miércoles, 2 de agosto de 2017

CRESO, EL HOMBRE MÁS RICO DE LA ANTIGÜEDAD

 
Creso (en griego Κροῖσος, Kroisos), último rey de Lidia (entre el 560 y el 546 a. C.),​ de la dinastía Mermnada, su reinado estuvo marcado por los placeres, la guerra y las artes.
 
Creso nació hacia el 595 a. C.. Al morir su padre Aliates de Lidia en el 560 a. C., Creso conquistó Panfilia, Misia y Frigia; en definitiva, sometió a todas las ciudades griegas de Anatolia hasta el río Halis (salvo Mileto), a las que hizo importantes donaciones para sus templos. Debido a la gran riqueza y prosperidad de su país, de él se decía que era el hombre más rico en su tiempo.
 
Ante el inquietante avance de Ciro II de Persia, Creso envió un mensajero al Oráculo de Delfos, que le respondió que si conducía un ejército hacia el Este y cruzaba el río Halis, destruiría un imperio. 
Alentado por el oráculo, Creso organizó una alianza con Nabónido de Babilonia, Amosis II de Egipto y la ciudad griega de Esparta. Sin embargo, las fuerzas persas derrotaron a la coalición en Capadocia, en la batalla del río Halis (547 a. C.). De esta manera se cumplió el vaticinio: por culpa de Creso y su creencia en los oráculos, se había destruido su propio imperio lidio.
 
Creso es nombrado por cuatro autores clásicos. Heródoto le dedica buena parte del primer libro de su Historia, centrándose en la conversación con Solón (I, 29-33), la tragedia de su hijo Atis (I, 34-45) y el fin del imperio lidio (I, 85-89). Plutarco critica la visión de Heródoto por considerarla muy negativa y presentar a Creso como un «ignorante, fanfarrón y ridículo».​ Jenofonte incluye a Creso en la biografía sobre Ciro, la Ciropedia (VII, 1). También habla brevemente de Creso Ctesias en su encomio a Ciro. Por último, el poeta Baquílides cuenta en su tercera oda un supuesto fin de Creso en la pira.
 
Con treinta y cinco años, Creso se convierte en rey tras la muerte de Aliates hacia 560 a. C.n . Sometió a las ciudades griegas de Anatolia, haciéndolas tributarias, pero decidió no atacar a los isleños, por consejo de uno de los siete sabios de Grecia, que pudo haber sido Biante de Priene o Pítaco de Mitilene.  Convertida la capital de Lidia, Sardes, en un lugar de encuentro de sabios por su riqueza y esplendor, según Heródoto llegó a la ciudad el ateniense Solón, que viajaba por el mundo por diez años tras promulgar sus leyes. Este encuentro parece sin embargo que jamás existió, pues Solón promulgó sus leyes en 594 a. C. y Creso comenzaría a reinar unos treinta años después. En cualquier caso, la entrevista con Solón puede ser entendida como una muestra de la filosofía popular del momento. Cuenta Heródoto que Creso preguntó a Solón cuál creía que era el hombre más dichoso. El ateniense, en vez de decir que era el rey lidio, mencionó varios nombres, todos muertos tras alguna hazaña y después de llevar una vida tranquila y gozosa. Al cuestionarle Creso por qué no apreciaba la dicha lidia, Solón expresó que «el hombre era pura contigencia» y sólo se podría hablar sobre la dicha de Creso después de su muerte. Creso molesto, dejó marchar a Solón, convencido de ser el más dichoso de los hombres.
 
Creso tenía dos hijos, uno lisiado y sordomudo al que despreciaba y, otro, Atis, que destacaba en todos los campos. Una noche, tuvo un sueño que presagiaba la muerte de Atis producida por una punta de hierro. Para evitar que se cumpliera el sueño, impidió que su hijo corriera cualquier riesgo y que se acercara lo más mínimo a cualquier objeto punzante. Además, aceleró la boda de su primogénito, a fin de asegurar la descendencia. En ese contexto, apareció en Sardes un extranjero, Adrasto, de familia real, desterrado por haber matado a su propio hermano sin querer. Creso, siguiendo la tradición, lo aceptó en su corte y lo purificó de sus crímenes. Al mismo tiempo un jabalí apareció en el país, arrasando todo a su paso. Atis suplicó a su padre que le dejara tomar parte de la caza. Éste accedió al entender que su hijo no podía morir por los colmillos del jabalí. Acompañó a la expedición Adrasto para vigilar que a Atis no le ocurriera nada malo. Sin embargo, en medio de la caza, Adrasto lanzó su jabalina con tan mala fortuna de acertar en Atis, matándolo tal como predijo el sueño. Al presentarle el cadáver a Creso, Adrasto le pidió que lo matara en justa correspondencia con su infortunio. El rey se negó, al no considerarlo el responsable del mal hecho. Pese a todo, Adrasto se suicidó al considerarse el más desgraciado de los hombres. Heródoto relaciona el fin de Atis con un castigo divino por la soberbia de Creso mostrada ante Solón.
 
La muerte de Atis cumple, asimismo, según la narración de Heródoto, la profecía dada por el oráculo de Delfos en ocasión del asesinato del rey heráclida Candaules por parte del mermnada Giges. Según la Pitia, este último y sus sucesores gobernarían a los lidios, pero la venganza caería sobre el quinto descendiente de Giges. Esta parte del vaticinio, eclipsada por la otra que daba por bueno el reinado mermnada, fue desoída por el agradecido Giges, y olvidada por sus sucesores.
 
Después de superar el duelo por la muerte de su hijo, Creso vio como amenaza el creciente poder del imperio persa de Ciro II el Grande, quien había destronado a Astiages, rey persa casado con Arienis, hija de Aliates y, por tanto, pariente de Creso. Pensando que podría a su vez contener ese peligro y vengar a Astiages, y deseando consultar sobre ello a los oráculos, primero decidió probarlos, mandando emisarios a todos los santuarios conocidos a fin de que adivinaran que hacía en un preciso momento. Realizada la prueba, Creso sólo quedó satisfecho con los vaticinios de los oráculos de Delfos y Anfiarao. De esta forma, decidió mandar ofrendas y sacrificios a Delfos, a fin de ganarse el favor del santuario.​ También envió ofrendas a Anfiaro, pero al enterarse de la muerte del adivino sólo quedó la opción de Delfos. Así pues mando unos emisarios para que preguntaran si debía emprender la guerra contra los persas. La Pitia contestó de forma ambigua, declarando que se destruiría un imperio, sin dejar claro si sería el persa. Creso no tuvo dudas e incluso hizo una tercera consulta, sobre cuanto duraría su monarquía a lo que la Pitia contestó que sólo la perdería cuando un mulo reinara sobre los medos.​ Creso pensó que jamás reinaría ninguno, pero no se dio cuenta de que realmente a Ciro se le podía considerar un «mulo», por ser hijo de una pareja de diferente condición.
 
Interpretados de esa manera los oráculos, no puso Creso en duda su victoria y decidió organizar en primer término una expedición a Capadocia, ubicada al otro lado del río Halis, que hacía de límite natural entre territorios lidios y persas.​ Previamente concretó una alianza con los lacedemonios, a los que consideraba como los griegos más poderosos, y con quienes los lidios siempre habían mantenido muy buenas relaciones.​ Antes de partir, hizo caso omiso a una recomendación del sabio Sandamis, consistente en la argumentación de que organizar un enfrentamiento contra los persas, hombres carentes de riquezas, ponía en riesgo a los lidios que, a su modo de ver, frente a un desenlace positivo nada ganarían, mientras que frente a uno negativo podían perder mucho.
 
Tras cruzar el Halis, las tropas de Creso se establecieron en Pteria, comarca de Capadocia, y esclavizaron a sus habitantes. Por su parte, Ciro se dirigía a su encuentro sumando tropas mientras avanzaba. Los ejércitos de ambas partes se encontraron allí y pelearon hasta que se puso el sol sin que ninguno resultara vencedor. Comprendiendo Creso al día siguiente que su ejército era menor en número, decidió volver a Sardes y pedir auxilio a los egipcios y babilonios, con cuyos respectivos reyes Amosis II y Labineto (probablemente Nabonido)​ tenía concertada una alianza.
 
Al regresar de Capadocia a su capital, Sardes, Creso mandó emisarios a sus aliados para que confluyeran en la ciudad en cuatro meses, a fin de formar un ejército capaz de derrotar a Ciro. Según Heródoto, despediría a sus mercenarios ya que iba a formar un mejor ejército. Ciro se daría cuenta de la marcha de los mercenarios y entendería las intenciones de Creso por lo que avanzó rápidamente hacia la capital. Al norte de ésta tuvo lugar la batalla de Timbrea, en la que ambos ejércitos se enfrentaron y que significó la victoria bélica decisiva para los persas, que obligaron a los lidios a refugiarse tras las murallas de la ciudad. Creso creía a Sardes inexpugnable y, pensando en un largo asedio, mandó más emisarios a los aliados, a los efectos de pedirles que descartaran el tiempo de espera antes notificado y fueran en su auxilio lo antes posible.
 La inexpuganibilidad de la ciudad proviene de una leyenda según la cual, el rey Meles hizo pasear por las murallas de la ciudad a un león consagrado a Sandón. Pero se dejó una parte de la muralla, ya que era una zona escarpada por la que parecía imposible acceder. Sin embargo, un persa se percató de que se podía acceder por esa zona, y el ejército de Ciro pudo tomar la ciudad antes incluso de que los espartanos, principales aliados de Creso, pudieran partir de su puerto. Heródoto hace coincidir los días de asedio, catorce, con los años que reinó Creso en Lidia. De este modo, los persas capturaron a Creso al año siguiente de la batalla de Capadocia, en el 546 a. C.
 
Sobre lo que ocurrido tras su apresamiento hay dos versiones, una contada primero por Heródoto y otra por Baquílides.​ Ambas coinciden en que Creso fue conducido a una pira y al iniciarse el fuego, en vez de implorar a cualquier dios, recordó a Solón, que le había hablado de la inestabilidad del hombre, gritando su nombre. Ciro intrigado le cuestionó sobre Solón. Según Heródoto, Creso respondió que Solón «es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la Tierra, más bien que poseer inmensos tesoros», y le refirió lo sucedido y lo que Solón había dicho sobre la felicidad, esto es, que la fortuna del hombre es tan cambiante que sólo es posible conocer o medir su felicidad después de que ha muerto.​ Heródoto plantea la cuestión de una manera teatral, de cómo un hombre puede aprender de los errores de otro, además le sirve para trasladar a partir de ese momento su atención de Creso a Ciro en su historia.
 
En todo caso, las palabras de Creso sobre Solón conmueven a Ciro y, viendo reflejada su dicha actual en la otrora buena fortuna de Creso, manda apagar el fuego, aunque demasiado tarde. A partir de ese punto las versiones se contradicen. La maś defendida, por el propio Heródoto, Éforo, Jenofonte y Ctesias dice que Creso al ver el arrepentimiento de Ciro imploró a los dioses y estos apagaron el fuego con una tormenta. 
En la otra versión, expresada por Baquílides, Creso muere de forma voluntaria pese a la tormenta. La Crónica de Nabónido también apoya la teoría de la muerte de Creso, al contar que Ciro conquistó Lidia y mató a su rey. Siguiendo la primera versión, cuenta Heródoto,​ que quedó en la corte de Ciro, siendo bien tratado y sirviendo al rey persa, y a su hijo Cambises, como consejero. Así lo muestra Heródoto, aconsejando a Ciro que ataque a los masagetas en el país de éstos y no en la propia Persia como había propuesto Tomiris, reina de los masagetas. Antes de partir a la batalla, en la que moriría, Ciro deja a Creso con Cambises, al que ya había nombrado heredero.
 
Cuenta Heródoto que las leyes lidias con las que gobernó Creso fueron muy parecidas a las de los griegos, pero señala una excepción consistente en la prostitución voluntaria de las mujeres lidias como forma de obtener la dote antes de contraer matrimonio, lo que constituiría una peculiaridad de las costrumbres lidias y de las leyes que las regulan.
 
El historiador francés Victor Duruy afirma que el dominio de Creso fue «bastante suave» y que este hecho explica en parte el rechazo que los griegos asiáticos sentían por Ciro y los persas. Considera asimismo que el monarca, en sus modos y costumbres, era «casi griego», es decir, a tono con los pueblos bajo su dominio: estaba casado con una jonia, consultaba oráculos, gustaba de las artes, recibía a los sabios de Grecia y pedía el auxilio de los lacedemonios. El mismo historiador destaca de Creso el hecho de que no fuese avaro (afirmación que encuentra sustento en varias historias referidas por Heródoto; por ejemplo, la que comenta los costosos y muchos regalos que dejó en Delfos para Apolo y sus habitantes, o la que habla sobre la entrega de oro en calidad de regalo a los lacedemonios mucho tiempo antes de procurar una alianza con ellos).
 
A Creso se le atribuye la emisión de las primeras monedas de oro, entre los años 640 y 630 a. C. con una pureza normalizada y una circulación general. Se basarían en una aleación de electrum, es decir, oro y plata con trazas de cobre y otros metales. La composición de estas monedas sería similar a los depósitos de sedimentos del río de la capital Sardes.


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