domingo, 3 de junio de 2018

ORIGEN DE LA FORTUNA GALA DE CÉSAR


César tenía un esclavo germano manumitido, Burgundo, al que había heredado de Cayo Mario a la muerte de éste cuando César contaba trece años. Había sido un legado afortunado; Burgundo había encajado de un modo indispensable en la adolescencia y en la edad adulta de César. Hasta hacia sólo un año, Burgundo había continuado con él, quien, viendo su avanzada edad, lo había retirado a Roma, donde se ocupaba de las tierras de César, y también de su madre y su esposa. Pertenecía a la tribu de los cimbros, y aunque era niño cuando Mario aniquiló a los cimbros y a los teutones, conocía perfectamente la historia de su pueblo.

 

 Según Burgundo, los tesoros tribales de los cimbros y de los teutones habían quedado al cuidado de sus parientes los atuatucos, con quienes habían permanecido durante el invierno antes de embarcarse en la invasión de Italia. Sólo seis mil de una horda de más de tres cuartos de millón de hombres, mujeres y niños, habían logrado regresar a las tierras de los atuatucos y allí los supervivientes de la masacre de Mario se habían asentado y habían acabado por convertirse en atuatucos más que cimbros. Y allí también habían permanecido los tesoros tribales de los cimbros y de los teutones.

 

Durante su segundo año en la Galia de los cabelleras largas, César había entrado en las tierras de los nervios, quienes luchaban a pie y vivían en las orillas del Mosa, debajo de las tierras de los eburones, hacia la cual se dirigía un consternado e infeliz Sabino y un todavía más consternado e infeliz Lucio Aurunculeyo Cotta al mando de la decimotercera legión. Se había librado una batalla, aquélla famosa durante la cual los nervios prefirieron permanecer en el campo de batalla para morir antes que vivir como hombres derrotados; pero César había sido misericordioso y había permitido que las mujeres, los niños y los ancianos regresasen a sus casas sin que nadie los molestase.

 

Los atuatucos eran el pueblo que venía a continuación después de los nervios siguiendo el curso ascendente del Mosa. Aunque el propio César había sufrido pérdidas importantes, era capaz de continuar en campaña, de modo que avanzó luchando contra los atuatucos. Estos se retiraron a su oppidum en Atuatuca, una fortaleza situada sobre una colina desde la que se divisaba el imponente bosque de las Ardenas. César había asediado y tomado Atuatuca, pero a los atuatucos no les fue tan bien como les había ido a los nervios.

 

 A causa de que le habían mentido y habían intentado traicionarle, César concentró a toda la tribu en un campo cerca de la arrasada oppidum, convocó a los tratantes de esclavos, que siempre acechaban entre la caravana que llevaba la impedimenta romana, y vendió la tribu entera en un solo lote al mejor postor. Cincuenta y tres mil atuatucos habían ido en bloque a la subasta, una doble fila al parecer interminable de personas abrumadas, llorosas y desposeídas a las que se había conducido a través de las tierras de las otras tribus todo el trayecto hasta el mercado de esclavos de Masilia, donde fueron divididos, escogidos y vendidos de nuevo.

 

Había sido una jugada astuta. Las otras tribus habían estado todas al borde de la revuelta, incapaces de creer que los nervios y los atuatucos, que en conjunto eran muchos millares, no hubieran aniquilado a los romanos. Pero la doble fila de cautivos narraba una historia diferente, y la revuelta nunca llegó a producirse. La Galia de los cabelleras largas empezó a preguntarse quiénes eran aquellos romanos, cuyos diminutos ejércitos de tropas espléndidamente equipadas se comportaban como si fueran un solo hombre, y no caían sobre el enemigo en masa ululante e indisciplinada ni se esforzaban en entrar en un combate frenético capaz de hacerles atravesar cualquier cosa. Se les había temido durante generaciones, pero en realidad no se les conocía; hasta César no eran más que cocos para asustar a los niños.

 

Dentro de la oppidum de los atuatucos César encontró los tesoros tribales de los cimbros y los teutones, los montones de objetos y lingotes de oro que habían llevado consigo siglos atrás cuando emigraron de las tierras de los escitas, ricas en oro, esmeraldas y zafiros, y que luego habían dejado en Atuatuca. El general tenía derecho a quedarse con todos los beneficios de la venta de esclavos, pero el botín pertenecía al Tesoro y a cada escalón del ejército, desde el comandante en jefe hasta los soldados rasos.

 

Aun así, cuando se hubieron hecho los inventarios y la gran caravana de carretas que transportaban el botín iba de camino hacia Roma bajo una fuerte vigilancia para almacenarlo hasta el día en que el general hiciese su desfile triunfal, César comprendió que sus preocupaciones económicas se habían acabado de por vida. La venta de la tribu de los atuatucos como esclavos le había proporcionado un beneficio neto de dos mil talentos, y la parte del botín que le correspondía le daría todavía más que eso. Sus soldados rasos se convertirían en hombres ricos, y sus legados estarían en condiciones de comprar su camino hacia el consulado.

 

Y eso había sido sólo el principio. Los galos extraían plata de las minas y lavaban y cribaban el oro aluvial en los ríos que descendían desde el macizo Cebenna. Eran artesanos consumados y herreros inteligentes; incluso un montón de ruedas de hierro o barriles bien curvados, una vez confiscados, representaban dinero. Y cada sestercio que César enviaba a Roma incrementaba su valía y su posición pública: su dignitas.

 

El dolor de la pérdida de Julia nunca desaparecería, y César no era Craso. Para él el dinero no era un fin en sí mismo; sólo era un medio para afianzar su dignitas, una comodidad sin vida que aquellos años en que estuvo espantosamente endeudado mientras trepaba por la escalera de las magistraturas le habían enseñado que era de importancia primordial en el esquema de las cosas. Cualquier cosa que afianzase su dignitas contribuiría a la dignitas de su hija muerta. Lo que era un consuelo.

 

 Los esfuerzos de César y el propio instinto de su hija para inspirar amor harían posible que a ésta se la recordara por sí misma, no porque hubiera sido la hija de César y la esposa de Pompeyo el Grande. Y cuando César regresase a Roma triunfante, celebraría los juegos funerarios que el Senado le había denegado a su hija. Aunque, como él en una ocasión les había dicho a los padres conscriptos reunidos para tratar de otro tema, tuviera que aplastarles los genitales con la bota para conseguir llevar a cabo su propósito.


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