senado se enteró, con alarmado estupor, de que el pueblo llano se había aficionado particularmente a Dionisio, había hecho de él su santo preferido, llenaba su templo y le ofrecía sacrificios con particular entusiasmo. Se comprende fácilmente la razón; los sacrificios consistían en pantagruélicas comilonas, en copiosas libaciones y en un desenfreno de las relaciones entre hombres y mujeres. En suma, lo eran todo menos «sacrificios». La policía hizo una redada de participantes en aquellas fiestas; detuvo a siete mil, condenó a muerte a algunos centenares, encarceló a los demás y suprimió el culto. Pero cuando han de intervenir los agentes de la autoridad para salvar las costumbres de un pueblo, esto quiere decir precisamente que tales costumbres están en la agonía.


Eso veíase, además, en el teatro, que se iba convirtiendo en el verdadero templo de Roma.


El primer intento de espectáculo había sido el de Livio Andrónico, el prisionero de guerra tarentino, de origen griego, que en -240 escenificó, recitó y cantó en toscos versos «saturninos» la Odisea. Como ya hemos dicho, público y Gobierno quedaron tan complacidos, que permitieron a los actores constituirse en «gremio» y organizar, para las grandes fiestas del año, los llamados ludes escénicos.
 
LIVIO ANDRÓNICO
Cinco años después de aquella histórica premiére,otro prisionero de guerra, napolitano esta vez, Cneo Nevio, produjo otra comedia que, con visos aristofanescos, ridiculizaba los abusos y la hipocresía de la sociedad romana. El pueblo se divirtió. Pero las familias influyentes, que se sentían aludidas, protestaron. Eran demasiado toscas y zafias para aceptar la sátira, que sólo encuentra carta de ciudadanía en los pueblos muy civilizados. El pobre Nevio fue detenido y tuvo que retractarse. Escribió otra comedia, seguramente con la intención de no volver a ofender a nadie, pero como era un hombre de ingenio no lo consiguió. También esta vez le salió de la pluma alguna pulla, y la pagó con la deportación. Roma perdió así a la vez un comediógrafo que podía ser el germen de una producción original y no ya calcada de modelos extranjeros, y un humorista que podía enseñar a aquel pueblo tétrico y grave el arte de sonreír, de darse cuenta de los propios defectos y de remediarlos. En el exilio, Nevio continuó escribiendo. Y dejó un feo poema dramático sobre la Historia romana que revelaba en él un arrebatado patriotismo.
 
CNEO NEVIO
A partir de entonces el teatro romano continuó copiando al griego, hasta que un tercer forastero vino a darle un hálito de originalidad. Quinto Ennio era un apuliano de padre italiano y de madre griega. Había estudiado en Tarento, donde se representaban los dramas de Eurípides, de los que estaba enamorado. Despues fue a hacer el servicio militar. En Cerdeña había llamado la atención, por su valor, de Catón, que estaba allí de cuestor, el cual se lo llevó consigo a. Roma. Sus Anales, una historia épica de Roma, desde Eneas a las guerras púnicas, fueron, hasta Virgilio, el poema nacional de la Urbe. Pero su pasión era el teatro, para el que escribió una treintena de tragedias en las que se metía sobre todo con el celo de los beatos. He aquí, en boca de un protagonista suyo, sus convicciones religiosas: «Os aseguro, amigos, que los dioses existen, pero que les importa un comino lo que hacen los mortales. ¿Cómo, de no ser así, explicaríais que el bien no sea siempre pagado con el bien y el mal con el mal?» Cicerón, que cita esta frase en la que se vislumbran ya las teorías de Epicuro, y dice haberla oído él mismo, asegura que fue larga y ruidosamente aplaudida desde la platea.
 
QUINTO ENNIO
Ennio aconsejó a sus seguidores que hicieran en las comedias un poco de filosofía, pero no demasiado. Desdichadamente, fue el primero en no tener en cuenta esta sensata máxima; quiso escribir dramas de «ideas», como se dice hoy, y el público, aburrido, le volvió la espalda para acudir a las farsas de Plauto, que fue el primer verdadero comediógrafo de Roma.


Vino de Umbría donde naciera el 254, y su nombre ya movía a risa. Tito Maccio Plauto quería decir: Tito, el payaso de los pies planos. Comenzó como «comparsa», ahorró algún dinero, lo invirtió en un negocio arriesgado, y lo perdió. Entonces, para comer, se puso a escribir. Primero adoptó comedias griegas, intercalando frases sobre los sucesos de actualidad romanos. Mas cuando vio que el público se reía sobre todo de aquéllas, abandonó los modelos extranjeros y se puso a componer obras originales, echando mano de la crónica de sucesos de la ciudad e inaugurando un verdadero teatro «de costumbres». No tardó en ser el ídolo del público que celebraba su buen humor cordial y su abierta risa rabelesiana. Su Miles gloriosas hizo delirar a la platea. Todos le querían y de él aceptaron también el Amphitrion, que contenía aquella irreverente sátira de Júpiter, presentado como un vulgar Don Juan que, para seducir a Alcmena, se hacía pasar por su marido.
 
TERENCIO
El año que murió Plauto, el -184, llegó a Roma, como esclavo Terencio, un cartaginés, que tuvo la suerte de ir a parar a casa de Terencio Lucano, senador culto y afable que descubrió el talento de su siervo y le liberó. Terencio, que originariamente se llamaba Publio Afro, tomó su nombre en agradecimiento. Cuando hubo escrito la primera comedia, Andria, fue a leérsela a Cecilio Estacio, autor ya consagrado que en aquel momento hacía furor, pero del que no ha quedado nada. Suetonio cuenta que Estacio quedó tan impresionado que invitó a comer a su visitante, aunque éste vistiera como un mendigo. Terencio frecuentó los salones y se puso de moda entre las clases altas, pero no alcanzó jamás la popularidad de Plauto. Su segunda comedia, Hecyra, fracasó porque el público abandonó el teatro al enterarse de que en el Circo había dado comienzo el combate de un gladiador contra un oso. La fortuna le sonrió con el Eunuco, que en dos representaciones, dadas el mismo día, le proporcionó ocho mil sestercios. En Roma se murmuraba que el verdadero autor de aquellas obras era Lelio, hermano de Escipión, gran amigo y protector de Terencio. El cual, con mucho tacto, no desmintió ni confirmó jamás este chismorreo. Y tal vez precisamente por sustraerse a él decidió partir para Grecia. No volvió más. En el camino de retorno, murió de enfermedad en Arcadia.

 
CECILIO ESTACIO
Los ambientes intelectuales y sofisticados de entonces tuvieron por Terencio la misma pasión que los franceses contemporáneos han tenido por Gidc. Cicerón le definió «el más exquisito poeta de la República». César, que era entendido en literatura, y más sencillo, le consideraba un perfecto estilista, pero un dimidiatus Menander, un Menandro partido en dos, en la escena. Sus comedias, en efecto, no caen nunca en la ordinariez de las de Plauto. Sus personajes son más complejos y matizados y el diálogo es más ceñido y lleno de segundas intenciones. Pero, desgraciadamente, desarrollando en un lenguaje que ya no era el del pueblo, al que le sonó a artificio. Y le silbó.

MENANDRO

Aquel pueblo iba entonces al teatro cada vez en mayor número, en parte porque no se pagaba entrada. Los locales eran rudimentarios y se montaban tan sólo con ocasión de las fiestas, después de las cuales quedaban desafectados. Consistían en una armadura de madera que sostenía el escenario, delante del cual había una «orquesta» circular para los ballets que acompañaban el espectáculo. Los espectadores estaban parte de pie, parte tumbados en el suelo, parte sentados en escabeles que se traían de casa. Sólo en -145 fue construido un teatro inamovible, también de madera y sin techo, pero con asientos dispuestos circularmente, en torno al escenario, a estilo griego. Todo el mundo era admitido; hasta los esclavos, que, empero, no podían tomar asiento, y las mujeres, confinadas, sin embargo, al fondo.


Los prólogos que el actor recitaba antes de que se alzase el telón, contenían recomendaciones a las mamas para que les sonasen las narices a sus niños antes de que empezase el espectáculo, o de llevarse a casa a los que gimoteaban. Debía de tratarse de plateas ruidosas e indisciplinadas, que interrumpían frecuentemente el recitado con frases mordaces y pullas groseras y que a menudo ni siquiera se daban cuenta de cuándo terminaba el espectáculo, que, efectivamente, concluía con un nunc plaudite omnes, o sea con una invitación al aplauso.


Los actores eran, en general, esclavos griegos, menos el protagonista que podía ser un ciudadano romano. El cual, empero, al entregarse a aquella carrera perdía sus derechos políticos, como ocurría en Francia hasta el siglo xvu. Los papeles femeninos eran interpretados también por hombres. Mientras el público fue limitado, se contentaban con una somera caracterización. Mas cuando, en el siglo II antes de Jesucristo, las plateas comenzaron a rebosar de público, se introdujo, para distinguir los caracteres, el uso de las máscaras, que se llamaban personae, del etrusco phersu. Así que dramatis personae significa literalmente «máscaras del drama». Cuando se trataba de tragedias, los actores que las encarnaban calzaban los coturnos, que eran zapatos con tacones, y cuando se trataba de comedias, llevaban el soccus, o sea zapato bajo. También entonces, como hoy, hubo continuos conflictos entre público y censura, que vigilaba atentamente la obra. Fue basándose en una ley de las Doce Tablas, que prohibía la sátira política y preveía hasta la pena de muerte, que el pobre Nevio había sido expulsado y, para no seguir su suerte, sus sucesores lo tomaron todo prestado a Grecia; escenas, caracteres, situaciones, indumentaria y hasta los nombres de las monedas. Los criterios en que se inspiraba aquella policíaca censura eran, como siempre, burocráticos y absurdos. Permitían cualquier obscenidad, con tal de que no sugiriesen críticas contra el Gobierno y los ciudadanos de posición.


Afortunadamente, los ediles que organizaban aquellos espectáculos para complacer a la masa y granjearse sus votos, estaban siempre de parte de los autores y les protegían. Plauto debió tener de la suya uno, muy poderoso para permitirse todo lo que se le permitió. De no haber sido por él, el teatro romano no hubiera nacido siquiera. Se habría quedado en una imitación del griego y nosotros no encontraríamos en él ese espejo de una sociedad que, bien o mal, nos ha proporcionado.


Mas aquel relajamiento de frenos se produjo sobre todo porque soplaba un viento de «libre pensamiento». Lo habían traído los «gréculos», como les llamaban por mofa los romanos, escarnio que no les impedía tomarles por maestros. Prisioneros de guerra importados de Grecia en calidad de rehenes o de esclavos, fueron efectivamente los primeros gramáticos,retóricos y filósofos que abrieron escuela en Roma. En -172, el Senado descubrió entre ellos a dos seguidores de Epicuro, y les expulsó. Pocos años después, Crates de Males, director de la Biblioteca del Estado en Pérgamo y jefe de la escuela estoica, fue a Roma como embajador, se rompió una pierna y, en espera de curar, se puso a dar conferencias. En -155, Atenas mandó en misión diplomática tres filósofos (ya no tenía más que aquéllos): Carnéades el platónico, Critolao el aristotélico, y Diógenes el estoico. También dieron conferencias, y Catón, cuando oyó a Carnéades' afirmar que los dioses no existían y que justicia e injusticia no eran sino convencionalismos, corrió al Senado y pidió la repatriación de los tres atenienses.

CRALES DE MALES

La obtuvo, pero de poco sirvió, visto que el pensamiento y la cultura griegos estaban patrocinados por muchos de los propios romanos, y de los más influyentes, que los habían ya absorbido. Flaminino poseía en su casa una galería llena de estatuas de Policleto, Fidias, Scopas y Praxíteles. Emilio Paulo, del botín acopiado a expensas de Perseo, había separado la biblioteca del rey, y con ella educaba a sus hijos. El más joven de éstos, cuando él murió, fue adoptado por Publio Cornelio Escipión, hijo del Africano. Tomó el nombre y, como Publio Cornelio Escipión Emiliano emuló al abuelo destruyendo Cartago, fue jefe de aquel poderoso linaje y lo convirtió todo al helenismo.

FLAMININO

Guapo y rico como era, de modales afables, inteligencia pronta y honradez incorruptible (al morir, dejó tan sólo treinta y tres libras de plata y dos de oro), estaba perfectamente indicado para convertirse en el ídolo de los salones que en aquel momento comenzaban a pulular. Polibio vivió durante años como huésped en su casa, donde acudía también cotidianamente Panecio, otro griego de Rodas, de sangre aristocrática y de escuela estoica. Su libro De los deberes, que Escipión probablemente sugirió e inspiró, fue el texto sobre el cual se formó la «juventud dorada» de Roma. A diferencia de los antiguos, los nuevos estoicos no predicaban la virtud absoluta y no invocaban una completa indiferencia a la suerte y a la desgracia. Querían tan sólo proponer un equivalente, lleno de compromisos, pero decente, a una fe que ya no regía las costumbres de Roma. Era la indulgencia que sustituía al severo puritanismo de un tiempo.


El salón de Escipión tuvo una influencia enorme. Descollaron en él, además de Flaminino, Gayo Lucilio y Gayo Lelio, cuya fraternidad con el dueño de la casa inspiró a Cicerón el libro De amicitia. Se debatían ideas aladas. Se entusiasmaban por lo bello. Eran obligatorios modales refinados, ideas originales y valiosas, y, sobre todo, una lengua pulcra, brillante, sin acento; una lengua que después, en manos de Catulo, que frecuentó aquellos ambientes, tornóse en la literaria y culta de Roma, pero que, en boca de los personajes de Terencio, el público silbó porque la notaba artificial y alejada de la suya.
CATULO

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