Ya antes de llegar a
los idus de marzo, la conjura estaba urdida por el hijo de su amante Servilia ,
un tal Marco Junio Bruto, así como por Cayo Casio Longino, Décimo Bruto y
otros, hasta sumar un total de 22 conspiradores senatoriales dispuestos a
apuñalar al Dictador de Roma, en nombre de la Libertad. Muchos de los nobles
romanos republicanos se sentían ofendidos cuando veían a César con esas maneras
aparentes de monarca que le daba el poder de “Dictador a Perpetuidad”, título
otorgado por el propio Senado hacia ya unos tres meses atrás, mientras que
muchos de los cesarianos que se habían puesto de su parte no se sentían
recompensados ni reconocidos al ver que muchos cargos de importancia eran dados
a los antiguos enemigos de César, tras la Guerra Civil, en un intento de
conciliar las distintas facciones de poder romanas. Dícese que había ya veintidós hombres en el
llamado “Círculo de Asesinos de César”: Cayo Trebonio, Décimo Bruto, Estayo
Marco, Tilio Cimbro, Minucio Basilo, Décimo Turulio, Quinto Ligario, Antistio
Labeo, los hermanos Servilio Casca, los hermanos Cecilio, Popilio Liguriensis,
Petronio, Pontio Aquila, Rubrio Ruga, Octacilio Naso, Cesenio Lento, Casio
Parmensis, Espurio Melio y Servio Sulpicio Galba. Además de su odio por César,
Espurio Melio había dado una razón peculiar, si bien lógica, para adscribirse
al círculo de conjurados. Cuatrocientos años atrás, su antepasado del mismo
nombre, Espurio Melio, intentó coronarse rey de Roma: matar a César era la
manera de borrar el secular odio inagotable del resto de los patricios hacia su
familia, que no había prosperado desde entonces. El ingreso de Galba deleitó a
los fundadores del círculo, porque era patricio, ex pretor y tenía una enorme
influencia. Durante la primera etapa de la guerra de las Galias de César, Galba
había dirigido una campaña en los Alpes, con tan malos resultados que César
prescindió rápidamente de sus servicios. Además, César le había puesto los
cuernos con su mujer, tal como había hecho con tantas otras mujeres de la
nobleza para ganárselas a su favor. El plan para el asesinado ya estaba profundamente
meditado, por eso los conjurados que se encontraban en secreto, querían acabar
con el asunto cuanto antes, antes de que cualquiera se chivara o fueran
descubiertos por la tupida red de espías fieles y bien pagados que César tenía
por todas partes.
Y
llegaron los idus de marzo ( 15 de marzo en el actual calendario). En aquel día
de perfecto aspecto primaveral, hacia unos momentos que el Dictador César había
llegado al Senado instalado en la Curia Pompeyana (ya que el anterior estaba
quemado y destruido por causa de las antiguas guerras civiles, y se estaba
construyendo un nuevo edificio del Senado financiado de su bolsillo por el
propio Cayo Julio César que se llamaría la Curia Cesariana), tras encontrarse
con el adivino callejero Espurina, al que saludó después de decirle que se
encontraba perfectamente tras su advertencia del otro día de que algo feo iba a
sucederle, y tras despedir a Marco Antonio afuera del Senado que le había
acompañado por el trayecto.
Al llegar, la sala del Senado presidida por la
estatua de su constructor Cneo Pompeyo Magno, con capacidad suficiente para
seiscientas personas apretadas, parecía muy vacía pese a que unos cuantos
senadores de los bancos traseros ya se habían sentado, hombres estudiosos que
aprovechaban cualquier oportunidad para leer lo que luego pretendían debatir,
mientras esperaban que los otros menos puntuales llegaran y el Dictador que lo
presidía abriera la sesión. Ninguno había colocado su asiento en el lado del
estrado curul, ya que la luz de una serie de rejas del triforio entraba a
raudales cerca de las puertas exteriores, pero los lectores estaban
distribuidos de manera bastante regular entre los dos lados de la Cámara, en la
grada superior derecha y la grada superior izquierda. Muy bien, pensó Décimo
Bruto, guiando a su grupo de conspiradores, que ya estaban dentro. Echando un
vistazo atrás vio que Marco Junio Bruto, el hijo de Servilia Cepionis (amante
de César) aún no había entrado. Se habría acobardado a última hora, estuvo
pensando Décimo.
César
estaba sentado delante de su mesa senatorial con la cabeza inclinada sobre un
pergamino desenrollado, totalmente absorto al contenido, mientras esperaba la
llegada del resto de senadores en la curia pompeyana. De pronto se movió, pero
no para mirar hacia el grupo que empezaba a llenar la sala. Con la mano izquierda
cogió la tabla que estaba encima del montón, la abrió y, sujetando la púa con
la derecha, empezó a escribir rápidamente sobre el rollo, tratándose de un asunto
legislativo de tierras para repartir entre sus legionarios cuando los
licenciara, aunque estaban acampados en Brindisi, para la siguiente campaña
militar contra los partos, de los que debía de salir el dinero para la
recuperación de esa Roma arruinada por tantas guerras civiles en los últimos
años, aparte de que por otro lado era una cuestión de orgullo del pueblo romano
poder recuperar las águilas romanas arrebatadas a las derrotadas legiones del
fallecido Marco Licinio Craso en la batalla de Carres (en la actual Siria). Era
uno de los asuntos que pretendía debatir aquel día en el Senado.
A
tres metros del estrado, el grupo de conjurados, desconcertado, se detuvo; no
parecía normal que César no advirtiera la presencia de sus asesinos. Décimo
posó la mirada en la cercana estatua de Pompeyo, muy alta sobre su pedestal de
un metro veinte de altura, dentro de una hornacina al fondo de la plataforma,
que era muy amplia, ya que debía dar cabida a entre dieciséis y veinte hombres sentados
en sillas curules. Con repentina torpeza en los dedos, Décimo buscó a tientas
el puñal, lo sacó y lo mantuvo oculto a su costado. Percibió que los otros
hacían lo mismo y con el rabillo del ojo vio que por fín, Marco Junio Bruto entraba y se acercaba
rápidamente por la sala para sentarse en su escaño. Por fin ha reunido valor,
pensó.
De
pronto, el senador Lucio Pilio Cimbro descendió por las gradas de los lictores
al lado del estrado, para irse directamente al encuentro del Dictador que
seguía repasando sus rollos legislativos, y solicitarle en persona el perdón
para su hermano desterrado por haber defendido la causa republicana de Marco
Porcio Catón, Marco Bíbulo, Léntulo Crus y Cneo Pompeyo. Se le puso a su lado
de la silla curul, entre la mesa llena de pergaminos, y poniéndose de rodillas
de lado ante el Dictador de Roma, de forma como sumisa y desesperadamente
rogativa le solicitaba perdón por su hermano desterrado.
-¡Espera,
cretino impaciente, espera! -bramó César irritado, con la cabeza aún gacha, escribiendo
en el rollo con la púa, y absorto en la corrección de su decreto sobre reparto
de tierras para los legionarios.
Con
los labios apretados ante esa ofensa, el senador Cimbro se levantó y lanzó una
feroz mirada a los otros conjurados que se hacían autollamar “Libertadores”
-¿veis qué grosero es nuestro Dictador?, parecía decir- y avanzó para tirar de
la toga de César, disimulando pedirle un desesperado perdón por su hermano
desterrado, y dejar al descubierto el lado izquierdo de su cuello. Pero
aprovechando el empujón que hizo el senador Cimbro a la toga de César
solicitándole el perdón, entonces Cayo Servilio Casca, abriéndose paso por el
lado opuesto de Cimbro y poniéndose justo detrás del Dictador de Roma, llegó
primero, e intentó acuchillar desde detrás la garganta de César.
El
golpe pasó rozando la clavícula e hirió superficialmente la parte alta del
pecho. Gracias a su agilidad militar y a su buena forma física de muchos años, César
se levantó de la silla tan deprisa que el movimiento fue apenas perceptible y
al mismo tiempo asestó un golpe instintivo con la púa de acero que tenía entre
los dedos. La hundió en el brazo de Cayo Casca a la vez que el resto de los
Libertadores, envalentonados, avanzaban con los puñales en alto. Aunque luchó
con denuedo, César no gritó ni habló. La mesa salió despedida en medio de una
lluvia de pergaminos, seguida de la silla curul de marfil, y la sangre empezó a
salpicar. Algunos senadores de las gradas superiores contemplaban la escena,
exclamando horrorizados, pero ninguno se movió para acudir en ayuda de César.
Retrocediendo
hacia atrás tras recibir tal lluvia de fuertes puñaladas, César se topó con el
pedestal de la estatua de su ex yerno Pompeyo en el momento en que Cayo Casio
Longino se abría paso hasta delante, y hundía la hoja del puñal justo en el
rostro de César y lo hacía girar vaciándole un ojo y acabando con su belleza.
El furor se adueñó del resto de los Libertadores, y los puñales caían una y
otra vez con fuerza en clavarlos por parte de cada uno (habían pactado una sola
puñalada por conjurado) y a toda prisa, y la sangre del Dictador de Roma le
manaba a borbotones, salpicando a todos los que tenía cerca. De pronto César
dejó de forcejear, aceptando lo inevitable. Su mente únicamente concentró sus
menguantes energías en morir con una dignidad sin parangón, al tradicional
estilo que lo hacían los miembros de la nobleza romana de cubrirse el rostro
con la toga. Con la mano izquierda tiró de un pliegue de la toga para ocultarse
la cara, con la derecha se sujetó la toga para que al caer las piernas le
quedaran púdicamente cubiertas. Ninguno de aquellos indeseables vería qué
pensaba César al morir, ni se burlaría del recuerdo de sus piernas desnudas.
Cecilio
Buciolano lo apuñaló en la espalda, Casenio Lento en el hombro. Sangrando horriblemente,
César con su dignidad de militar romano permaneció en pie y cubriéndose el
rostro con la toga mientras continuaban los golpes. Penúltimo, y frío guerrero como
era, Décimo Bruto concentró todas sus fuerzas en la primera de sus dos puñaladas,
hundiendo la hoja en el lado izquierdo del pecho. Cuando el puñal hirió el
corazón, César empezó a desplomarse al suelo, y Décimo se agachó para asestar
el segundo golpe en nombre de Trebonio. Y Bruto, el último en golpear, cegado
por el sudor, paralizado por el miedo, se arrodilló para dirigir su cuchillo
contra aquellos genitales que su madre tanto había adorado, perforando los
muchos pliegues de la toga porque, accidentalmente, había apuntado hacia abajo.
Oyó rechinar el metal contra el hueso de la pelvis, sintió arcadas al hacer
fuertes movimientos giratorios con el puñal ya clavado en los genitales del
amante de su madre, y se levantó con dificultad a la vez que un intenso dolor
le traspasaba el dorso de la mano; alguien le había cortado, en medio de tantas
puñaladas asestadas, mientras el amante de su madre que pudo verle a pesar de
taparse el rostro con la toga le decía en voz desesperada: “Bruto, ¿tú también,
hijo mío”, tras lo cual hizo lento un suspiro y César murió.
.
El
hecho estaba consumado. Los veintidós hombres habían herido a César en algún
sitio, Décimo
Bruto dos veces, en total 23 supuestas puñaladas. Con el rostro y las piernas
cubiertas, César yacía bajo la estatua de su rival Pompeyo vaciándose de su
propia sangre y quedando cada vez más blanco. La toga estaba hecha jirones en
el pecho y la espalda, e iba empapándose de la caliente roja sangre que se
extendía por el mármol blanco de la plataforma hasta que pareció imposible que
un cuerpo pudiera contener tanta sangre, con el suelo formando un charco grande
de sangre derramada. Había sangre salpicada por todas partes. Algunos senadores
se echaron atrás para evitar el contacto, pero Décimo no se dio cuenta de ello
hasta que la sangre le caló las sandalias. Lanzó un inesperado gemido de dolor:
sin duda aquella sangre le quemaba el espíritu por esa acción tan vil y tan
cobarde en un noble romano, que hasta el momento siempre habían tenido por
norma no asesinar nunca a ningún otro compatriota, y menos dentro del Pomerium
del propio sagrado terreno de Roma, y no digamos en lugar aún mucho más sagrado
como era el Senado. Como noble romano, le atormentaba el acto tan vil que había
llegado a consumar, aunque fuera por la causa republicana y en contra de la
supuesta tiranía que imaginaban en Julio César.
Respirando
agitadamente, los Libertadores cruzaron miradas enfebrecidas. Bruto intentaba restañarse
la herida de la mano. Como por efecto de un súbito y tácito acuerdo, todos se
dieron media vuelta y corrieron hacia las grandes puertas de la entrada del
Senado. Décimo tan horrorizado como el resto de los senadores cómplices del
asesinato. Los otros senadores que habían presenciado el horrible hecho estaban
ya fuera, anunciando a voces que Julio César había muerto. El pánico se
generalizó cuando el resto de los Libertadores salieron al jardín por la otra
puerta de atrás del Senado con las togas manchadas de la sangre de César y los puñales
aún en la mano, buscando por donde escapar sin que les viera la confundida
plebe de abajo la escalinata del Senado
La
gente huyó en todas direcciones excepto hacia el interior de la Curia Pompeyana,
donde sólo quedaba el cadáver aún caliente del Dictador de Roma. Senadores,
lictores y esclavos pusieron pies en polvorosa, gritando que César había
muerto, César había muerto, César había muerto.
Olvidando
sus grandes planes de discursos y atronadora oratoria por haber librado a Roma
de un tirano, los Libertadores huyeron también. ¿Quién de entre ellos podría
haber imaginado que la realidad sería tan distinta del sueño republicano de
libertad, que ver a César muerto era un final terrible de todas las ideas,
filosofías y aspiraciones?. Sólo después de consumado el hecho comprendieron
todos ellos, incluso Décimo Bruto, el verdadero significado de su acción. El
romano a quien nadie había vencido en ninguna batalla ni en ninguno de los
comicios, había caído asesinado, el mundo había cambiado tanto que ya ninguna república
podía surgir, plenamente reorganizada, de la mente del considerado el Primer
Hombre de Roma que lo había sido todo en la vieja República.
Suponían
que la muerte de César iba a ser una liberación, pero lo que habían liberado
era el caos por todo el Imperio Romano que lo dejaban con un vacío de poder, a
merced del aventurero de turno. Luego contaron que, por puro instinto los “Libertadores”,
que ya pasarían a llamarse por todos los “Asesinos de César” corrieron en busca
de asilo al templo de Júpiter Optimo Máximo, a toda velocidad a través del
césped del Campo de Marte, por el Capitolio escalera arriba hasta el refugio
original de Rómulo, y por último ascendiendo los numerosos peldaños de la escalinata
del templo. Una vez allí, sin aliento, flaqueándoles las rodillas, los
veintidós hombres cayeron al suelo, confundidos y atemorizados por su acto.
Sobre ellos se alzaba el Gran Dios de oro y marfil, de quince metros de altura,
en su rostro de terracota de vivo color rojo se dibujaba su amplia y estúpida
sonrisa; instantes después cada uno huiría por su lado, en especial hacia las
ricas provincias de Este para reorganizarse y volver más seguros a Roma. Se
habría un nuevo y sangriento capítulo en la Historia de las Guerras Civiles de
Roma, y ninguno de los asesinos de Cayo Julio César sobrevivió a la coronación
como Imperator de su heredero sobrino-nieto Octaviano César Augusto, vencedor
indiscutible y absoluto de todo lo que quedó de las últimas guerras civiles
republicanas.
CÉSAR ASESINADO, PINTURA DE JEAN-LEÓN GERÔME
|
ESCENAS DEL ASESINATO DE CAYO JULIO CÉSAR, EN LA SUPERPRODUCCIÓN "ROMA", ALGO DISTINTO A CÓMO FUE EN REALIDAD HISTÓRICAMENTE Y SE COMENTA EN LA ENTRADA DEL PRESENTE BLOG, PERO QUE SIRVEN PARA ILUSTRAR:
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