viernes, 5 de agosto de 2016

LAS MATANZAS DE SILA



La giganta romana no había conocido antes un terror semejante, ni siquiera bajo la dominación de Mario, el viejo asesino, que había matado por locura y malicia infantil, sin orden ni concierto. Pero Sila mataba de un modo implacable y metódico. Había colgado la lista de sus cinco mil proscritos en el mismísimo Senado; pero la cifra de las víctimas era de muchos miles más y los nombres sólo eran conocidos por los afligidos familiares. Se había nombrado a sí mismo dictador supremo. Había dicho "Voy a restaurar la República", pero en nombre de la República asesinaba sin emoción, sin remordimiento. El fue el que dio a Roma su primera experiencia de una verdadera dictadura, algo casi impalpable, terrible... y casi insondable. Hasta la plebe estaba ahora tranquila; aquella plebe emocionable y ruidosa cuyos gritos no habían dejado nunca de oírse hasta ahora. Hasta sus rostros volubles parecían máscaras en las que se hubiera fijado el horror que recorría las calles y las personas se miraban unas a otras parpadeando y con la boca abierta. Sabían que eran demasiado poco importantes para que se hubieran molestado en inscribir sus nombres en las listas de los que debían ser asesinados, nombres que por otra parte no eran conocidos; pero la gente sentía la palpable presencia de la muerte en todas partes y no había calle en donde no se viera un funeral. 









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