lunes, 26 de diciembre de 2022

ATILA, EL REY DE LOS HUNOS

 



En el siglo V d. C. el Imperio romano luchaba por su supervivencia. Hacía más de doscientos años que el abatimiento de la economía, el decaimiento de la sociedad y la mediocridad de sus gobernantes amenazaban la existencia del estado que había logrado unificar el Mediterráneo bajo una sola autoridad política y crear una cultura que se creía inmortal.



Las ciudades cada vez tenían menos población, el comercio que las abastecía menos pulso, las propiedades del campo se convirtieron en la principal fuente de riqueza y posición social y, finalmente, el poder político estaba cada vez más debilitado. A finales del siglo III y comienzos del IV, dos emperadores, Diocleciano primero y Constantino más tarde, lograron mitigar la situación llevando a la práctica un programa que supuso una auténtica refundación del imperio, pero que apenas logró que éste sobreviviese ciento cuarenta años.


A estos signos de una crisis que atacaba los mismos cimientos de la sociedad y la política romanas se vino a sumar el problema de los pueblos de las fronteras. Los griegos y los romanos llamaban « bárbaros» a los pueblos que no sabían hablar sus lenguas (griego y latín), viviesen donde viviesen. Desde el siglo I d. C., los romanos habían convivido en una relación de vecindad vigilante con sus vecinos del norte, a los que llamaban « germanos» y que vivían más allá de la frontera estable del imperio, situada en la línea trazada por el curso de los ríos Rin y Danubio.


 Esta situación comenzó a cambiar durante el siglo III, cuando una serie de tribus de Europa oriental empezaron a desplazarse hacia el sur y el oeste, con lo que desestabilizaron a las que estaban asentadas en los territorios limítrofes del imperio. Las provincias romanas fronterizas comenzaron a sufrir ataques reiterados y repentinos frente a los cuales la táctica tradicional de los romanos de dividir para vencer no fue efectiva. Las defensas tampoco se mostraron preparadas para soportar las reiteradas agresiones, por lo que se impusieron soluciones militares urgentes. De ahí que el ejército fuese cobrando cada vez más importancia en el mundo romano, siendo éste el siglo en que surgió la figura arquetípica del emperador soldado, aupado al poder desde el generalato y que centraba su autoridad en el apoyo de las tropas.


¿Causa o síntoma de la crisis? Las incursiones de los bárbaros posiblemente fueron las dos cosas, pero lo que los romanos pronto tuvieron claro es que no se trataba de episodios puntuales, sino que se hallaban frente a un problema a largo plazo y de difícil solución. En los dos siglos siguientes llegarían a ser conscientes de la gravedad extrema que podía adquirir y la amplitud de sus consecuencias.


MIGRACIONES CONTINENTALES

Las relaciones entre germanos y romanos no cambiaron de pacíficas a bélicas de un día para otro. Fue un proceso largo y discontinuo en el que las relaciones amistosas se fueron alternando con las hostiles. Quizá paradójicamente los bárbaros fueron adquiriendo mayor presencia en algunas facetas de la realidad romana durante sus últimas décadas de existencia. Como afirma el historiador Patrick J. Geary, « ése era un mundo en el que los bárbaros y los romanos habían estado en estrecho contacto durante siglos. Los unos eran necesarios para los otros. Los romanos habían necesitado de los bárbaros durante el siglo anterior. Los necesitaban como esclavos, los necesitaban para su comercio y los necesitaban además como reclutas para sus tropas, porque el ejército romano estaba formado cada vez más por bárbaros» .



 Efectivamente, el decaimiento demográfico hizo necesario que miembros de tribus germanas aliadas del imperio suplieran a los soldados romanos, cada vez más escasos, en las legiones. Pero ¿quiénes eran los hunos? ¿Cómo intervinieron en este escenario de crisis? No eran un pueblo germano de los del centro y norte de Europa a los que estaban tan acostumbrados los romanos. Su origen se sitúa en las grandes estepas de Asia central, donde habitaban como un pueblo nómada, con una economía comunitaria de base ganadera. Como el resto de los pueblos esteparios asiáticos, desarrollaban una vida organizada en torno a la sumisión a un jefe tribal, sobre la necesidad de dominar grandes extensiones de terreno que servía de pasto para su ganado —de ahí la importancia fundamental del caballo en la vida colectiva— y una gran capacidad organizadora que en ocasiones les llevaba a federarse con otras tribus.



 Por razones desconocidas (se ha propuesto la posibilidad de cambios en el clima y un fuerte crecimiento de su población) y junto con sus primos lejanos, los llamados heftalitas o hunos blancos, comenzaron a moverse a grandes distancias en la segunda mitad del siglo IV. Los hunos empezaron a migrar hacia Occidente y los hunos blancos hacia el sur y sudeste. Los primeros supusieron una fuerte desestabilización para el mundo romano, los segundos lo fueron para las civilizaciones persa e india.


Hacia el año 375, los hunos cruzaron el río Don (en la actual Rusia) hacia Occidente y rápidamente chocaron con los ostrogodos, que se habían establecido en un amplio territorio al norte del Mar Negro en el siglo III. Derrotados éstos, emprendieron la huida hacia el oeste, presionando hostilmente a los pueblos germánicos asentados a lo largo de la frontera norte del Imperio romano. Estos pueblos fronterizos y a no se contentaban con hacer razias ocasionales en territorio romano, sino que por primera vez en muchos siglos comenzaron a presionar para asentarse en territorio del imperio. Michelle Salzman, catedrática de Cultura clásica de la Universidad de Boston, considera que los hunos « cuando llegaron de Asia empujaron a los ostrogodos, que a su vez empujaron a los visigodos, que presionaron sobre la frontera del Danubio y quisieron penetrar entonces en el Imperio romano. A esto se le ha llamado la primera lección de billar de la Historia de la que tenemos noticia. Y cuando chocaron contra los visigodos, quedaron aterrorizados por estos hunos que parecían tan distintos, actuaban tan distinto y vivían de un modo tan distinto al de los germanos, que eran los únicos bárbaros que los romanos habían conocido en sus fronteras durante siglos» .


Los germanos occidentales habían logrado cierto grado de sedentarización a lo largo de la frontera romana y los orientales tenían también cierto desarrollo social y político y a que habían recibido influencia griega y romana a través de las rutas comerciales que desde el Mar Negro ascendían hasta el Báltico. Pero los hunos eran algo completamente ajeno incluso para los germanos. Eran un pueblo asiático nómada y de costumbres salvajes que causaron gran impacto no sólo entre los romanos, sino también entre los bárbaros vecinos del imperio. Como afirma la profesora Salzman, « parecían bárbaros incluso a los bárbaros, a los bárbaros germanos.


 Los hunos ni siquiera cocinaban su carne, cosa que los germanos sí hacían. Según los romanos, vivían a caballo, dormían a caballo, hacían el amor en carretas y no tenían casas, no vestían ropa limpia. Eran absolutamente distintos y aterradores. No se podía confiar en ellos, eran traicioneros… al menos ésa es la mitología sobre ellos» . La base de este pánico estaba en la irrupción violenta que habían protagonizado, pero también en el hecho de su radical diferencia. Eran algo absolutamente desconocido en siglos y el miedo que producían no sólo procedía de su actitud más o menos violenta, sino de esta diferencia cultural absoluta.


El problema fue, además, que no se contentaron con permanecer donde habían expulsado a los ostrogodos, sino que continuaron avanzando hacia Occidente, y a finales del siglo IV quedaron instalados en la llanura del Danubio, que los romanos llamaban Panonia, en la actual Hungría. Allí encontraron un campo fértil para desarrollar su cultura nómada en un terreno favorable para su economía ganadera y sus desplazamientos a caballo, muy cerca de la frontera del Imperio romano… quizá demasiado.


LA EDUCACIÓN DE UN DEMONIO

Para entonces el imperio había recibido de lleno el impacto de la huida de los germanos ante el avance de los hunos. Los ostrogodos, después de haber sucumbido ante el pueblo asiático, habían avanzado hacia Tracia (en la península Balcánica), zona tradicionalmente ocupada por los visigodos. Éstos fueron los primeros en romper las fronteras imperiales para asentarse en territorio romano, hecho que el emperador Valente no tuvo más remedio que tolerar.


 Pero pronto los visigodos se sintieron coaccionados y humillados por las autoridades romanas y se rebelaron. En el año 378 se enfrentaron los visigodos y los romanos en Adrianópolis y aquéllos acabaron con la otrora invencible infantería romana. Era su primera derrota en muchas décadas, y a que no pudieron hacer frente a la caballería de los pueblos bárbaros, que desarrollaban una táctica militar completamente nueva para ellos. Atila se encargaría setenta años más tarde de explotar esta ventaja al máximo.


El final del siglo IV estuvo dominado por la figura del último gran emperador romano, Teodosio I, de origen hispano, pues era oriundo de la ciudad romana de Cauca (actual Coca, en la provincia de Segovia). Fue capaz de combinar sabiamente la negociación y las hostilidades con los bárbaros para mantenerlos a raya, aunque debió aceptar el asentamiento de los visigodos en territorio romano, con los que firmó un pacto en el año 382 por el que quedaban instalados como aliados y soldados al servicio de Roma. Sin embargo la amenaza no había desaparecido. La creciente preocupación por el problema bárbaro en las fronteras, junto al surgimiento de usurpadores del título imperial en la Galia, hizo que Teodosio trasladase la capital del imperio de Roma a Milán en el año 389. 


Teodosio I fue el último emperador que logró tener bajo su autoridad todo el territorio del Imperio romano, que se había vuelto demasiado vasto y problemático como para que fuese gobernado por un solo hombre. Esto le llevó a decidir la institucionalización de lo que de hecho era una tradición desde hacía varias décadas: el gobierno por separado de las dos partes esenciales del imperio. A su muerte en el año 395 dividió el imperio, dejando el Imperio romano de Oriente a su primogénito Arcadio, de dieciocho años, y el Imperio romano de Occidente a su hijo menor, Honorio, apenas un niño de diez años. El primero tendría su capital en Constantinopla y el segundo la tendría teóricamente en Roma (pero permanecería en Milán hasta que en el año 402 Honorio decidió trasladarla a Rávena).


Este momento de extrema delicadeza coincidió con el del asentamiento de los hunos en Panonia, que se iban a aprovechar en las décadas siguientes de la debilidad de los sucesores de Teodosio I. Muy posiblemente coincidió también con el del nacimiento de Atila, cuya fecha se desconoce, pero que la mayoría de historiadores suelen situarla en torno al cambio de siglo por considerarla la más probable. Era hijo del rey Mundzuk, que había liderado el viaje de su pueblo hasta Europa central. Se sabe que su padre murió poco después de su nacimiento, y que fue sustituido como jefe tribal por su hermano Ruga (también conocido por los nombres de Rua o Rugila).


 Él sería el encargado de la primera educación de Atila y de su hermano Bleda. Aunque no se tiene constancia de cómo era la educación de un caudillo tribal, ésta debería ser la básica y necesaria para su integración en todas las actividades que permitían la subsistencia de la comunidad nómada y en la que las costumbres guerreras ocuparían un puesto privilegiado. Sin embargo, la vecindad con los romanos también pudo influir en la educación del joven hijo de Mundzuk. 



Es muy probable que en estos primeros años de vida cerca de las fronteras del Imperio romano los hunos se amoldasen bien, después de un primer choque bélico, a la convivencia con los germanos e incluso con los romanos. Como el resto de los pueblos esteparios asiáticos, los hunos no tenían un sentimiento de comunidad basado en la etnia, sino que se basaba en la colaboración de cada uno de sus miembros para la supervivencia del grupo. Así, como afirma el profesor Geary, « aunque el liderazgo huno provino inicialmente de Asia central, la confederación de los hunos, al igual que la mayoría de estos pueblos bárbaros, no se componía de un único grupo étnico. Estaba formado por una gran variedad tanto de bárbaros como de romanos.


 El imperio de los hunos era un “empleador en igualdad de oportunidades”. Cualquiera que luchase con los hunos y apoyase su liderazgo podía ser uno de ellos» . Esto no era algo nuevo, ya que las fronteras del imperio habían sido permeables durante siglos y no era extraño que romanos de las provincias limítrofes se integrasen en comunidades bárbaras en tiempos de paz, mecanismo que también había funcionado a la inversa, viviendo pequeños grupos familiares de germanos en territorio imperial.


Es más, hay constancia de la integración de los hunos en las costumbres de los pueblos vecinos del imperio. Consta que a comienzos del siglo V los romanos y los hunos practicaban la antigua costumbre del intercambio de rehenes como garantía del mantenimiento de la paz entre ambos pueblos. Esta costumbre antiquísima consistía en que un príncipe o destacado miembro de una tribu fronteriza con el imperio era enviado a Roma como rehén, mientras que un hijo de una importante familia romana era enviado a la comunidad bárbara en contraprestación. A los rehenes se les educaba y criaba como si fueran un miembro más de las familias que habían entregado al rehén contrario. Hay constancia de que Aecio, el que después sería el más poderoso de los generales del Imperio romano de Occidente, fue enviado como rehén a los hunos para que lo educasen en sus costumbres. 


Varios historiadores sostienen que los hunos enviaron en contrapartida a Atila, que habría permanecido durante varios años de su infancia cerca de la corte imperial romana. La profesora Salzman destaca que « el intercambio de rehenes había sido durante siglos el medio por el que una cultura aprendía sobre otra. Los romanos y los hunos intercambiaron rehenes, ése fue el modo en que Aecio aprendió la lengua de los hunos y sus técnicas de campaña. 



De un modo similar, ése fue el modo en que Atila aprendió las técnicas militares romanas. Era algo así como una escuela de especialización para líderes militares y diplomáticos» . No han llegado hasta nosotros noticias sobre cómo fue la estancia de Atila entre los romanos, pero viviera lo que viviese con ellos, no le produjo una impresión lo suficientemente favorable como para que en el futuro le pesase a la hora de mostrarse indulgente con sus antiguos anfitriones.


JUVENTUD DE UN CAUDILLO GUERRERO

En el año 433 falleció el rey de los hunos, Ruga, al que sucedieron simultáneamente sus dos sobrinos, Atila y Bleda. Ambos compartieron la jefatura hasta la muerte de este último en el 445, momento a partir del cual Atila quedó como rey único de los hunos. Pero y a antes, desde el momento mismo de su ascenso, fue Atila quien tuvo la voz dominante sobre cómo había que regir a los hunos y hacia dónde debían encaminarse en el futuro. 


Tenía un objetivo muy claro. Pronto desplegó una energía inagotable dirigida a reforzar la unidad del conglomerado tribal que componía su pueblo y a mejorar su capacidad militar. Puso de nuevo en marcha la maquinaria de guerra del pueblo de las estepas y el destino hacia el que dirigir la ofensiva era ahora el Imperio romano. Comenzó desde entonces a realizar campañas anuales de hostigamiento contra el Imperio de Oriente, donde su titular Teodosio II (hijo de Arcadio) se mostró impotente para repelerle.


 En opinión de la profesora Salzman, los hunos « bajo Atila fueron unificados y fue con su liderazgo y el de su hermano cuando comenzaron a saquear el Imperio de Oriente. Los emperadores de Oriente no podían vencerles en el campo de batalla, así que optaron por pagarles las cantidades que les reclamaban. Cuando los emperadores de Oriente se negaron a pagar más fueron contra Occidente. Básicamente querían que se les pagase, querían oro» . Después de la primera envestida, Teodosio II se avino a pactar la paz con los hunos en el año 435, aunque duró muy poco. Éstos pronto hallaron una excusa para adentrarse de nuevo en territorio romano y conseguir que el emperador pagase de nuevo a cambio de la calma en su territorio. 


Las campañas guerreras de los hunos estaban dirigidas al pillaje y a la obtención de rescates y regalos con los que el emperador de Oriente compraba la paz. Atila no lograba sólo enriquecerse, sino que reforzaba su liderazgo repartiendo entre su clientela tribal el botín y el dinero obtenidos. Como dice de nuevo la profesora Salzman, « Atila era un jefe tribal que gobernaba gracias a que era el más poderoso y a que era capaz de distribuir bienes entre sus seguidores.



 Si no conseguía más oro o botín quedarían insatisfechos y le abandonarían para ir a otro lugar» . Esto significa que la riqueza obtenida de los romanos se convirtió en una formidable fuerza para conseguir que su autoridad aumentase entre los hunos, que se sentían cada vez más poderosos y unidos al ver cómo sólo con su amenaza hacían temblar al Imperio de Oriente.


Durante estos años el emperador se dedicó a enviar embajadas al campamento de los hunos para que ofreciesen auténticos tesoros a Atila —bajo la forma diplomática de « regalos» — a cambio de arrancarle promesas de una paz que solía durar poco. Gracias a una de estas embajadas conservamos el único testimonio de un contemporáneo sobre los hunos. Con una de estas embajadas acudió el historiador grecorromano Prisco, que estuvo durante unas semanas en el campamento base de los hunos y llegó a entrevistarse con el propio Atila. 


Ciertamente la imagen que proporciona dista mucho de la que ha llegado hasta nuestros días. Prisco habla de unas gentes de costumbres no tan rudas, cuyo campamento era una auténtica ciudad de madera, y de Atila, que vivía en una morada fastuosa y del que afirmó que tenía un gran sentido de la política. Esta impresión se ve corroborada por cómo fue capaz de manejar al emperador Teodosio II para que satisficiese sus constantes demandas de mayores riquezas. Atila se convirtió con el paso de los años y de las campañas contra el Imperio de Oriente en un auténtico maestro de la extorsión y la diplomacia.


Si bien es cierto que la visión de Prisco es muy atractiva, tampoco se puede tomar al pie de la letra por el hecho de ser la única fuente de época que ha sobrevivido y que no se vio contaminada por los prejuicios que en ese momento había hacia los bárbaros en el mundo romano. La opinión de los historiadores, como señala la profesora Salzman, es que « Prisco es la única fuente contemporánea que tenemos sobre Atila. Pero incluso Prisco, al que se ha tomado por un historiador muy astuto, era a fin de cuentas griego y aristócrata, y ésa fue la perspectiva desde la que analizó a Atila.


 ¿Así fue realmente Atila o era un intento de Prisco para presentarle desde una perspectiva determinada? El conflicto entre el mito y lo que hoy conocemos como Historia es algo que no podemos separar realmente en el mundo antiguo y sus fuentes. Su idea de la Historia era muy distinta. La Historia eran las historias, y los buenos relatos eran aceptados como Historia. No había nada de hechos objetivos y ciencia pura tal y como hoy concebimos la Historia. Así que Prisco presenta problemas de interpretación, aunque desde luego es mejor que nada» .


Quizá una muestra de las contradicciones de Prisco es el hecho de que la imagen algo más civilizada que pinta de los hunos choque con su propio testimonio sobre su forma de proceder en la guerra. Para Salzman: « Prisco nos transmite un relato maravilloso sobre la ciudad de Nissus [o Naissus, que se corresponde con la actual Niš, en Serbia]. Unos embajadores romanos pasaron por ella camino de su destino. Directamente no pudieron aproximarse por el hedor que producían los cuerpos humanos descomponiéndose. 


Cuando intentaron acampar en el margen del río tampoco pudieron porque no había espacio disponible. La rivera estaba completamente ocupada por huesos humanos. Éste era el tipo de devastación que Atila utilizaba para lograr que las ciudades se rindiesen, y aquellos que no lo hacían eran aniquilados, como Nissus» . De lo que no cabe duda es de que el texto ilustra a la perfección el ambiente que habían generado las incursiones de los hunos en el Imperio de Oriente. Pero ¿cuánto tiempo podría durar esa situación? ¿Podría el emperador Teodosio II desactivar el peligro huno? Pronto iba a quedar claro que más fácil que enfrentarse a los hunos era distraer su atención hacia algún otro objetivo.


CAMBIO DE ESTRATEGIA: EL GIRO HACIA OCCIDENTE

Efectivamente, las embajadas del emperador de Oriente plantearon la posibilidad de que Atila probase fortuna en el Imperio de Occidente. No se trataba de una táctica nueva para la diplomacia de Constantinopla y a que a principios de siglo la había ensayado con éxito rotundo con los visigodos. Éstos, tras el pacto de amistad en el año 382, se habían instalado en la región del Ilírico (al oeste de la península Balcánica), pero descontentos por su situación se sublevaron de nuevo en la primera década del siglo V.

 Llegaron a amenazar militarmente Constantinopla, pero a base de oro y de habilidades diplomáticas fueron desviados hacia el Imperio de Occidente. Durante toda la primera década del siglo asolaron el norte de la península Itálica, y aunque inicialmente fueron detenidos por el general Estilicón, tras la muerte de éste en 408 no encontraron ya freno a sus correrías. En agosto del año 410 incendiaron y saquearon Roma durante tres días en un episodio que sacudió las conciencias de toda la romanidad civilizada y, tras continuar por el sur de Italia, acabaron estableciéndose en la Galia occidental.


Pero no resultó fácil que Atila se dejase convencer para cambiar de estrategia. Era consciente de la mayor riqueza del Imperio de Oriente y de la situación de debilidad que vivía el de Occidente, que posiblemente resultaría mucho menos rentable. Una inesperada propuesta de matrimonio fue la tentación perfecta que acabó por decidirle. En la primavera del año 450 recibió una misiva que no llegaba desde Constantinopla, sino desde Rávena. 


La remitente era Honoria, hermana del emperador Valentiniano III (sucesor de Honorio desde el año 425). Ésta había sido obligada a casarse por orden de su hermano menor el emperador con un senador que le era leal después de que la hubieran sorprendido manteniendo relaciones con uno de sus asistentes de palacio. Como se negaba a aceptar resignadamente su nueva situación, hizo llegar a Atila una carta, de manos de su leal criado Jacinto, en la que le solicitaba ayuda, le enviaba cierta cantidad de oro y su anillo como muestra de autenticidad del mensaje. 


Atila lo tomó como una propuesta de matrimonio, dando al hecho unas consecuencias impredecibles. Los historiadores han sido tradicionalmente muy duros a la hora de valorar la iniciativa de Honoria y a que consideran que se comportó de forma irreflexiva y puso en peligro a todo el Imperio de Occidente. Pero su actitud también puede verse desde otro prisma. Según la profesora Salzman, « el papel de Honoria es muy interesante. Ella es vista como un peón en cierta medida. Ése fue el modo en que las mujeres funcionaron en el mundo antiguo. Se las casaba, se las mataba, se les mutilaba. Se cimentaban alianzas usando a las mujeres. 


Lo que Honoria hacía ofreciéndose a Atila en matrimonio era seguir el patrón tradicional del papel de las mujeres. El papel que podría desempeñar una mujer de la familia imperial haciendo una alianza con un rey extranjero era el de validar su posición en el mundo romano y convertirse en importante por sí misma» . Así que es posible que Honoria actuase por rebeldía o por el deseo de obtener un mayor peso político dentro del imperio y en contraposición al de su hermano, el emperador Valentiniano.


Atila envió una embajada a Rávena exigiendo la liberación de Honoria para que se casase con él. Además, solicitaba la mitad del territorio del Imperio de Occidente como dote. Las aspiraciones del rey de los hunos fueron rechazadas. Al año siguiente los hunos cruzaban el Rin y comenzaban la invasión de la Galia. Los resultados de los primeros enfrentamientos entre el ejército romano y los hunos fueron desastrosos para el primero. 


Según el profesor Geary, « la gran fuerza que posibilitó el éxito militar de los hunos fue su habilidad para moverse en las estepas, las llanuras onduladas de Europa oriental y Asia central. Eran jinetes fantásticos, prácticamente nacían y crecían a caballo. Pudieron usar las estepas como más tarde hicieron los árabes con el desierto y como hicieron los británicos en los océanos durante los siglos XVIII y XIX. Podían viajar a grandes distancias, salir de la nada, golpear duramente y desaparecer de nuevo entre las praderas» . Aunque la Galia no era el territorio de las estepas asiáticas, pudieron adaptar con relativa facilidad sus técnicas ofensivas en un avance rápido. Saquearon la ciudad de Metz y se adentraron en el territorio hasta Orleans, ciudad a la que pusieron sitio.


La aplicación de estas tácticas en las zonas abiertas de Europa occidental eran algo a lo que los romanos no estaban habituados y el equilibrio de fuerzas se inclinó de forma irremediable a favor de los bárbaros. Ponían además en juego tácticas de una movilidad sorprendente frente a la pesada infantería romana. Como señala Claudia Rapp, profesora de la Universidad de California-Los Ángeles, « usaban la técnica del ataque y retirada aparente. Así podían atacar, aparentar que se retiraban para que el enemigo les persiguiese, y entonces dar la vuelta contra el enemigo, justo en el momento en que menos lo esperaba y cuando su desorden les permitía vencerle con facilidad» .


De nuevo el pánico hacía presa en el ejército y la población. La desolación que en la década anterior había acaudillado Atila en la península Balcánica se extendía sin control ahora por la Galia, que y a venía siendo azotada por los germanos desde comienzos de siglo. Franz H. Bäuml, catedrático emérito de Historia medieval de la Universidad de California-Los Ángeles, comenta al respecto que « una y otra vez aparece la imagen en los cronistas de los hunos a caballo cargando, de masas de jinetes que parecían pegados a sus monturas. Parece que ésta fue una experiencia aterradora para los ejércitos imperiales. Una experiencia que por supuesto no habían tenido anteriormente» .


 Además, fue éste el momento en que comenzó a desarrollarse una campaña que caracterizó a los hunos —más en concreto a Atila— como el mal supremo, casi como un azote divino que venía a castigar a los romanos. El mismo Bäuml considera que Atila « fue caracterizado como un peligro. Sirvió para un propósito muy concreto en la sociedad romana y cristiana: cualquier cosa que fuese considerada como innecesariamente destructiva o como malvada se la equiparaba a Atila» . En un momento en el que el poder político pasaba por horas críticas, nunca estaba de más el eliminar cualquier atisbo de expresión de descontento interno, y los hunos venían muy a propósito para ello.


Ese mismo poder no se quedó quieto ante la agresión de Atila. Entonces se recurrió al más brillante militar del que disponía el imperio, el general Flavio Aecio. El mismo que había sido enviado como rehén a los hunos durante su niñez era ahora la mayor esperanza para derrotarlos. Aecio recurrió a una táctica ingeniosa para plantar cara. 


Decidió combatir la superioridad de la caballería huna con el otro pueblo bárbaro que había demostrado gran capacidad militar contra las legiones imperiales en el pasado reciente. Así, se alió con los visigodos y acudió al encuentro de Atila, con el que se midió en la batalla de los Campos Cataláunicos, en las cercanías de la actual Troyes. Aprovechando que el terreno no era demasiado propicio a la caballería huna, las tropas romano-godas de Aecio lograron vencer de una forma contundente. 


El profesor Geary señala: « Allí, en un área más boscosa, lejos de las zonas en las que podía mantener suficientes caballos como para sostener su avance, tuvieron terribles problemas. En el momento en que se encontraron con el ejército romano-godo bajo el mando del general romano Aecio eran más un ejército de infantería que de caballería, y el resultado fue desastroso para ellos» . A Atila no le quedó más remedio que retirarse a Panonia y lamerse las heridas durante el invierno, meses que aprovechó para preparar la nueva ofensiva.


En el año 452 el objetivo elegido fue Italia. Las autoridades romanas, embriagadas con el éxito del año anterior, se confiaron en que la respuesta del bárbaro tardaría más en llegar. Atila entró por el norte tomando y saqueando Aquilea, Milán y Pavía. Ante la inexistencia de oposición se dirigió rápidamente al sur, y marchó directamente sobre Roma como antes lo habían hecho los visigodos. 


La capital espiritual del imperio se preparaba de nuevo para el asalto. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, 


Valentiniano III abandonó Rávena y se refugió en Roma, donde reunió al Senado y decidió enviar una embajada compuesta por tres integrantes para que negociase la salvación de la ciudad con el rey de los hunos. 


La embajada estuvo dirigida por el papa León I y, ante la sorpresa y alivio generalizados, logró que Atila se retirase. Se desconocen por completo los términos de la reunión, que la Iglesia católica se encargó de publicitar como una intervención divina auspiciada por el Papa para lograr la salvación de la ciudad. 


La realidad seguramente fue más compleja. Por un lado, la embajada llevaba una oferta del emperador quizá consistente en la promesa del pago de un tributo anual e incluso es posible que con la concesión de la mano de Honoria. 


Por otro lado, Atila tenía buenos motivos para no seguir con la campaña de Italia. Su ejército por entonces estaba sufriendo los rigores del hambre y de una epidemia de peste, y el resultado del pillaje y el saqueo era ya demasiado elevado como para arriesgarlo codiciosamente avanzando hacia el sur y sobrecargando los carros que debían transportarlo más allá del Danubio. 


Como afirma el profesor Geary, « en el momento en que Atila se entrevistó con el papa León I a las puertas de Roma su ejército estaba padeciendo una epidemia de peste. El terreno de Italia no era adecuado para el tipo de tácticas a caballo al que estaba habituado. 


Tenía graves problemas y su decisión de aceptar cualquier compensación que le propusiese el Papa y abandonar Italia parecía responder a una intención de salvar la cara al tiempo que retiraba a su ejército de la península Itálica» . No por ello la victoria sobre los romanos de Occidente dejaba de ser más rotunda y las expectativas para saquear durante los años siguientes, muy favorables.

Pero no hubo años siguientes. Inesperadamente Atila murió en el año 453, antes de poder caer de nuevo sobre Italia. La tradición no confirmada sostiene que murió tras la celebración de la boda con una de sus mujeres, al parecer ahogado como resultado de una hemorragia nasal mientras dormía. Tras su muerte la misma tradición afirma que fue enterrado en el lecho del río Tisza (en la actual Hungría). 



Los hunos trabajaron durante días levantando diques que contuviesen el lecho del río, en medio del cual se enterró al rey de los hunos con un formidable ajuar funerario. Una vez terminado el entierro y las celebraciones consiguientes se habrían roto los diques para que el río regresase a su cauce y la tumba de Atila nunca pudiese ser perturbada.


Con el entierro de Atila se terminó prácticamente el poder de los hunos. Atila tuvo descendencia, pero sus hijos y sucesores no fueron capaces ni de mantener la unidad del grupo tribal ni de mantener unida su fuerza para continuar aterrorizando y extorsionando a los Imperios romanos de Oriente y Occidente, dedicación que se había vuelto su principal fuente de riqueza en las décadas anteriores. Según el criterio de la profesora Salzman, « después de la muerte de Atila el imperio [de los hunos] desapareció al poco tiempo. 


No era un imperio construido sobre la administración o el buen gobierno, al modo del romano, o incluso sobre la protección frente a otros bárbaros. Era un imperio construido sobre el pillaje para la satisfacción de los líderes tribales y no hubo una persona capaz de ganarse la buena voluntad de sus seguidores. Desde luego no lo fueron sus hijos, que enseguida se pelearon y se dividieron entre ellos el imperio» . Ése fue el modo en que desapareció el principal pueblo asiático que había puesto patas arriba toda la geopolítica del mundo antiguo en el siglo V.


Aunque la desintegración de los hunos fue un alivio para los romanos, es posible que su desaparición no les beneficiase a largo plazo. El profesor Bäuml, al referirse a la desaparición de Atila, destaca que « el efecto de su muerte sobre el Imperio romano fue también desastroso porque su presencia garantizaba cierto grado de orden en las fronteras del imperio. Los romanos pagaban un tributo a Atila porque obtenían algo a cambio que, fuera lo que fuese, merecía la pena» 


. En este sentido, la presencia de los hunos en Panonia habría tenido la virtud de ejercer de tapón o elemento disuasorio para que otros grupos tribales procedentes del norte y del este avanzasen hacia la frontera romana. Pero una vez desaparecidos los hunos, las migraciones hacia Occidente continuaron y los bárbaros siguieron penetrando en un imperio que sobrevivió muy poco tiempo a Atila. 


Si éste murió en el año 453, sólo veintitrés años más tarde, Odoacro, rey de los hérulos —uno de esos pueblos que penetraron en territorio romano tras la desaparición de los hunos— depuso a Rómulo Augústulo, último emperador de Occidente. Reunió al Senado y junto con él decidió enviar a Constantinopla las insignias imperiales, lo que formalmente significaba que el imperio quedaba reunificado. Pero ya nadie se engañaba. Los bárbaros se habían asentado a todo lo largo del territorio romano occidental y habían fundado sus propios reinos en lo que una vez fue solar del dominio romano.


Quizá resida ahí el atractivo de Atila y de todos los pueblos que desde el siglo III establecieron contacto con el mundo romano. Como ha señalado la profesora Rapp, « los estudiosos se han acostumbrado a ver movimientos en la Historia en términos de conflicto entre Oriente y Occidente, donde un pueblo bárbaro oriental amenaza la civilización occidental. Considero que ésa es parte de la razón de la fascinación hacia Atila de los siglos posteriores hasta el presente» .



 Porque la imagen que nos legaron los romanos de Atila y, por extensión, del resto de los pueblos que llamaban « bárbaros» no se correspondía con una realidad demasiado dura para ellos, en la que una potencia en franca decadencia no fue capaz de detener el ascenso de unos pueblos que quizá no poseían su desarrollo cultural, pero que fueron capaces de instalarse en lo que un día fue su imperio y dotar de sangre nueva y nuevas energías a una sociedad en declive.

( Argumentos del "Canal televisivo Historia" )



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