lunes, 28 de julio de 2014

LA MANSIÓN DE CRASO

 

Craso tenía una mansión tan suntuosa y tan lujosa que la nueva mansión de Julio César en las afueras de Roma era una choza en comparación, y la casa de Cicerón una cueva.

 

Dentro de se veían esclavos y esclavas que habían sido escogidos por su juventud y belleza y las cabelleras de unos y otros estaban prendidas en redecillas de oro con piedras preciosas. Muchos, tanto muchachos como jovencitas, iban desnudos para revelar sus formas encantadoras.

 

 El palacio resonaba con el murmullo de fuentes, música y risas suaves y tenía una fragancia de perfumes, suaves ungüentos y flores. Por todas partes reinaba una atmósfera de alegría, de amistad y de relajación. Craso llevaba puesta una guirnalda de laurel y sus huéspedes collares de flores. Bellísimas esclavas nubias desnudas, altas y de negros cuerpos relucientes iban de una habitación a otra con abanicos de plumas, permaneciendo gentilmente detrás de los huéspedes para abanicarlos, porque la tarde otoñal era calurosa.

 

En las lámparas de cristal de Alejandría titilaban las luces y por todas partes se veían oro, plata y piedras preciosas en platos, bandejas, fuentes, cuchillos y cucharas. Un mantel de la larga mesa era de paño de hilo de oro y en su centro había flores y hojas de helecho. Las paredes eran de mármol blanco adornadas con pinturas murales, de unos colores tan vivos, que parecían tener vida.

 

Una orquesta de músicos tocaba bellas melodías, oculta por una pantalla de marfil labrado. Y las doncellas cantaban al sol de aquel acompañamiento. Sobre la mesa fueron colocadas grandes bandejas portadas por orgullosos cocineros, con humeantes pescados regados con vino, gansos y patos asados, lechones y corderillos.

 

Enormes cuencos contenían las frutas más selectas y ensaladas suavemente aliñadas con vino, aceite, ajo y alcaparras. El pan era blanco como la nieve. Allá se veían aceitunas de Judea, limones, blanquísimo apio, trocitos de pescado y de cabeza de jabalí asado con hierbas.

 

 Estaban presentes no sólo los mejores vinos de todas las naciones, servidos en botellas que habían estado guardadas entre nieve, sino licor sirio de cebada fermentada, de tonalidad dorada y que tenía un sabor ácido y fuerte. Para los que tenían gustos más plebeyos, y Craso confesaba que los tenía, había fresca y espumeante cerveza de color ámbar.

 


En cada rincón del comedor se alzaba la estatua de un dios, de tamaño natural, o aun más grande, ante las cuales había vasos persas llenos de flores y hojas doradas por el otoño. La fragancia de las flores se mezclaba con un ligero aroma a incienso, con la dulce música y el rico olor de las exquisitas viandas.  



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