miércoles, 30 de julio de 2014

ALGUNOS COMENTARIOS SOBRE EL ARTE DE LA GUERRA

El general chino Sun Tzu (unos cuatro siglos antes de Cristo), en su obra “El arte de la guerra”, escribía:

“Generalmente, la mejor política en la guerra es tomar un estado intacto; arruinarlo es inferior. Capturar el ejército enemigo entero es mejor que destruirlo. Tomar intacto un regimiento, una compañía o un escuadrón, es mejor que destruirlo. Conseguir cien victorias en cien batallas no es la medida de la habilidad: someter al enemigo sin luchar es la suprema excelencia".

Comentario del cual un buen amigo mío argentino me hizo el siguiente comentario: “Muy bueno Xavier!! El que se satisface en la destrucción, nunca encontrará gloria que lo calme.” . Eso me hizo recordar lo que ya decía el propio Julio César que “el recuerdo de la crueldad es un pobre consuelo en la vejez”.
No obstante, dicho comentario me llevó a reflexionar de que la victoria en una guerra no siempre podía conseguirse de esta manera tan noble y elevada como insinuaba el general chino, tomando como referente a los antiguos romanos, verdaderos maestros en el arte de la guerra, por su experiencia de siglos de guerras y lucha por la supervivencia, y de los cuales proviene la célebre sentencia: ¡Ay de los vencidos”. Que yo sepa, siguiendo las indicaciones del viejo general chino, que teóricamente serían las ideales, históricamente en la práctica nunca se ha ganado una guerra de ese modo, y casi siempre se ha tenido que emplear extremada violencia para asegurarse una victoria y aniquilamiento del enemigo total y de las causas de la guerra.
Veamos un par de casos históricos: El de Cayo Julio César tras años de guerras para someter a los pueblos de la Galia, y el de Marco Licinio Craso, para escarmiento de las rebeliones de esclavos representadas en la persona de Espartaco.
Cayo Julio César fue encargado por Roma para pacificar la amenaza de los galos, empleando a priori todas las posibilidades de la diplomacia, el diálogo y el uso de argumentos razonables (todo ello sin éxito, antes de emplear la fuerza de las armas). La obstinación de los galos en negarse a convertirse en vasallos bajo la protección de Roma, costó unos pocos años de guerra. Pero tras la victoria de la batalla de Uxellodunum, César se dio cuenta de que todavía no había terminado la guerra de las Galias, pero que su mandato con imperium proconsular en el territorio galo expiraba dentro de poco, con dificultades de renovarlo por parte de un Senado hostil por su ascenso de prestigio y poder. Así que para tener completamente pacificada la Galia, tenía que tomar una medida extrema que sirviera de escarmiento a las tribus galas rebeldes que se resistían a la paz con Roma. Tomó a unos cuatro mil galos supervivientes de entre los defensores de Uxellodunum, con el propósito de amputarles una mano, y con la indicación de que aquellos prisioneros que les pusieran peor cara, o que les miraran con más odio, se les debía amputar ambos manos. Y el trabajo de amputar las manos, debían hacerlo los propios prisioneros de Uxellodunum que se ofrecieran voluntarios, a cambio de salvar ambas manos (se ofrecieron bastantes). Consistía en cortarles la mano, y luego pasar la muñeca cortada en brea para frenar la hemorragia e impedir que mueran desangrados y lograr que sobrevivan.

Luego hizo que a esos cuatro mil mancos se les enviara al exilio repartidos por toda la Galia para que vagabundearan y pidieran limosna por todo el país, y cualquiera que viera a un hombre inutilizado sin manos, pensara en la lección aprendida después del asedio de Uxellodunum, y las consecuencias que termina por traer desafiar al poderío de Roma.
Y para terminar esa orden de mutilación, Julio César aprovechó para informar a sus oficiales sobre el balance de los ocho años de guerra en la Galia Comata, que había costado a los galos un millón de muertos, otro millón de personas vendidas como esclavos (origen de la fortuna de César, que con esa guerra se había convertido en el hombre más rico de Roma), cuatrocientas mil mujeres y niños muertos, y un cuarto de millón de familias galas sin hogar. Eso, en aquella época, era el equivalente a toda la población de Italia, siendo las bajas romanas insignificantes en comparación, y por ello Julio César consideró que debía de acabarse ya para siempre esa inútil guerra, que dejaba a la Galia seca de sus pobladores naturales, con los que contener a la amenaza de los germanos.

Por parte de Marco Licinio Craso, para terminar de una vez por todas con las rebeliones de esclavos (que como las de Sicilia, ponían en aprietos a Roma, ya que necesitaban sus reservas de cereales), ideó crucificar a aparentemente todos los prisioneros que lograron capturarse (ya que el resto de los cientos de miles de esclavos rebeldes habían muerto a manos de las legiones que los perseguían por toda Italia, incluso los que pretendían escaparse hacia el norte, topándose con Pompeyo que volvía de las guerra de Hispania contra el resto de la resistencia de los difuntos Sertorio y Cayo Mario. En aquel momento el cónsul Craso se encontraba en Capua, y tras la victoria contra los esclavos tenía propósito de volver a Roma, por lo que dispuso que se dividiera la distancia entre Capua y Roma (por donde pasaba la vía Apia) por los aproximadamente 6600 prisioneros del ejército de esclavos de Espartaco capturados. De modo que a cada pocos metros de uno de los lados de la carretera hizo alzar una cruz con la que crucificar a cada prisionero, atado de brazos y pies, sin provocarles heridas, para que murieran lentamente de un modo horrible. De modo que por aquellos días, la carretera de Capua a Roma era un espantoso gemido interminable de aquellos desgraciados sin remedio. La gente acudía a ver el macabro espectáculo, y los amos se traían a sus esclavos para mostrarles las consecuencias que sufrían todos los esclavos que se mostraran rebeldes a ellos y al orden romano. Estuvieron allí largos meses pudriéndose y con un horrible hedor a muerte hasta que se quedaban en los huesos mondos que se les caían por piezas, pues el cónsul Marco Licinio Craso, vencedor de Espartaco, no permitió que los descolgasen hasta el último día de su consulado cuando expiraba su mandato. Era su modo de hacer que las guerras de esclavos contra Roma terminasen de una vez para siempre.

Un modo totalmente distinto de hacer y terminar una guerra a como la había ideado el viejo general chino Sun Tzu, y al parecer hasta ahora muchísimo más efectivo, por lo que ha estado probado históricamente.

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