domingo, 22 de marzo de 2020

SOLÓN EL ATENIENSE



El Ática es —como lo era también hace tres mil años— una de las más pequeñas y más pobres  regiones de Grecia. Toda ella son colinas  pedregosas, como el Carso, sólo tiene bueno el aire, terso y luminoso. Pero en aquellos tiempos también el aire estaba enfermo de paludismo. De suerte que sus únicos atractivos eran los puertos naturales, adecuados para el comercio. Nacieron de ellos en cada ensenada por iniciativa de aquel pueblo pelasgo, típicamente mediterráneo, con el que se mezclaron, tras la caída de Micenas, los aqueos jónicos huyendo del Peloponeso y Beocia, ante los invasores dorios, que el  Ática  siempre odió y rechazó.

 

Según la tradición, fue el rey Teseo quien, veterano superviviente de la empresa del Minotuaro, unificó aquellos poblados dispersos en una sola ciudad,  Atenas, que por esto tuvo un nombre plural y cada año celebraba fiestas en honor de la diosa Sinacia (que quiere decir literalmente «unión de las casas»). La ciudad empezó a desarrollarse a una decena de kilómetros del mar de El Pireo, entre las colinas de Himeto y del Pentélico y a la sombra de la acrópolis fundada por los aqueos de Micenas, donde los habitantes podían hallar refugio  en  caso  de  ataque.  Del  de los dorios la salvó otro rey, Codro, inmolándose.

 

Muerto éste, y disipado de momento el peligro, los atenienses dijeron que no había disponible  otro hombre de tales cualidades que pudiera sustituirle, abolieron la monarquía y proclamaron la república, entiesando el poder a un presidente, que se llamó arconte. elegido de por vida. Luego encontraron demasiado largo este plazo y lo redujeron a diez años, para finalmente dividir las atribuciones entre nueve arcontes elegidos por un año. Había el arconte basileo que tenía las funciones de papa, el polemarca que era el coman- dante en jefe del Ejército, el  epónimo  que redactaba  el calendario y daba el nombre al año, etc.

 

Esta Constitución  correspondía  a  la  estructura  de la sociedad, dominada por una aristocracia  hereditaria, la de los eupátridas, que quiere decir «bien nacidos», o patricios. Éstos tenían el  monopolio del poder  y lo ejercían sobre una población dividida en tres  rangos o clases: los que por el hecho de poseer un caballo se llamaban  hippes  o  caballeros,  como  tales se alistaban en el Ejército y correspondían a la alta burguesía; los que poseían un par de bueyes y con sus carros formaban las tropas acorazadas blindadas y los asalariados que no tenían nada y en la guerra constituían la infantería. Ciudadanos lo eran tan sólo los pertenecientes a los dos primeros rangos, como también sucedía en la antigua Roma, donde por populus se entendía solamente patricios y caballeros. El  sistema feudal produjo sus deletéreas consecuencias, restringiendo cada vez más la riqueza en manos de pocos privilegiados y haciendo  cada  vez  más  desesperada una plebe día  a  día  más  numerosa.  En  el  siglo  VII, el arconte tesmotetes, o sea legislador, Dracón, intentó poner remedio a ello con leyes que hicieron de  su nombre un sinónimo de «severidad». Pero Dracón fue draconiano solamente por los castigos con que conminaba a los transgresores. Pues en  cuanto  al  resto, sus leyes  no  cambiaban  nada;  al  revés,  petrificaban  el orden existente, basado sobre  injusticias,  y  dejaban el poder en manos del areópago, o sea el Senado, compuesto sólo de eupátridas.

 

Eupátrida era el mismo Solón,  y  hasta  de  sangre real porque descendía de Codro, quien a su vez  se  decía que era descendiente del dios  Poseidón.  De  joven fue tan sólo un hijo de familia; en vez de trabajar se divertía escribiendo poesías —que por lo demás debían de ser más bien malas— y pasaba el tiempo entre jovenzuelos y chicas de costumbres fáciles, enamorándose imparcialmente de unos y de otras. Pero a un momento dado papá cesó de darle cuartos porque había perdido los suyos en negocios arriesgados. Y entonces Solón sentó cabeza de pronto, enderezó  la desfalleciente hacienda y en pocos años consiguió un gran patrimonio y una sólida reputación de sagacidad y  honradez. Estaba al margen de la política. Tanto, que habiendo estallado en aquel período una revolución, no quiso participar en ella ni a favor ni en contra del Gobierno. Acaso porque hubiera tenido que elegir entre una traición a su clase y una complicidad con su poderío.

 

Esto no impidió a la clase media  de  Atenas  designarle candidato a una elección de arconte epónimo. Habiéndole conocido en los  negocios,  aquellos  artesanos y comerciantes le estimaban  y  veían  en  él  al único eupátrida que  pudiese  arrancar  el  consentimiento del Areópago para las necesarias reformas sociales. Solón, que tenía entonces cuarenta y cinco años, fue elegido, abolió la esclavitud libertando a  los  que  habían caído  en  ella  por  deudas,  que  fueron  canceladas, y devaluó la moneda, cuya unidad se llamaba dracma, a fin de facilitar los pagos de aquéllos incluso en el futuro.

 

Era una auténtica revolución que hacía perder un montón de dinero a los acreedores, todos ellos de las clases  altas  y   conservadoras.   Solamente   Plutarco, al contar la  historia aquélla  muchos  años  después, dijo con su habitual candor que, desvalorizando la moneda, Solón había favorecido a los deudores sin perjudicar a los  acreedores  porque  éstos  recibían, en el fondo la misma cantidad de dracmas que habían prestado. Lo que nos demuestra cuánto entendía de economía el ilustre historiador.

 

Pero la gran revolución de Solón fue  la  de  subdividir la población según el censo. Todos los ciudadanos eran libres y sujetos a las mismas leyes. Pero sus derechos políticos variaban según los impuestos que cada  uno  pagase.  Era  el  fisco,  no  ya  los  blasones, lo que les graduaba, y esto era progresivo como  lo es hoy en todos los países civilizados. Quien más contribuía al erario, más años había de servir en el Ejército, y más altos puestos  de  mando  le  incumbían  en la paz y en la guerra. O sea, que  el  privilegio  era medido con el metro del servicio  que  cada  cual  rendía a la colectividad.

 

Dividida así en cuatro clases de  ciudadanos, Atenas  se convirtió en  una  democracia  que  sirvió  de  modelo a todas las demás ciudades. De la primera clase se extraían los miembros del Areópago  y  los  arcontes, que  eran elegidos,  empero, por la asamblea en  la que  se reunían todos los ciudadanos. Ésta podía someter a expediente a cualquier funcionario y ejercía  de  tribunal de casación para todos los veredictos de los tribunales inferiores, que a su vez eran emitidos por jurados elegidos entre seis mil ciudadanos de buena conducta procedentes de todas las clases.

 

Pero Solón reformó también el código moral, calificando el ocio de crimen y condenando  a  la  pérdida de la ciudadanía a quienes en las revoluciones permanecían neutrales, como él mismo hiciera muchos años antes. Algunos se sorprendieron de  que  legalizase la prostitución. Él contestó que la virtud  consistía, no  en  abolir  el  pecado,  sino  en  mantenerlo  en  su sede; prescribió una ligera multa para  quien  seducía  a  la  mujer  ajena,  y  se  negó  a  infligir  penas  a los célibes; «Pues —dijo—,  todo  sumado, una esposa es un buen fastidio.»

 

En estos detalles está todo el carácter del  hombre que amaba la justicia, pero sin acritudes  moralizadoras y con mucha indulgencia para las debilidades de sus semejantes.  A  diferencia  de  Licurgo  en  Esparta  y de Numa en Roma, no pretendió en absoluto haber recibido de Dios el texto de aquellas leyes, y aceptó todas las críticas que le fueron dirigidas. Cuando Anacarsis, que aunque amigo suyo le asaeteaba con sus sarcasmos, le preguntó si las consideraba como las mejores en sentido absoluto, Solón contestó: «No, solamente las mejores en sentido ateniense.»

 

Su fuerza de persuasión y su capacidad diplomática debieron de ser inmensas para permitirle imponer,  aquel código hasta a quienes lesionaba sus intereses y para mantenerse en el cargo veintidós años, consecutivos. Pero cuando le  ofrecieron  quedárselo  de  por vida y con plenos poderes, declinó: «Pues —dijo— la dictadura es uno de esos sillones de  los  que no se logra bajar vivo.» Retiróse a los sesenta y cinco años, en 572. «Ya es hora —dijo—, que  me ponga  a  estudiar algo.» Y habiendo recabado a sus  conciudadanos la  promesa de que no cambiarían de  leyes  durante  diez  años, partió para Oriente. Heródoto y Plutarco cuentan que en Lidia fue invitado por Creso, quien le preguntó si le consideraba entre los hombres felices. Solón le contestó; «Nosotros los griegos. Majestad, hemos recibido de Dios una sabiduría demasiado casera y limitada para poder prever qué ocurrirá  mañana y proclamar feliz a un hombre todavía empeñado en su batalla.»

 

El rey diplomático permanecía tal  frente  al  rey.  Pero eso no quita que fuese sincero cuando hablaba de «sabiduría casera y limitada» e identificaba el genio griego, o por lo  menos  el  ateniense, en  la  conciencia de estos límites. Toda su vida demuestra  que  él  la  tuvo clarísima, y a esto  se  debe su  éxito personal y el de su reforma, de la cual  cinco  siglos  después  Cicerón pudo comprobar la supervivencia en  aquella ciudad decadente, donde la democracia había degenerado en una continua reyerta.  Cuando  le  preguntaron  en qué consistía, según él el orden, respondió: «En  el hecho de  que  el  pueblo  obedezca  a  los  gobernantes, y que los gobernantes obedezcan a las leyes.»

 

Volvió a la patria viejísimo, después de haber aprendido un montón de cosas, de entre las cuales  la que más le había impresionado era la historia, que le contaran en Heliópolis, de la Atlántida, el continente sumergido. No hacía sino volverla a contar a todos casi como una monomanía, como a menudo les sucede a los ancianos, y sus conciudadanos, un poco aburridos, se sonreían. Nos agrada pensar que fuese un poco chocho cuando comenzaron las agitaciones, el pueblo dejó de obedecer a los gobernantes y los gobernantes dejaron de obedecer a las leyes. De lo contrario él hubiera debido deducir que  las  leyes  sirven  de  poco, o sea reconocer la inutilidad de su obra.

 

Solón fue inscrito por sus  contemporáneos  en  la lista de los Siete Sabios, que era un poco el Premio Nobel de la época, pero mucho más serio. Y si se le quisiese atribuir un lema, habría que  elegir aquel  que él mismo hizo grabar en el frontón del templo de Apolo: meden agan, que quiere decir: «sin excesos».

( Indro Montanelli )


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