sábado, 29 de julio de 2017

LOS HEREDEROS DE CONSTANTINO



Constantino fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de treinta años. Pero estropeó su grandiosa obra de reconstrucción con el más absurdo de los testamentos, dividiendo el Imperio en cinco tajadas y entregándolas, respectivamente, a sus tres hijos; Constantino, Constancio y Constante, y a sus dos nietos sobrinos: Delmacio y Anibaliano. La cosa nos asombra porque él no pudo haber dejado de ver lo que había ocurrido con el reparto de Diocleciano y qué alborotos se habían producido entre todos aquellos Augustos y Césares. Pero ya que lo había decidido así, podía al menos tomar la precaución de dar a sus tres chicos nombres que les diferenciasen un poco mejor. 







Es un bonito embrollo, incluso para quien quiere resumir su historia, devanar el enredado ovillo de aquellos tres casi homónimos. Trataremos de hacerlo lo mejor posible. De facilitarnos la labor, simplificando las rivalidades, cuidaron los regimientos de guarnición en la capital, que, apenas metido en la fosa el gran difunto, se insurreccionaron e hicieron una buena matanza en la que perecieron dos de los cinco herederos: Anibaliano y Delmacio. Les hicieron compañía también los Hermanastros del muerto y sus hijos, menos dos, Galo y Juliano, que fueron confinados y de los cuales oiremos hablar de nuevo, además de un número impreciso de altos jerarcas. Constantinopla había nacido apenas, y ya inauguraba aquel repertorio de carnicerías que a través de los siglos había de motear su historia.




¿Fue de verdad Constancio, como se dijo más tarde, quien ordenó aquella mortandad? No se sabe con precisión. Sábese tan sólo que él se hallaba en la ciudad cuando se llevó a cabo, que no hizo nada por impedirla y que resultó el mayor beneficiario de ella. Se reunió con los otros dos hermanos en Esmirna y con ellos llegó a concluir otro reparto. Para sí se quedó todo el Oriente con Constantinopla y Tracia; a Constante, que era el menor, le dio Italia, Iliria, África, Macedonia y Acaya, pero obligándole a una especie de vasallaje hacia Constantino II, a quien le correspondieron las Galias.



Si Constantino inventó esa cláusula para provocar una rivalidad entre los dos y quedarse después como arbitro, hay que decir que el golpe fue logrado plenamente. No habían transcurrido tres años que aquéllos ya llegaban a las manos. Pero en la primera batalla, Constantino, que era de carácter fogoso, avanzó demasiado, cayó en una emboscada y fue muerto. Constante no perdió tiempo en anexionarse todas sus posesiones. Y Constancio, que seguramente confiaba en una guerra larga que destrozara las fuerzas de ambos contendientes, se quedó sin conseguir lo que deseaba y con un solo rival, sí, pero más potente que él. También esta vez le ayudó la suerte en forma de un complot contra Constante que, en las Galias, ganaba batalla tras batalla contra los rebeldes. Era un buen general, pero inepto como hombre de Estado; estrujaba a los súbditos con impuestos, les irritaba con sus terquedades y les escandalizaba con sus costumbres. Un comandante de milicias bárbaras, Magnencio, le mató y se proclamó emperador.


MAGNENCIO

 Más otro tanto hizo inmediatamente Vetranio, que mandaba las tropas en Iliria, y Nepociano, sobrino del muerto. Constancio tenía ahora los papeles en regla para intervenir en Occidente con el pretexto de restablecer la justicia. Precisamente en aquel momento concluyó una tregua con el rey persa Sapor que le había causado hasta entonces muchos sinsabores y empeñado sus ejércitos. Al frente de ellos marchó a la sazón contra los usurpadores, pero acompañando la acción militar con una hábil gestión diplomática, que era además el arte con el que mejores logros alcanzaba. Vetranio parlamentó, unió sus tropas a las de Constancio en la llanura de Sérdica, donde debían enfrentarse, y se arrodilló ante él pidiéndole perdón. El perdón le fue concedido y con los galones y medallas por añadidura. Después, los dos ejércitos marcharon juntos contra Magnencio, le derrotaron en Hungría y le persiguieron hasta España, donde le obligaron a suicidarse con su hermano Decencio. 



MONEDA DE DECENCIO


Así el Imperio quedó de nuevo reunido bajo un soberano. A diferencia de su predecesor y padre, no era un gran general, no amaba las guerras y procuraba eludirlas. Pero cuando se veía obligado, a emprenderlas, lo hacía hasta el final, aunque con gran cautela, pero arriesgando valerosamente el pellejo. Pues tenía conciencia de sus deberes y los cumplía sin reparar en gastos ni sacrificios. Era un hombre solitario y receloso, melancólico y taciturno, sin impulsos, sin calor humano, sin vicios ni abandonos. En muchas cosas asemeja a Felipe II de España y a Francisco José de Austria. Como ellos, era piadoso, pero a la fe no unía las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. Al contrario, era pesimista, incapaz de indulgencia y creía que para salvar un alma era necesario quemar muy a menudo un cuerpo. Casó tres veces, no por amor, sino por deseo de tener un heredero. Ninguna de las tres esposas se lo dio. Ahora se encontraba sin sucesores. Ni siquiera sus hermanos tuvieron tiempo de dejárselos. En el gran cementerio donde había hallado sepultura la vasta progenie de Constantino, no quedaban más que dos muchachos escapados a la matanza del 337: Galo y Juliano.


CONSTANCIO GALO

Los dos hacía años que vegetaban en un villorio de Capadocia, bajo la tutela de un obispo arriano, Eusebio, que tampoco era muy caritativo, llevando una vida de colegio, solitaria y desolada. Su madre, Basilina, había muerto ya, cuando ante sus ojos se desarrolló la carnicería en la que perecieron padre, tíos, primos y hasta criados. A la sazón, Galo tenía diez años, y Juliano, seis. Ambos supieron más tarde que el responsable directo o indirecto de la matanza había sido él, Constancio, que ahora, de Improviso, se acordaba de ellos.

CONSTANCIO CLORO

El elegido fue Galo, el mayor, que de la noche a la mañana, de prisionero que era pasó a ser marido de Constantina, la hermana del emperador, nombrado César e instalado en Antioquía con poderes casi absolutos. En aquel brusco salto que daría vértigo a cualquiera, no poseía siquiera la inteligencia, de la que estaba conspicuamente desprovisto, para mantener la cabeza en su sitio. Lo que le tocó ver de chico le había hecho creer que el asesinato y la traición eran cosa normal entre los hombres, y para protegerse a sí mismo siguió la regla de dar crédito a toda sospecha y de matar a cualquier sospechoso. Aun antes de que Constancio se diese cuenta del error cometido con aquella elección, había degollado ya no sólo varios hombres, sino poblaciones enteras.




 El emperador, temiendo que una excomunión le empujara a la rebelión abierta, fingió no estar enterado y, mostrándose siempre amigo, le llamó a Milán donde se hallaba en aquel momento. Inquieto, Galo mandó primero a Constantina para escrutar las intenciones de Constancio. Pero Constantina murió durante el viaje. Galo tuvo que decidirse a ir en persona. Pero, llegado a Panonia, un destacamento de soldados le detuvo y le condujo a Pola, donde le relegaron en el palacio en el que Constantino había hecho asesinar a su primogénito Crispo. Constancio tenía mucho apego a las tradiciones de familia, incluso a las de muertes violentas. Un proceso sumario, facilitado por el testimonio bien remunerado de un eunuco de la Corte, condujo a la pena de muerte, que fue inmediatamente ejecutada.



Constancio estaba otra vez sin sucesores y envejecía. El día en que decidió librarse de Galo, confinó también a Juliano, sospechándolo cómplice de su hermano. Pero aquel muchacho era el único en cuyas venas circulaba aún la sangre de Constantino. Tras muchas vacilaciones, le llamó y le nombró César. El sucesor no podía ser más que él.



Aquella elección hecha a desgana se reveló en seguida como excelente. Juliano, que pasaba por ser un holgazán dedicado solamente a la Literatura y a la Filosofía, en cuanto se encontró con alguna responsabilidad a cuestas, la tomó en serio. No había visto nunca un cuartel cuando el emperador le confió las provincias orientales, entonces en plena  revuelta. De momento, Juliano dejó hacer a los generales, aunque observando atentamente sus actividades. Luego tomó el mando efectivo de las tropas, afrontó las hordas francas y alemanas que se habían infiltrado más allá del Rin, las aniquiló, sofocó las rebeliones de los indígenas y restableció la autoridad imperial en Britania. Jamás el título de César había sido otorgado tan adecuadamente a un hombre.



Por desgracia, precisamente en aquel momento el rey persa Sapor reemprendió la ruta de la guerra y para atajar su amenaza Constancio pidió a Juliano que le mandase parte de su ejército. Juliano, que le había tomado gusto al oficio de soldado, obedeció, pero a regañadientes, y no se sabe hasta qué punto disimuló ante sus hombres la amargura de tener que separarse de ellos. Como fuere, éstos estuvieron seguros de interpretar sus deseos negándose a obedecer y aún más aclamándolo Augusto, o sea emperador. En seguida, Juliano se apresuró a escribir a Constancio que él era ajeno a todo aquello, y no sólo esto, sino que había sucedido contra su voluntad. Pero cuando Constancio le contestó que le perdonaba si renunciaba al título y hacía acto de sumisión, Juliano, en ver de aceptar, fue a su encuentro al frente de su ejército. 




Él no había descerrajado la caja, pero se negaba a devolver lo hurtado que, sin saber cómo, le llovió en casa. No hubo guerra porque Constancio, que partió también para hacerla, murió en el viaje. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con sumo estupor que había designado único heredero a aquel a quien se dirigía a combatir y, en caso de victoria, probablemente a matar. Como siempre, obedeció no a los sentimientos sino a la razón de Estado. Y, reconociendo en el felón las cualidades de un gran político, hizo de él su sucesor. Juliano lo agradeció tributándole solemnes exequias, vistiendo de luto y llorando a lágrima viva sobre el féretro. Fue una hermosísima comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.



Acerca de Juliano han corrido ríos de tinta, como si no hubiesen bastado los que prodigó él mismo. Pues era grafómano y tenía la pasión de las proclamas, los panegíricos y los ensayos entre lo filosófico y lo político. Mas acaso la importancia de aquel emperador, que tan sólo reinó veinte meses, ha sido exagerada.

PROCLAMACIÓN DE JULIANO EL APÓSTATA

La razón por la que se ha hecho tanto ruido en torno a su nombre consiste en que se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo. Ya Constancio hubo de dedicar la mayor parte de su tiempo a las cuestiones religiosas. Incluso había actuado, además de como emperador, como Papa, interviniendo en las disputas internas de la Iglesia entre donatistas, arríanos y melecianos. Porque, en efecto, era cristiano y de los fervientes. Pero muy paganamente consideraba a la Iglesia como un instrumento del Estado y, con la excusa de protegerla, se proponía controlarla.



Juliano tuvo los mismos intereses religiosos, pero orientados en sentido opuesto, por lo que se ganó el título de Apóstata. No cabe duda que debió de contribuir a llenarle de rencor hacia la nueva fe aquel obispo Eusebio que, como tutor suyo, le había sazonado con el látigo las lecciones de catecismo. En el confinamiento de Nicomedia, el único afecto lo encontró Juliano en un anciano siervo escita, Mardonio, que le leía Hornero y los filósofos griegos. No se ha sabido nunca si Mardonio era pagano o cristiano. Se sabe tan sólo que estaba empapado de clasicismo, cuyo amor a éste él inspiró a su joven amo y pupilo. Éste miraba en torno suyo y no veía que los cristianos que le rodeaban dieran un gran ejemplo. 




No era, dígase lo que se quiera, un hombre de pensamientos profundos, y basta leer sus escritos para convencerse de ello. A veces, sus razonamientos se pierden en divagaciones. Tenía mucha memoria, pero no comprendía nada de arte, se obstinaba puntillosamente sobre problemas filosóficos secundarios perdiendo de vista los principales y se complacía con citaciones y virtuosismos estetizantes. Era fatal que confundiese la Iglesia con sus malos pastores y que mezclase éstos a aquélla en una misma antipatía. Sea como fuere, no honra a su inteligencia política la idea que se le atribuyó, y que tal vez cultivó de veras, de un retorno al paganismo como religión de Estado. Pues todo retorno, en política, es ya un error.



La famosa apostasía de Juliano fue, sobre todo, un acusado agnosticismo. Se desinteresaba de las herejías que seguían lacerando a la Iglesia y es probable que las viese con simpatía. Pero concedió la libertad de culto a los hebreos y les permitió reconstruir el templo de Salomón, cuyos andamiajes, empero, quedaron destruidos por un terremoto, lo que algunos escritores cristianos interpretaron como un castigo del Cielo. Se ha dicho, aunque no ha sido probado, que subrepticiamente había alentado la restauración de los antiguos cultos paganos. Sea como fuere, no debió sacar de ello muchas satisfacciones, pues la gente no se adhirió más que a desgana y sin entusiasmo. En Alejandría fue asesinado por los paganos el obispo Jorge y en Antioquía fue incendiado por los cristianos el templo de Apolo: ni en un caso ni en otro Juliano ordenó represalias. Quería mostrarse imparcial.



Dios sabe cómo y adónde habría ido a parar esa su anacrónica política religiosa, si Sapor no le hubiese obligado a empuñar otra vez las armas. Preparó aquella difícil y peligrosa expedición con su cuidado habitual, adiestrando un ejército enorme y una flota de mil naves con las que descender por el Tigris. Los primeros encuentros le fueron favorables, pero la ciudad de Ctesifonte le resistió con sus formidables fortificaciones, obligándole, al final, a retirarse. Pero, ¿quién hubiera podido hacer remontar la corriente a las naves? Juliano dio la orden de quemarlas. No podía obrar de otro modo, pero la decisión desmoralizó a los soldados y los llenó de furor. 




La región era pobre, pedregosa, calcinada por el sol, hostil. La caballería persa estorbaba la marcha, infligiendo graves pérdidas con sus dardos. Uno de ellos alcanzó a Juliano clavándosele en el hígado. El emperador trató de extraerlo con sus manos, ensanchó la herida y provocó una hemorragia mortal. Dándose cuenta de que se aproximaba su fin, llamó en torno a su lecho, donde le habían colocado, a dos filósofos amigos suyos, Máximo y Prisco, con los cuales se puso a discutir serenamente sobre la inmortalidad del alma.

LA MUERTE DE JULIANO EL APÓSTATA, 
por Milek Jakubiec

Dicen que en un momento dado se metió la mano en la herida, la sacó empapada en sangre y que, lanzando al aire unas gotas, exclamó con rabia;
«iVenciste, Galileo!»



Pero probablemente no es cierto.




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