sábado, 11 de enero de 2020

GRECIA POST-ALEJANDRINA Y LA NUEVA CULTURA



No se infiere de  ningún testimonio que los  griegos de la época helenística tuviesen la  sensación  de que con la muerte de Alejandro hubiese comenzado su decadencia. Al contrario, el bienestar material les dio la impresión de una vigorosa resurrección. El advenimiento de las  nuevas  dinastías  grecomacedonias  en los tronos de Seleucia, Egipto, etc., abrió los  mercados de estos países, necesitados un poco de todo: el comercio mediterráneo no había sido nunca tan floreciente.

 

El largo aprendizaje hecho desde los tiempos de Pericles situó a los banqueros de Atenas en  una  posición preeminente. Instalaron sucursales en las nuevas capitales y monopolizaron todas sus transacciones. Uno de ellos, Antímenes, organizó en Rodas la primera compañía de seguros, que creada en principio como salvaguardia de la fuga de esclavos, se extendió después también a los naufragios y los saqueos de los piratas. La prima era del ocho  por ciento. Los  tesoros hallados en las cajas de los vencidos y de tos sátrapas derrotados, puestos en circulación masivamente, provocaron una espiral inflacionista, a la cual los salarios no podían adaptarse,  si  bien,  al  finalizar el siglo III, se utilizase una especie de «escala móvil». Poco a poco, los desniveles económicos que todavía distanciaban los ciudadanos pobres de los esclavos, disminuyeron, confundiendo los unos con los otros en un proletariado miserable y anónimo.

 

E1 empadronamiento efectuado en Atenas por Demetrio Falereo en 310 antes de Jesucristo, arrojaba estas increíbles cifras: veintiún mil ciudadanos,  diez mil metecos y cuatrocientos mil esclavos. Aproximadamente en el mismo período, en Mileto, según las inscripciones halladas sobre las tumbas, cien familias tenían un promedio de ciento dieciocho hijos. En Eretris, sólo una  familia  de  cada  veinte  tenía  dos.  No se daba ya el caso de un matrimonio con dos hijas: cuando no las dos, al menos una estaba «expuesta», o se arrojaba por la puerta, a morir de frío.

 

Esta grave crisis de natalidad era principalmente consecuencia de la del campo, entonces casi  totalmente despoblado. El campo, no pudiendo defenderse, estaba más sujeto a las devastaciones durante las guerras. Además los costes de los productos agrícolas se habían vuelto antieconómicos, pues que a la sazón llegaba el trigo de Egipto mucho más barato. La tala  de bosques había hecho el resto, especialmente en el Ática, cuyas colinas, dice Platón, semejaban un esqueleto descarnado. Las minas de Laurium eran abandonadas, pues la plata se importaba, a precios más convenientes, de España: y las de oro de Tracia estaban en manos de los macedonios.

 

¿De qué vivían, pues,  los  griegos?.  Principalmente del artesanado y del comercio. Es más, hasta tal punto dependían de ello, que muchos Estados, para sustraerles a los caprichos y las inseguridades de la iniciativa privada nacionalizaron las  principales  industrias, como hizo Mileto con la textil, Priene con las salinas, Rodas y Cnido con la alfarería. Pero la parte principal de los ingresos eran, un poco como hoy, los envíos  de los emigrantes, la mayoría de los cuales no eran en absoluto unos pobres diablos, aun cuando como a tales hubiesen partido, sino unos Niarcos o unos Onassis, propietarios de flotas y de Bancos.

 

Eran éstos los conquistadores del nuevo mundo, abierto a su iniciativa por  el  ejército  de  Alejandro. Los jóvenes Estados que se formaban necesitaban técnicos y sólo la vieja Grecia podía proporcionarlos. Un pequeño agente de cambio, llegado a Bizancio, recibía  el encargo de organizar el Banco de Estado. Un modesto empresario marítimo, sólo con que tuviese un poco de práctica en fletes,  se  veía  confiar  el  mando de la flota mercante. Éstos ganaban mucho, robaban otro tanto y se preparaban para la vejez tranquila en la patria, donde invertían sus ahorros en palacios y villas. Pero cuando volvían a ella, no podían traerse consigo ni el Banco ni la flota, los cuales  se quedaban en el país de la inmigración  que  con ellos competía con los Bancos y las flotas griegas. Es la eterna historia de todos los colonialismos, destinados a  matarse por propia mano al convertirse los súbditos en rivales. En esta situación no sorprende que la vida en las ciudades  griegas  se  hiciese   cada  vez más  refinada, A la sazón, los hombres se rasuraban. Y las mujeres, casi completamente manumitidas, participaban activamente en la vida pública y cultural. Platón les había admitido en su universidad. Una de ellas, Aristodama. tornóse en la más famosa «fina  recitadora» de poesías e hizo tournées por todos los países del Mediterráneo. Naturalmente, para hacer frente a estos nuevos cometidos, la mujer tenía que abandonar  el de la maternidad. El aborto era castigado solamente cuando era hecho en contra de la voluntad del marido. Mas la voluntad de los maridos ha sido siempre la de sus esposas. La homosexualidad se propagaba. Siempre había sido practicada, aun en los tiempos heroicos, mas ahora se había convertido en cosa  corriente en todas las clases sociales. Aquellos griegos, un tiempo célebres por su sobriedad, reclutaban  en  Oriente  a  los más  famosos  cocineros,  cuya  cocina,   rica  en  grasas y  especias,  les  hacía   engordar.   Los   «deportistas» no eran ya atletas —como en tiempos, cuando cada joven estaba obligado a demostrarlo y competía en los estadios por la bandera de su ciudad o  de su club—, sino los espectadores que, como hoy día, hacían de «hinchas» sentados y jugaban a las quinielas.

 

Las dos industrias que más florecían eran las del vestir, sea masculino o femenino, y la de los jabones catalogados en ciento ochenta y tres variedades de perfumes. Demetrio Poliorcetes impuso a Atenas un tributo de algo así como quinientos millones de liras, justificándolo precisamente como «gastos de jabón» para su amante Lamia. «¡Caramba, qué sucia debe ser!», comentaron los guasones atenienses.


Otro artículo que absorbía entonces muchos recursos privados eran los libros. Acaso más por esnobismo que por verdadero afán de cultura, pero sobre todo porque la lengua griega se había tornado oficial incluso en Egipto, Babilonia, Persia, etc.  La  producción comenzó a realizarse en serie, empleando a millares de esclavos especializados. El papiro importado de Alejandría proporcionaba un excelente material. Y para hacer más corriente el trabajo de escritura, se inventó una nueva  y  más  sencilla  grafía,  o sea un especie de taquigrafía.

 

Las vicisitudes de la biblioteca de Aristóteles muestran  hasta  qué  punto  llegaba  esta pasión bibliófila. A la muerte de Platón, Aristóteles había comprado cierto número de volúmenes de aquél por más de diez millones de liras y los había añadido a los suyos que debían de ser muchos más. Al huir de Atenas, los dejó a su alumno Teofastro, que a su vez los dejó a Neleo, el cual se los llevó a Asia Menor y, para sustraerlos a la codicia del rey  de  Pérgamo,  que  era goloso de ellos, los enterró. Un siglo después fueron descubiertos por puro azar, desenterrados y  adquiridos por el filósofo Apelicón, que los copió todos intercalando texto, a su juicio, donde  la  humedad  había roído las páginas. Con qué inteligencia lo  hiciera  no se sabe. Acaso la prosa de Aristóteles  nos  parecería menos aburrida sin  aquellos  retoques.  El  tesoro cayó en manos de  Sila cuando éste conquistó Atenas en 86 antes de Jesucristo, siendo finalmente llevados a Roma, donde Andrónico recopiló y publicó los textos.

 

Otros apasionados fueron los Tolomeos. En su Corte, el cargo de bibliotecario era uno de los más elevados, porque llevaba también aparejado el de tutor del heredero del reino. Por él, los nombres de los que lo ostentaron han pasado a la Historia como Eratóstenes, Apolonio, etc. Tolomeo III reunió más de cien mil volúmenes, que requisó en todo el  reino, compensando a sus propietarios con copias redactadas a costa suya. Alquiló en Atenas, por casi cien millones de liras, los manuscritos de Esquilo,  de  Sófocles  y  de  Eurípides. Y también de éstos devolvió tan sólo las copias, guardándose los originales.

Ptolomeo III

Poco a  poco,  la  caligrafía  convirtióse  en  un  arte tan prestigioso que procuró a muchos esclavos la ciudadanía. Las  «tiendas  de  escritura»  se  multiplicaron y perfeccionaron hasta alcanzar la eficiencia de verdaderas y propias casas editoriales. Nació un «anticuariado» para la autenticación y el acopio de los manuscritos antiguos, por los cuales los aficionados pagaban cifras fabulosas. El filólogo Calimaco compiló el primer catálogo de todos los originales existentes en el mundo y de sus primeras ediciones.  Aristófanes de Bizancio, inventó las letras mayúsculas, la puntuación y los «a parte». Aristarco y Zénódoto reordenaron la Ilíada y la Odisea, que sobreviven precisamente según su presentación.

 

Todo eso nos dice qué cosa fue la «cultura» del periodo helenístico. No  era  ya  la  inventiva  de  poetas y de pensadores, que la intercambiaban  en  el agora y en  los  salones  de  Pericles,  dejando  a  sus   discípulos el cuidado de transcribir después lo que en ellos había sido dicho. Había perdido de  hecho  aquel tono de conversación y de improvisación que le daba un perfume de cosa  inmediata y  sincera y se  había vuelto  un  hecho  técnico,  de  estudiosos   especializados, tan buenos en lo tocante a crítica y bibliografía como pobres en inspiración creadora. Éstos compilaban catálogos y biografías, se peleaban por las interpretaciones, se dividían en escuelas, pandillas y  sectas. Pero escribían solamente para leerse entre ellos; y sacaban a relucir prosa y hasta poesías profesorales, perfectas en cuanto a métrica, pero desprovistas de calor.

 

De bueno y  de útil hicieron  solamente  la gramática y  los  diccionarios.  La  lengua  griega,  al  mezclarse con las orientales, se corrompía en eso que hoy llamaríamos un petit négre. Son fenómenos que no se  pueden parar,  y  de  hecho  tampoco  los  filósofos  griegos lo consiguieron. Pero debemos estarles agradecidos de haber salvado el griego clásico y habernos proporcionado la clave de él, aunque los estudiantes de Instituto de hoy lo maldigan precisamente por eso.

 

En los palacios y en las villas de los señores atenienses de aquel período era  de  obligada  elegancia  hablar la lengua antigua, subrayando incluso los arcaísmos, como hacen los alumnos de Eton en Inglaterra,  y  plantear  interminables  discusiones  sobre  este u otro fragmento de Homero o de Hesiodo. Y también éste era un signo de inactualidad y de progresivo despego de una vida que ya había encontrado otros centros y que palpitaba más vigorosamente en los de Asia y de Egipto.

( Indro Montanelli )


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