Leyendo las tragedias griegas, se comprende muy bien por qué el público, después de haber oído tres en un día, una tras otra, notase la necesidad, antes de irse a la cama, de ver una comedia. Aquéllas no
conceden tregua al espectador y le mantienen, desde la primera hasta la
última escena, en el estremecimiento
y en el suspense. Una rigurosa división de trabajo prohibía a los
dramaturgos recurrir a los ingredientes cómicos de los comediógrafos.
Éstos, sin la democracia tal vez no hubieran aparecido jamás, porque
la comedia griega fue en seguida, desde el primer momento, comedia de costumbres, que exige libertad de crítica.
Epicarmo, Crátino
y Eupolis, que fueron sus pioneros, se sirvieron del teatro como hoy se sirve del periodismo: para atacar, morder y parodiar partidos, hombres e ideas. Y, sin embargo, justamente la democracia y su gran jefe, Pericles, a quien debían su existencia, fueron precisamente el blanco de ellos.
Esta contradicción no es difícil de explicar. Los comediógrafos de Atenas no eran en absoluto antidemócratas. Eran tan sólo escritores
que buscaban el éxito. Y el éxito, también
entonces, solamente se obtenía con el inconformismo,
o sea con la crítica del orden constituido. Y como éste era democrático resultaba fatal que las comedias fuesen de tono contrario, aristocrático y conservador. Era
el único modo de hacer oposición, que a su vez es un modo como otro cualquiera de ejercer un derecho exquisitamente democrático.
Sólo Aristófanes tiene algún título para ser considerado como un verdadero reaccionario,
que creía en lo que decía. Pues era de familia noble rural y hasta su vida lo demuestra. Se mantuvo apartado, con cierta altivez, del café
society y de los círculos intelectuales de
Atenas, mostrando una simpatía probablemente sincera por Esparta, incluso
cuando la guerra hubo estallado entre
las dos ciudades. Tal vez de haber nacido bajo otro
régimen, se hubiese convertido en poeta de la Naturaleza, como demuestran los
pocos y fragmentarios Versos
que de él nos han llegado, de elevada inspiración y perfecto estilo. Había en él la solera del hidalgo rural, culto y elegante. Pero,
habiendo venido al mundo en -450 antes de Jesucristo, se encontró, jovencísimo, teniendo que vivir en una democracia que ya no era la del
refinado Pericles, sino la del desaliñado Cleón el curtidor. Ella le estimuló la manía polémica
y le impulsó a afrontar el teatro, que era, a falta de periódicos, la única arena donde se pudiera empeñar una batalla de ideas, de moralidad y de costumbres. Y no con
la tragedia, ligada al pasado, que le imponía sus temas, sino con la comedia, que le permitía enfrentarse al presente. La comedia era casi contemporánea, por fecha de nacimiento, de Aristófanes. Solamente en -470 el Gobierno había autorizado
a Epicarmo,
venido de Sicilia, a representar
sus mamotretos satírico-filosóficos. La tradición dionisíaca de las procesiones fálicas, a la que todo el teatro se vinculaba, permitía también a la comedia
el lenguaje soez. Pero los sucesores de Epicarmo abusaron a tal punto de él, que en- 400 hubo que promulgar una ley para frenarlo. Nada se hizo, en cambio, contra la sátira política. Crátino pudo atacar a Pericles con los términos más groseros y vulgares, y Ferécrates
exaltar la tradición aristocrática contra el progreso democrático.
El más destacado en aquel momento era Eupolis, con quien Aristófanes trabó al principio una firme amistad y estableció una provechosa colaboración; pero poco después riñeron
y, pese a que ambos seguían profesando las mismas ideas de oposición al régimen, de vez en cuando interrumpían esta polémica para atacarse y mofarse uno del otro en sus respectivas obras. A pesar de estos precursores,
a los que Aristófanes alguna
vez se dignó dirigir condescendientes elogios, la comedia era considerada aún
como un apéndice de la tragedia, que se toleraba por razones de taquilla. Se trataba de informes chapuceros,
sin trama, sin caracteres, que se mantenían en pie sólo a fuerza de chanzas y de muecas.
Aristófanes hizo
diana en seguida atacando a Cleón, el amo de turno, y de tal manera, que ningún actor tuvo el valor de encarnar el papel. Fue el mismo autor quien se presentó en escena con el indumento del strategos, quien, en la platea, asistió
impasiblemente a su propia y despiadada burla, la aplaudió y luego denunció a Aristófanes haciéndolo multar.
Lo que nos hace abrigar la duda de que el rústico Cleón era, al fin y al cabo, un poco menos rústico de lo que
se ha dicho. El comediógrafo,
una vez satisfecha la multa,
escribió otra comedia que presentaba en escena al mismo personaje, al que hizo objeto de un trato peor que en la precedente. El enorme gentío,
exorbitante, aplaudió a rabiar. Y entre los aplausos estaban
también, esta vez, los de Cleón. La democracia de Atenas estaba en manos de hombres que sabían lo que se hacían. Y nadie lo demostró mejor que él, Aristófanes, que se había propuesto denigrarla.
Otro blanco de este curioso personaje era el racionalismo laico de las nuevas
escuelas filosóficas, que él consideraba
responsables del declive de
la religión. Y, naturalmente, a sufrir la pena, Aristófanes puso en el escenario los sofistas, Anaxágoras y su propio amigo Sócrates, que se vio cruelmente parodiado, pero que siguió siéndole amigo.
Porque esto era lo bueno de Atenas y el síntoma de su altísima civilización: que se relacionaban unos con otros, discutían,
se iban juntos de juerga, se mofaban recíprocamente
en público y seguían siendo amigos en privado. En Las nubes hay para todos.
Pero especialmente el pobre Sócrates,
caricaturizado con el ropaje de «tendero del pensamiento», sale malparado.
El tercer blanco de Aristófanes fue Eurípides, y se comprende. Le odiaba talmente, que
siguió poniéndole en escena para que hiciera las más ruines y ridiculas figuras hasta después de muerto (Las ranas).
En él, Aristófanes se proponía, sobre todo, fustigar el progresismo y el feminismo, sobre los que se apoyaban
aquellas concepciones utópicas de una sociedad igualitaria que
detestaba y que puso en picota en Los pájaros, acaso la más perfecta de
sus obras, entre otras cosas porque es la única que no cierra las puertas a la poesía.
Aristófanes es
un nudo de
contradicciones. Toma la actitud de campeón de la virtud, pero la defiende con un lenguaje digno del más
impenitente pecador y describe los vicios con una competencia y
una complacencia que nos induce a alguna sospecha sobre sus fuentes de información. Su grosería nada tiene que envidiar a
la de Crátino.
Defiende la
religión, mas
esto no le impide poner en escena una parodia de los Misterios eleusinos, que sería como hacer hoy una de la santa Misa; satirizar al mismo Dionisio,
dios del
teatro, e insinuar que el propio Zeus no es más que el amo de una casa de tolerancia en el Olimpo. Para sus requisitorias moralizadoras no vacila en utilizar las armas más inmorales, como por ejemplo la calumnia y la difamación.
Este hombre, sin duda inteligentísimo, se torna obtuso frente a los hombres que odia y las ideas que detesta. En sus diatribas contra Pericles y el pueblo, cae a menudo al mismo nivel de los demás descalificados libelistas, tipo Hermipo. Los rencores ofuscan en él el gusto y el sentido de la mesura. Raramente sonríe. Casi siempre se carcajea. En vez del sense of
humour usa el sarcasmo, a menudo vulgar. Sus tramas son simple pretexto.
Al leerle, se tiene la impresión que se ponía a escribir sin saber dónde iría a parar, y que él mismo buscaba a tientas la trama del suceso, como un miope que por la mañana, al despertar, buscase sus gafas. Sus personajes son esquemáticos y caricaturescos, como los de todos los que escriben en tesis y llevan más en su interior los temas que los hombres.
Mas, pese a todas estas graves reservas, hay que decir además que no se comprenderá nunca nada de Atenas si no se lee
a Aristófanes: lo cual es el mayor elogio que se puede hacer de un escritor. En sus páginas
aparecen las costumbres y la crónica de aquella ciudad, las ideas que por ella circulaban, los vicios que la afligían, las modas que en ella se sucedían. Es la conversación del café y
de la plaza lo que ahí se vuelve a encontrar, fielmente
conservada. Aristófanes es a la vez el Dickens y el Longanesi de Atenas: una mezcolanza de grandeza, de granujería y de miseria, de engagement y de charlatanería,
de idealismo y de extorsión.
Con él,
la comedia cesó de ser la hermana pobre y el vulgar proscrito de la tragedia para remontarse a la dignidad de expresión de un arte independiente. Efectivamente,
el Gobierno consintió que en una jornada de las fiestas de Dionisio fuese dedicada exclusivamente a ella. Pero los abusos y las licencias que los autores se tomaron fueron
tales como para provocar la institución de una censura que, como
siempre, se mostró catastrófica. La comedia de sátira política murió antes que Aristófanes, que la había inventado, y que en sus últimos años acaso lamentó haberla usado
en perjuicio del régimen político que se lo había permitido y que entonces había fenecido también.
La libertad es uno de esos bienes que se aprecian solamente cuando los hemos perdido. Aristófanes, que falleció en -385,
acabó escribiendo comedietas sentimentales. Nos divierte poco leerlas
porque notamos lo poco que se divirtió él al escribirlas.
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