domingo, 26 de enero de 2020

TRAICIÓN DE ALCIBÍADES



Con la flota, Atenas había perdido, en las playas sicilianas la casi totalidad del Ejército, esto  es,  la mitad de sus ciudadanos varones. Y como los desastres no vienen nunca solos, a éste se sumó otro: la deserción de Alcibíades quien, para  eludir el proceso, se había refugiado en Esparta poniéndose a su servicio. Y Alcibíades era uno de esos hombres que constituyen un peligro para quien lo tiene a su favor, pero una desdicha para quien lo tiene en contra.

 

Tucídides le atribuye estas palabras, cuando, fugitivo, se presentó a los oligarcas espartanos:  «Nadie sabe mejor que yo, que he vivido en ella y soy su víctima, lo que es la democracia ateniense. No me hagáis gastar saliva sobre una cosa de tan evidente absurdidad.» Tales palabras fueron sin  duda  del  agrado de aquellos reaccionarios, pero no desarmaron su desconfianza. Alcibíades, es cierto, era aristócrata y partidario de la guerra. Para  granjearse  la confianza  de los espartanos, se dedicó a imitar sus estoicas y puritanas costumbres. Aquel que hasta entonces había sido el árbitro de todas  las  elegancias  y  refinamientos, tiró los zapatos para pasearse descalzo, con una basta túnica en los  hombros,  se  alimentó  de  cebollas y empezó a bañarse hasta en invierno en las gélidas aguas del Eurotas. Era tal el rencor que incubaba contra Atenas que para vengarse de ellos  ningún  sacrificio le parecía desmedido. Así logró persuadir a los espartanos de que ocupasen Deceleia, donde Atenas se abastecía de plata.

 
Desgraciadamente, aun sucio y mal vestido, era todavía un buen mozo y sus maneras aparecían irresistibles a las mujeres, sobre todo  a  las  de  Esparta, que  no estaban acostumbradas a ellas. La reina se enamoró de él y cuando el rey Agis volvió del campo,  donde había hecho las grandes maniobras, encontró un arrapiezo del cual le constaba no, haber sido el autor. Alcibíades declaró, para excusarse, que no había podido sustraerse a la tentación de contribuir con su sangre a la continuidad de la dinastía en un trono glorioso como el de Esparta, pero de todas  suertes juzgó prudente embarcar como oficial de marina  en una flotilla que partía hacia Asia. Los amigos le aconsejaron, una vez desembarcado, que mudase de aires. La flotilla, en efecto, era perseguida  por  un  mensajero que tenía orden de eliminar al  adúltero.  Éste tuvo apenas tiempo de evitar la  puñalada  y  en  Sardes fue a ver al almirante persa Tisafernes, a quien le ofreció,  para  cambiar,   sus   servicios   contra Esparta.

 

Dejémosle un momento en los líos de su triple juego, para volver a Atenas, al borde de la catástrofe. La ciudad estaba ya totalmente aislada, pues hasta  los más fieles  satélites se  iban pasando al  enemigo, Eubea no enviaba más trigo y  no  había  una  flota  para obligarle a ello. Los espartanos, al ocupar  Deceleia, además de las minas de  plata,  se  habían  adueñado  de los esclavos  que  en  ellas  trabajaban  y  que  se  alistaron en su Ejército. Y por si fuera  poco  habían  iniciado tratos con Persia para aniquilar al insolente adversario común, prometiéndole el archipiélago jonio. Era la gran traición. Los griegos llamaban en su  ayuda a los bárbaros para destruir a otros griegos.

 

En el interior, el caos. El partido conservador, acusando al demócrata de haber querido la ruinosa  guerra, organizó  una  rebelión,  tomó  el  poder,  lo  confió a un Consejo de los Cuatrocientos y, asesinando algunos jefes de  la  oposición,  la  redujo  a  tal  espanto  que la Asamblea, si bien de mayoría aún demócrata, votó los «plenos poderes», es decir, que abdicó los propios.

 

Pero después de la revolución vino el golpe de Estado. Algunos de los mismos conservadores,  guiados por Terámenes, volvieron a mandar a sus casas a los Cuatrocientos, les sustituyeron por un  Consejo  de Cinco mil y trataron de  crear  una  «unión  sagrada» con los demócratas para dar vida a un Gobierno de salvación nacional. Podía ser una solución,  de  no  haber surgido una especie de «rebelión  de  Kronstadt»  por parte de los marinos de la reducida flota, quienes anunciaron que no volverían a entrar en el puerto un cargamento de trigo si no se restauraba inmediatamente el Gobierno demócrata. Era el hambre. Terámenes expidió mensajeros a  Esparta: Atenas  estaba dispuesta a abrir las puertas  a  su  Ejército,  si  venía  para traer vituallas y apuntalar el régimen. Pero los espartanos, como de costumbre, perdieron tiempo pensándolo, la población hambrienta se rebeló, los oligarcas huyeron y los demócratas volvieron al poder para organizar una resistencia a ultranza.

 

Nada puede darnos mejor la medida de la desesperación a la que estaban reducidos, como la decisión que tomaron de llamar, para ponerse al frente de sus reducidas fuerzas, a Alcibíades, quien, no contento con haber traicionado a Atenas con Esparta y después a Esparta con Persia, había intrigado también con Terámenes. En 410 volvió a la patria, como si hasta aquel momento le hubiese servido fielmente, se puso  al  frente de la flota y durante tres años infligió a la espartana una nutrida serie de derrotas. Atenas respiró, comió y aclamó, pero se olvidó de mandar los haberes a los marinos. Con el desenfado que le distinguía, Alcibiades decidió obrar por su cuenta. Dejando el mando de la escuadra a su lugarteniente Antíoco con orden de no moverse de las aguas  de Nozio pasara lo que pasara, partió con pocas embarcaciones hacia Caria para saquearla y proveerse de dinero. Pero Antíoco, que era un ambicioso, vio la buena ocasión para demostrar sus propias capacidades: fue al encuentro de la flota espartana mandada por Lisandro y perdió la suya, a la par que su vida. Alcibiades, esta vez, nada tenía que ver con ello. Pero como gran almirante fue considerado responsable de aquel enésimo y definitivo desastre y huyó  a Bitinia. En Atenas se tomaron decisiones supremas.

 

 Todas las estatuas  de  oro  y  plata  dedicadas  a la  divinidad que fuese, se fundieron para financiar la construcción de una nueva flota, que fue adjudicada a diez almirantes, uno de los  cuales  era  hijo  de  Pericles  y de Aspasia. Encontraron a  la  escuadra espartana en las islas  Arginusas  (406  a.  J.  C.)  y la  derrotaron; pero después perdieron veinticinco naves en una tempestad. Los ocho almirantes supervivientes fueron sometidos a proceso, y le tocó ser juez también a crates, quien se pronunció por la absolución, pero fue batido. Los ocho almirantes fueron ejecutados. Poco después, los  autores  de  la  condena  de muerte fueron a su vez condenados a muerte. Pero el daño ya estaba hecho. Hubo de sustituir a los almirantes muertos con otros que valían menos que ellos y que buscaron un desquite contra Lisandro en Egospótamos, cerca de Lámpsaco, donde Alcibiades estaba refugiado en aquel momento. Desde lo alto de una colina vio las naves atenienses, diose cuenta en seguida  de  que  habían sido mal alineadas y se apresuró a advertir a sus compatriotas. Éstos le acogieron mal y le echaron tachándole de traidor, precisamente la vez en que Alcibiades no  lo  era.  El  día  siguiente,  el  traidor hubo de asistir impotente a la catástrofe de la última flota ateniense, que perdió en el encuentro doscientas naves logrando salvar solamente ocho.

 

Lisandro, que había sabido del paso de Alcibiades mandó un  sicario para matarle. Alcibiades buscó refugio en casa del general persa Farnabazo. Pero ya no era más que un Quisling que no encontraba protectores dispuestos a creerle. Farnabazo le dio un castillo y una cortesana, pero también un piquete de guerreros que en realidad eran unos sicarios y que pocas noches después le asesinaban. Así, a los cuarenta y seis años, concluyó la carrera del más extraordinario, inteligente e innoble traidor que la Historia recuerde.

 

Atenas no le sobrevivió de mucho. Lisandro la bloqueó con su flota y durante tres meses  la  hizo  perecer de hambre. Para indultar a los supervivientes impuso las siguientes condiciones: demolición de las murallas, llamada  al  poder  a  los  conservadores  huidos y ayuda a Esparta  en  toda  guerra  que  ésta  hubiese de emprender en el futuro.

 

Corría el año 404 antes de Jesucristo cuando los oligarcas volvieron «en la punta de las bayonetas enemigas», como se diría ahora,  bajo  la  guía de  Terámenes y de Critias, quienes instituyeron, para gobernar la ciudad,  un  Consejo  de  los  Treinta.  Y  hubo una insensata opresión. Además de los que fueron asesinados, cinco mil demócratas tuvieron que emprender el camino del exilio. Todas las libertades quedaron revocadas. Sócrates, a quien se le prohibió seguir enseñando y que  se  negó  a  obedecer,  fue  encarcelado, por bien que Critias fuese amigo y  ex alumno suyo. Mas las reacciones duran poco. El año siguiente, los desterrados demócratas habían  formado  ya un ejército a las  órdenes  de  Trasíbulo  y  con él marchaban a la reconquista  de  Atenas.  Critias  llamó  la población a las armas, pero ésta no  respondió.  Sólo un puñado de asesinos  comprometidos ya con su régimen se unió a él  en  una  resistencia  sin  esperanza. Fue  derrotado y muerto en una corta batalla y Trasíbulo, vuelto a entrar en Atenas con los suyos, restableció un Gobierno democrático que se distinguió en seguida por su escrúpulo legalista y la benignidad de las depuraciones. Hubo condenas al destierro, pero ninguna pena capital; los afectados fueron tan sólo los grandes responsables. Para todos los demás hubo amnistía.

 

Esparta, que se había empeñado en sostener el régimen oligárquico, se contentó con exigir al democrático los cien talentos que había pedido como indemnización de guerra. Y como los obtuvo en seguida, no insistió con más pretensiones.

( Indro Montanelli )


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