domingo, 12 de enero de 2020

LOS HERÁCLIDAS Y DORIOS


 

Entre las muchas leyendas que florecieron en tiempos de los aqueos, había la de Hércules,  que ya hemos encontrado de pasada,  como  formando parte de la tripulación  del  Argos,  la  nave  en  que  Jasón  fue  a la conquista del Vellocino de Oro. Pero es necesario decir algo más de él porque es uno de los personajes más importantes de la historia griega.

 

Era, hay que decirlo, hijo de Zeus, quien, antes de haber desposado a Hera, se concedía algunas libertades, y una vez perdió francamente la cabeza por una mujer vulgar, aunque de sangre  aristócrata:  Alcmena, mujer de un Anfitrión tebano, que  después  había de dar su nombre a una de las más simpáticas y benéficas categorías del género humano: el de la gente hospitalaria. Zeus estaba tan apasionado por ella, que hizo durar veinticuatro horas, en vez de ocho,  la  noche  en  que fue a visitarla. Y el fruto de aquel abrazo fue en proporción a su duración. Hera, para vengarse, mandos serpientes a estrangular al neonato. Pero éste cogiéndolas  entre  el  índice  y  el  pulgar  les   aplastó la cabeza. Por esto le llamaron Hércules, que quiere decir «gloria de Hera».

 

Creció idóneo a sí mismo,  y  convirtióse  en  breve  en el más popular de los héroes griegos por su carácter alegrote, vagabundo, cariñoso y amable, aunque de vez en cuando, creyendo hacerle una caricia, le  rompía la columna vertebral a un amigo, y luego se  echaba a llorar sobre el cadáver por su propio atolondramiento. Las hizo de todos los colores. Sedujo a las cincuenta hijas del rey de Tespias, mató con las manos a un león, cuya piel fue, desde entonces su único  vestido, enloqueció por una brujería  de  Hera,  estranguló a sus propios hijos y fue a curarse  a  Delfos, donde le ordenaron retirarse  a  Tirinto  y  ponerse  a las órdenes del rey Euristo, quien, para tenerle sujeto, le ordenó doce empresas dificilísimas y arriesgadísimas, esperando que en una de ellas  dejase  la  piel.  Pero Hércules las llevó a cabo.

 

Después de muerto, fue venerado como un dios, pero sus hijos, llamados heráclidas, que debían de ser millares dada la fuerza demográfica del papá y que habían heredado su carácter turbulento se  convirtieron en los bandidos de  Grecia.  Uno  de  ellos,  Hilo, retó, uno tras otro, a los soldados que el rey había movilizado para echarle con sus hermanos. La condición era que, si les vencía a todos, los heráclidas tendrían en premio el reino de Micenas. Si perdía, se marcharían, comprometiéndose a volver sólo  después de transcurridos cincuenta años, o sea en las  personas de sus hijos y nietos. Perdió, y la promesa fue mantenida. Los heráclidas partieron, pero sus descendientes de la tercera generación, al cumplirse  el  medio  siglo, se presentaron puntualmente, mataron a  los  aqueos que intentaron resistir, y se adueñaron de Grecia.

 

Esto que la leyenda llama «el retorno de los heráclidas», en lenguaje histórico se llama «invasión  doria», y aconteció hacia el año 1100 antes de Jesucristo. Sin duda fueron los mismos dorios, si no los que elaboraron de raíz esta leyenda, los que se la apropiaron. Deparaba un pretexto para el abuso y un blasón al señorío de los nuevos amos, haciéndoles pasar por acreedores en vez de ladrones.

 

Como de costumbre, no se sabe con precisión quiénes eran los dorios. Pero no hay duda de que procedían de la Europa  central,  porque  llevaron  a  Grecia el don más precioso de aquella civilización que los etnólogos llaman «de Hallstatt», por el nombre de la ciudad austríaca donde se han descubierto las primeras huellas: el hierro.

 

También los aqueos habían conocido el  hierro, pero no lo habían labrado jamás, limitándose a  importarlo del Norte, manufacturado. Los dorios eran mucho más toscos y bárbaros que ellos; pero  poseían  hierro  en gran cantidad; lo extrajeron  hasta  de  las  laderas  de las montañas epirotas y macedonias a medida que avanzaban hacia el Sur en su  marcha de  conquista, y con él se proveyeron de armas contra las cuales las piedras y las mazas de los aqueos podían bien poco. Eran altos, de cráneo redondo y ojos azules,  de  un valor y una ignorancia a toda prueba. Se trataba, ciertamente, de una raza nórdica.

 

Cayeron a manadas, establecieron su primera fortaleza en Corinto, que dominaba el istmo, y pronto sometieron toda Grecia menos el Ática, donde los atenienses lograron resistir  y  rechazarlos.  A  diferencia de los aqueos, no eran solamente terrestres y no se limitaron al  continente.  Desembarcaron  en  las  islas, y en Creta destruyeron los últimos restos de la civilización minoica.

 

Casi siempre, los conquistadores se cansan pronto de hacer de amos y, tras de un arrebato de prepotencia, suelen acabar como hicieron los  aqueos:  llegando  a un compromiso con  la  población  local,  con  la  que se mezclan y de la  que  aceptan  del  todo  o  en  parte las costumbres. Pero los dorios tenían una fea enfermedad: el racismo. Y  hasta  en  esto se  confirma que se trataba de nórdicos, que el racismo lo llevaron siempre y siguen llevándolo en la sangre: todos, hasta los que de palabra lo niegan. Por bien  que  fuesen mucho menos numerosos que los indígenas, o acaso precisamente por ello, defendieron su integridad biológica, a menudo con auténtico heroísmo como en Esparta. La civilización griega,  lejos  de  seducirles, en el primer momento les espantó. Aceptaron la lengua, mucho más evolucionada que la suya y rica ya de una literatura, aunque sólo fuese oral. Se adueñaron de la leyenda de los heráclidas, porque les era útil. Pero la paridad de derechos y los matrimonios mixtos los excluyeron aún mucho tiempo, y  esto  es  lo  que  explica el caos que provocaron.

 

Hesíodo, que seguramente no era dorio y escribió algún tiempo después, llamó a ésta «la edad del hierro», y no sólo porque el hierro era por primera vez ampliamente usado, sino porque la vida se  había vuelto dura y difícil. La inseguridad  en  el  campo  lo  había despoblado. Todos  llevaban armas para defenderse y atacar. El desarrollo artístico y cultural se había detenido porque, a diferencia de los aqueos, todos muertos o fugitivos, los nuevos señores no tenían sombra de mecenazgo. Todo esto tuvo, como veremos, fatales consecuencias.

( Indro Montanelli )





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