domingo, 19 de enero de 2020

HESÍODO



Algunos biógrafos de Homero han contado que, además de escribir poesías por su cuenta, se pasaba el tiempo juzgando las ajenas como presidente de las comisiones para los  premios  literarios,  que  también en aquellos tiempos —como se ve— apasionaban al mundo, o al menos a Grecia: y que en uno de esos concursos él hizo conceder el triunfo a Hesíodo, que efectivamente viene  en  seguida después de Homero en el afecto y la estima de los antiguos griegos. No es verdad, porque entre Hornero y Hesíodo corren al menos un par de siglos. Pero nos gustaría creerlo.

 

Los atenienses, que fueron las lenguas  más  viperinas del mundo clásico, consideraron después a Beocia, donde Hesíodo nació, como patria de villanchones y cazurros, e hicieron de «beocio» un sinónimo de «tonto», por bien que beocios hayan sido escogidas personalidades como Epaminondas, Píndaro y Plutarco. En esta malevolencia existían sobre todo motivos  políticos: Tebas, capital de Beocia, será durante siglos enemiga de Atenas, hasta el punto de llamar a  los persas contra ésta. Pero hay que reconocer que una mano, a los denigradores de su país, se la echó también él, Hesíodo, el más célebre de sus hijos, describiéndolo de modo que justificaba plenamente la calumnia.

 

Por lo demás, no había nacido  allí, pues  su  madre  le puso en el mundo en  Cime,  en  Asia Menor,  donde su padre, pobre campesino, había  emigrado en  busca de trabajo, o tal vez mezclado con otros prófugos que buscaban zafarse del yugo de  los  invasores  dorios. Pero era beocio de sangre, y en Beocia, donde le llevaron de niño, vivió el  resto de su larga vida, labrando un campecillo poco generoso en Ascra, cerca de Tespias.

 
Visto con otros ojos, podía ser un paisaje encantador, lleno de sublimes inspiraciones. En el horizonte se recortan el Parnaso y el Helicón, el Hollywood de aquellos tiempos, donde se, daban cita las Musas y donde Pegaso, el caballo alado, decíase que había emprendido el vuelo hacia el cielo. Y no lejos de allí gorgoteaba la fuente en  la  cual  Narciso  contemplaba su propia imagen, según algunos; o, según otros, buscaba la de su hermana muerta, de la que había estado incestuosamente enamorado.

 

Bellísimos motivos que, en manos de Homero, se hubiesen traducido  en  Dios  sabe  qué  novelas  de  amor y de aventuras. Pero Homero era un poeta cortesano, que trabajaba por orden de príncipes y de princesas, clientes de alto rango que exigían productos confeccionados a su  medida aristocrática  y a  su  gusto  togado, y que no podían conmoverse más  que por las  suertes de héroes semejantes a ellos, espléndidos, caballerescos y a quienes sólo el Hado podía vencer.

 

Hesíodo era campesino, hijo de campesinos. Jamás había visto príncipes ni princesas; tal vez nunca había ido  a  la  ciudad;  y  aquella  tierra que él  no había ido  a visitar como turista, sino  que  araba con sus manos, le pareció tan  sólo  avara,  ingrata,  gélida en  invierno y candente en estío, como así efectivamente la describe.

 

Se desconoce, no digo el  año, sino  incluso el siglo en que nació. Créese generalmente que fue el séptimo antes de Jesucristo, cuando Grecia comenzaba  a  salir de las tinieblas en que la había sumido cuatro siglos antes la invasión doria, y a elaborar finalmente su civilización. Hesíodo nos da un cuadro nada poético, pero exacto, de aquellos tiempos y de aquellas miserias en Los trabajos y los días, que son una serie de consejos impartidos a su joven hermano Perseo,  de  quien lo menos que podemos pensar es que se trataba de un mozallón disoluto y más bien embustero. Al parecer, defraudó al pobre Hesíodo su  parte  de  herencia  y vivía disfrutando  del  trabajo  de  éste,  dedicado  sólo al vino y a las mujeres. Tenemos  la sospecha  de  que  no tuvo muy en cuenta las prédicas de su hermano mayor y que continuó toda su vida burlándose de su sensatez, que le reclamaba al trabajo y a la  honestidad. Mas esto no desanimó a Hesíodo, que seguía propinándole sus sermoncetes, especialmente contra el bello sexo, con el cual hubiérase dicho que tenía el diente particularmente envenenado. Según él, fue una mujer quien trajo todos los males a los hombres, que hasta aquel momento habían gozado de paz, salud y prosperidad: Pandora. Y entre líneas da a entender que, rascando un poco, se encuentra una Pandora en cada mujer. De esto muchos críticos han deducido que  debió de haber sido soltero. Nosotros creemos, en cambio, que cosas semejantes sólo pueden escribirlas los casados.

 

En su Teogonía nos ha contado cómo él y sus contemporáneos veían el origen del mundo. En  principio fue el dios del Cielo, y Gea, diosa de la Tierra,  los cuales, al casarse, procrearon a los Titanes, extraños monstruos con cincuenta cabezas y cien manos. Urano, al verles tan feos, se puso rabioso, y los mandó al Tártaro, o sea al infierno. Gea, que no  dejaba  de  ser una mamá, se lo tomó a malas  y  organizó  una  con- jura con sus hijos para asesinar a aquel padre desnaturalizado. Cronos, el primogénito, encargóse de la ruin tarea, y cuando Urano  volvió  trayéndose  consigo a la Noche (Erebo)  para  acostarse  con  su  mujer,  de la que estaba enamoradísimo, se le  echó  encima  con  un cuchillo,  le  infligió  la  más  cruel  mutilación que se  puede infligir  a  un  hombre,  y  arrojó  los   restos al  mar.  De  cada  gotita  de   sangre  nació  una  furia; y de las  olas  que  había  engullido  aquel  innominable pedazo del cuerpo de Urano emergió la diosa Afrodita, que precisamente por ello, no tenía sexo. Después Cronos subió al  trono  del  derrocado  Urano, se casó con su hermana Rea y,  recordando  que  al nacer sus progenitores predijeron que él sería depuesto a su vez por sus hijos, se los comió a todos, menos uno que Rea logró sustraerle con engaños y llevarle a Creta. Éste se llamaba Zeus, quien después, habiéndose hecho mayorcito, derrocó verdaderamente a Cronos, obligándole a regurgitar los hijos que había engullido, pero que aún no había digerido, mandó definitivamente al infierno a sus  tíos  Titanes  y  quedónse, en la religión griega, como señor del  Olimpo, hasta el día en que Jesucrito lo expulsó a él.

 

Tal  vez  en  toda  esta  alegoría  se  halla  condensada  y resumida, en un estilo de fábula, la historia de Grecia: Gea, Urano, Cronos, los Titanes, etc., formaban parte de la teogonía  terrestre  de  la  primera  población autóctona: la pelasga. Zeus era,  en  cambio,  un dios celeste, que llegó a Grecia, como se diría ahora, «en la punta de las bayonetas» aqueas y dorias. Su definitiva victoria sobre el padre, los hermanos y los tíos señala precisamente el triunfo de los conquistadores provenientes del Norte.

 

Dígase lo que se quiera el único título de Hesíodo para la inmortalidad es su estado civil. Él es,  después. de Hornero, el más antiguo autor de  Grecia.  Pero  si bien escribiera en versos, no es seguramente un poeta. Hesíodo encarna un personaje  tosco  y  mediocre  que es de todos los tiempos y que está entre Bertoldo, Simplicissimus y Don Camilo. Pero su valor de testimonio consiste precisamente  en  habernos  mostrado, en cronista escrupuloso y chato, la otra cara de  aquella antigua sociedad, la proletaria y campesina  de  la cual Homero nos ha pintado solamente el áulico y aristocrático frontón. En sus descripciones opacas y a ras de tierra, sin un destello de  lirismo,  condimentadas tan sólo con un basto sentido común de hombre cualquiera, reviven los peones de la Beocia arcaica, los pobres villanos vejados por los  latifundistas  absentistas y rapaces, que no viven en el campo, que ni  siquiera conocen, como la mayor parte de  los  barones del sur de Italia,  nuestros  contemporáneos.  Las  casas de Hesíodo son cabañas de adobe, de una sola estancia para bípedos y cuadrúpedos, donde en invierno se tirita y en verano se asa. Nadie viene  de la ciudad a pedir el parecer de esta pobre gente, ni su voto. Tan sólo tiene que  entregar  una  parte  de  la  cosecha al amo, y otra parte al Gobierno, alistarse en el Ejército y morir, por motivos que no  conoce  e  intereses que no le atañen, en las guerras entre Orcómenes y Tebas, o entre Tebas y Queronea.  Porque  la  patria no es más que la región, o sea Beocia,  vagamente  unida por un vínculo confederal representado por los beotarcas.

 

La dieta es de las que  se sustraen  a  todo  cálculo de vitaminas y calorías. Grano torrefacto, cebollas, alubias, queso y miel, dos veces al día,  cuando  la  cosa iba bien, e iba bien muy raramente. El paludismo causaba estragos en los terrenos pantanosos del lago Copais, hoy desecado. Para escapar de él, hacía falta retirarse a colinas pedregosas e inhóspitas, donde se moría de hambre. La moneda no existía. Tenían que juntarse cinco o seis familias para reunir el grano necesario para pagar un carro al carpintero que lo había construido. No había fuerzas ni  tiempo  que  distraer de la lucha contra el apetito. Nadie soñaba en la instrucción. La categoría más alta y evolucionada era  la de los pequeños artesanos de pueblo, que solamente hacía poco habían aprendido a labrar el hierro importado por los nuevos amos dorios, y fabricaban tan sólo objetos de uso común. En las ciudades, en  torno de los señores, los había más refinados, que ya  tiraban hacia lo decorativo; pero en el campo se  estaba aún en el estadio más  arcaico.  El  núcleo  que  hacía de puntal a la sociedad era la familia  en  cuyo  cerrado ámbito los incestos eran frecuentes, lo que todos encontraban tan natural que también  se  los  atribuían a sus dioses.

 

Hesíodo fue el cantor de este mundo, de  esta Grecia campesina, tiranizada por los conquistadores nórdicos que aún no se habían fusionado. Y tuvo un solo mérito: el de reproducirla fielmente en sus miserias,  de las que personalmente participó: y se nota.


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