jueves, 26 de marzo de 2020

MILCÍADES, ARÍSTIDES, LEÓNIDAS Y TEMÍSTOCLES CONTRA LOS INVASORES PERSAS

MILCÍADES

El destino de Grecia, que  muy poco  después  había de desaparecer como nación por el hecho de no haber logrado serlo, fue preanunciado  por  el  espectáculo  que ofreció en aquel año -490 antes de Jesucristo, cuando seiscientas naves y doscientos  mil  soldados persas se asomaron a sus puertas. Los Estados septentrionales se  rindieron  cada  uno  por  su  cuenta;  Eubea se sometió; Esparta pidió consejo a los dioses, que le dieron el de evitar los «líos». Total: que al lado de Atenas sólo formó la pequeña Platea, ciudad de segundo orden, que mandó su modesto ejército a alinearse junto al que con gran prisa había preparado Milcíades.


Era éste un caudillo que  hubiese hecho  muy  buena  figura  también   en  la  Italia  del  siglo  XV,  de esos que, cuando nacen en el  momento justo, o sea en el del peligro, representan una bendición para su país. Había en él algo que recuerda a McArthur, y debía conducirle a los mismos éxitos y a los mismos excesos.



Con veinte mil hombres someramente armados, sintéticamente adiestrados y con escasa tradición militar, Milcíades tenía que afrontar a doscientos mil y en condiciones particularmente difíciles a causa de un reglamento que le imponía compartir los turnos de mando con otros nueve generales. Los atenienses no querían que de una guerra volviesen a casa «héroes», dispuestos tal vez a sacar provecho de los méritos militares para una carrera política. Pero en determinados casos ciertas preocupaciones acarrean la parálisis.


La gran suerte de Milcíades fue que el día de  la batalla en la llanura de  Maratón,  el  turno  de mando le tocase a Arístides, el cual, reconociendo, como hombre honrado que era, la superior capacidad de su colega, renunció en su favor. Milcíades había comprendido cuál era el punto flaco de los persas; eran valientes soldados individualmente, pero no tenían ninguna idea de la maniobra colectiva. Y sobre ésta apostó. De dar crédito a los historiadores de la época —que desgraciadamente eran todos griegos—, Darío perdió siete mil hombres y Milcíades ni siquiera doscientos. No nos parece muy creíble. Pero lo cierto es que fue una gran y sorprendente victoria. 




Todos sabemos cómo el mensajero mandado a anunciarla a Atenas, Fedípides, cayó muerto, con los pulmones reventados, dando un ejemplo que ningún maratoniano, hasta Zatopek, ha vuelto a  tener  la  fuerza  y el  valor seguir. Mientras corría, llegaron también  a  Maratón los espartanos. Estaban sinceramente apenados por su retraso y  pidieron  humildemente  perdón  por él a los vencedores.



Henchido de orgullo y con el pecho cubierto de medallas, Milcíades pidió setenta naves. Los  atenienses no comprendieron qué quería  hacer  con  ellas, pero, por gratitud, se las dieron. El  general, convertido en almirante, las condujo a Paros a cuyos habitantes intimó que  le  entregasen  cien  talentos,  algo así como quinientos millones de liras. He aquí lo que quiso hacer con aquella flota: cobrarse el servicio que había prestado a su patria, la cual  se había  olvidado de pagárselo. 



El Gobierno le reclamó, pero le impuso entregar tan sólo la mitad de lo que se había embolsado. Milcíades no llegó a tiempo de restituirlo  porque la muerte se lo llevó, por suerte suya  y  de  su país. A saber cuántas cosas habría imaginado si hubiese quedado con vida.


Sobrevivióle Arístides, cuyas vicisitudes nos demuestran, desgraciadamente, que la honestidad  en  política no encuentra siempre su recompensa, y que la historia, como las mujeres, siente debilidad por los bribones.


Era el hombre hacia el cual todo  el  público  volvió la mirada cuando una noche, en el teatro, un actor declamó ciertos versos de Esquilo que decían: «Él no pretende parecer justo, sino serlo. Y de su ánimo no germinan, como trigo de fértil gleba, más que sabiduría y mesura», pues cada uno vio en esta  descripción su retrato. Era el hombre que no sólo había cedido su turno de mando a Milcíades, sino que después de la batalla, habiendo recibido en custodia las tiendas del enemigo, dentro de las cuales se acumulaban cuantiosas riquezas, las había entregado intactas al Gobierno; cosa que también en  aquéllos tiempos, como se ve, causaba  gran  impresión.  Su  rectitud era tan universalmente reconocida que, cuando Atenas y sus aliados convinieron en formar una liga e instituir un fondo común en Delos, fue él,  por votación unánime, designado para administrarlo.


No nos maravilla, porque había sido amigo y discípulo de Clístenes. Y había pasado la juventud combatiendo, en nombre del orden democrático, la corrupción política y las malversaciones de sus funcionarios. Desgraciadamente, son cualidades que la  gente admira, pero no ama. Y acaso le faltaba a Arístides aquel don de la «simpatía» que había sido la fuerza de Pisístrato y le había permitido hacerse perdonar su cinismo.



El hecho es que fue  batido  por  su  adversario Temístocles, del que tal vez le separaba más bien una rivalidad sentimental que una oposición ideológica. Habían estado  ambos  perdidamente  enamorados de la misma muchacha, Estesilao de Ceo. A la  sazón, ella había muerto. Pero los rencores habían sobrevivido, y la mala fortuna quiso que las buenas cualidades, entre los dos, estuviesen equitativamente repartidas: al superior  carácter  de  Arístides se  oponía la superior inteligencia de Temístocles, orador  brillante y hombre político de recursos inversamente proporcionales a los escrúpulos. «No había —dice Plutarco de él— aprendido gran cosa, cuando los maestros trataron de enseñarle cómo hay que ser; pero había aprovechado ampliamente  las  lecciones  cuando le instruyeron sobre los métodos de triunfar.»


Venció él, y con escasa caballerosidad propuso el ostracismo para Arístides. Era el único medio de librarse de semejante hombre de bien. Y  no  dice mucho a favor de los  atenienses el hecho de que los tres mil  votos se  encontraron  también  en  esa  ocasión. Los motivos de esta desdichada  medida  los  expresó con claridad un pobre rústico analfabeto,  que  el  día  de la votación, se dirigió a  Arístides  sin  saber  quién era éste,  para  rogarle  que  inscribiese  en  la  pizarra su aprobación a la propuesta  de  Temístocles.-  «¿Por qué quieres mandar al exilio a Arístides?. ¿Te ha hecho algo?», preguntó Arístides. «No me ha hecho nada —respondió el otro—, pero no puedo aguantar  más oírle llamar "el Justo".  ¡Me  ha  roto  los  cascos  con su justicia!» Arístides sonrióse de tanto rencor, típico de  la  mediocridad  contra  lo  sobresaliente, e inscribió el voto de aquel hombre contra él. Y tras haber oído el veredicto condenatorio,  dijo  sencillamente:  «Espero, atenienses, que no volváis a tener ocasión de acordaros de mí.» Así, después de Clístenes, que lo había inventado, también su mejor amigo y alumno caía víctima del ostracismo. Pero también esta  vez  había un motivo, aunque cruel e injusto: Atenas, en aquel momento, necesitaba más de Temístocles que de Arístides. Los persas  se  hallaban  de  nuevo  a  sus puertas.
TEMÍSTOCLES
Esta vez los conducía Jerjes, que sucediera a su padre en -485 y ardía en deseos de vengar la  única  derrota de éste. Empleó cuatro años en preparar la expedición. Y lo  que en  481  se  puso en  marcha  para el gran castigo era un ejército  que  Heródoto calculó en más de dos millones y medio de hombres, apoyado por una flota de mil doscientas naves. 



«Cuando se paraban a beber en un  sitio, los ríos se secaban», añade  el historiador para hacer  más  creíbles sus  cifras. Los espías griegos que Temístocles mandó para procurarse informaciones fueron descubiertos. Pero  Jerjes ordenó que se les soltase.  Prefería  que  los  griegos se enteraran y que, sabiendo, se rindiesen.


Los Estados del Norte lo hicieron. Al ver a los ingenieros fenicios y egipcios construir un puente de setecientas barcas, sobre el que extendieron encima una capa de troncos de árbol y  tierra,  y  excavar  después un canal de dos kilómetros para atravesar el istmo del monte Atos, aquellos pobres campesinos pensaron que Jerjes debía ser una encarnación del dios Zeus y que, por lo tanto, era inútil resistirle. 



Como  de costumbre, al lado de la temeraria Atenas, de momento sólo  estuvo Platea. A ésta se agregó Tespias. Y, poco después, Esparta decidióse finalmente a unirse a la coalición. Su rey, Leónidas,  condujo  en  las  Termopilas un extenuado grupo de trescientos hombres, todos viejos, pues los jóvenes tenían que. quedarse a actuar de simiente en casa.



Y de dar crédito a los historiadores griegos, aquéllos hubieran rechazado solos a los dos millones y medio de enemigos,  si  unos  traidores no hubiesen guiado a éstos, por un sendero oculto, cogiendo de revés a Leónidas. Éste cayó  con  doscientos noventa y ocho de los suyos, tras haber causado veinte mil muertos al enemigo. De los dos supervivientes, uno se suicidó por vergüenza y el otro se rehabilitó, cayendo en Platea.


Una lápida fue colocada en conmemoración del episodio. En ella está escrito; «Ve, extranjero, y di en Esparta que nosotros caímos aquí en obediencia a sus leyes.»


La noticia del desastre llegó a Temístocles el día siguiente de  la  batalla  naval  de  Artemisium,  donde, si bien se encontrase a uno contra diez, logró no perder. La víspera, los otros almirantes  querían retirarse. Mas los eubeos, temerosos  de un  desembarco persa, le habían enviado treinta talentos —algo así como cien millones de liras— para que él les decidiera a batirse. Temístocles les dio la mitad. El resto de la propina se la guardó.



El  desastre  de  las  Termopilas no le permitió reanudar la  batalla  el  día  siguiente.  Era preciso mandar la flota  a  Salamina  para embarcar a los atenienses, que comenzaban a huir ante el ejército de  Jerjes en marcha hacia la ciudad. Ésta no se rindió. Un diputado que lo había propuesto fue muerto en la Asamblea, y su esposa y sus hijos lapidados por las mujeres.


Los persas saquearon una ciudad desierta, y creyeron haber vencido porque, mientras tanto, su flota había entrado también en la rada. En este punto se vio quién era Temístocles. No pudiendo oponerse a sus colegas que, unánimes, querían huir, mandó a escondidas un esclavo suyo a Jerjes para informarle  del  plan  de  retirada  que  había de efectuarse la noche siguiente. Si aquel mensaje hubiese sido descubierto, Temístocles habría pasado por un traidor. En cambio, llegó a su destino. Jerjes, para que el enemigo no le rehuyese, le cercó, y Temístocles alcanzó su  objetivo:  el  de obligar a  los  griegos a batirse.


Jerjes, desde  tierra  firme,  asistió  a  la  catástrofe  de su flota, que perdió doscientas naves contra cuarenta griegas. Los únicos de entre sus marineros que sabían nadar eran  también  griegos,  que  se  unieron al enemigo. Los demás se ahogaron. Así, por segunda vez desde Maratón, Atenas  salvóse  a sí misma y a Europa  en  Salamina.  Corría  el  año -480 antes de Jesucristo.

( Indro Montanelli )



 

Clicleando encima de la imagen, podréis llegar a un enlace desde el cual podréis descargar o ver la película sobre Temístocles “300: EL ORIGEN DE UN IMPERIO”:



 

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