En la foto rapto de sabinas |
Inmediatamente después de su independencia, Roma no era más que una pequeña ciudad del Lacio, rodeada de vecinos indóciles.
Los etruscos seguían siendo peligrosos, pero los griegos de Cumas y los latinos los habían rechazado por tierra y por mar (con ayuda de Siracusa en el año 474 a. de J.C.) forzándoles a replegarse hacia Toscana. La potencia marítima de los etruscos había sido vencida.
Roma guerreó contra los volscos, en el sur del Lacio, y los equos, que procedían de los Apeninos. Luego acometió contra la fortaleza etrusca de Veyes, a veinte kilómetros de su ciudad.
Después de diez años de sitio, Camilo se apoderó de la plaza (395 a. de J.C.) dando a su patria el dominio de la Etruria Meridional.
Roma había de pasar, sin embargo, por una terrible prueba, la invasión de los galos. Procedentes de Europa Central, los celtas habían ocupado la Galia, Península Ibérica y el sur de Germania.
Armados de espada, escudo y casco puntiagudo, sometidos a un aristocracia guerrera, y amantes la belleza y el lujo, los celtas, federados en bandas conquistadoras, arrebataron a los etruscos la llanura del Po, y atravesaron los Apeninos y la débil Etruria.
Destruyendo y asesinando a los escasos habitantes que quedaban, los galos dejaron que los más aptos se refugiaran en el Capitolio. Pusieron sitio a la ciudadela y una noche intentaron apoderarse de ella por sorpresa; pero los gansos consagrados a Juno lanzaron tal clamor que los defensores se despertaron y rechazaron el ataque.
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