lunes, 1 de mayo de 2017

MARCO PORCIO CATÓN, EL CENSOR

En -195, inmediatamente después de la primera guerra púnica, las mujeres de Roma, formando cortejo, se dirigieron al Foro y pidieron al Parlamento la abrogación de la Ley Oppia, promulgada durante el régimen de austeridad impuesto por la amenaza de Aníbal, que prohibía al bello sexo los adornos de oro, los vestidos coloreados y el uso de vehículos.


Por primera vez en la historia de Roma, las mujeres eran protagonistas de algo, tomaban una iniciativa política y, en suma, afirmaban sus derechos. Hasta entonces, no había sucedido jamás. Durante cinco siglos y medio, o sea. desde el día en que fue fundada, la historia de Roma había sido una historia de hombres, en la que las mujeres actuaron, en masa y anónimamente, de coro. Las pocas cuyos nombres se conocen, Tarpeya, Lucrecia, Virginia, acaso no existieron nunca y no encarnan personajes verosímiles, sino monumentos a la Traición o a la Virtud. La vida pública romana era solamente masculina. Las mujeres no contaban más que en la privada, es decir, en el ámbito familiar de la casa, donde su influencia quedaba circunscrita exclusivamente a sus funciones de madre, de esposa, de hija o de hermana de los hombres.


En el Senado, Marco Porcio Catón, en su calidad de «censor» encargado de vigilar las costumbres, se opuso a la petición. Y su discurso, que nos ha sido dado a conocer por Livio, dice mucho sobre las transformaciones acaecidas aquellos últimos años en la vida familiar y social de la Urbe:


«Si cada uno de nosotros, señores, hubiese mantenido la autoridad y los derechos del marido en el interior de la propia casa, no hubiéramos llegado a este punto. Ahora henos aquí: la prepotencia femenina, tras haber anulado nuestra libertad de acción en familia, nos la está destruyendo también en el Foro.

Recordad lo que nos costaba sujetar a las mujeres y frenar sus licencias, cuando las leyes nos permitían hacerlo. E imaginad qué sucederá de ahora en adelante, si esas leyes son revocadas y las mujeres quedan puestas, hasta legalmente, en pie de igualdad con nosotros. Vosotros conocéis a las mujeres: hacedlas vuestras iguales e inmediatamente os las encontraréis convertidas en dueñas. Al final veremos esto: los hombres de todo el Mundo, que en todo el Mundo gobiernan a las mujeres, serán gobernados por los únicos hombres que se dejan gobernar por sus mujeres: los romanos.»


Las manifestantes rubricaron con una burlona risotada las últimas palabras del orador, que, por lo demás, estaba habituado a ello como todos los que dicen la verdad. La ley Oppia fue revocada y Catón trató inútilmente de recobrarse decuplicando los impuestos sobre artículos de lujo. Ciertas ventoleras, cuando empiezan a soplar, no hay barba de censor que pueda pararlas. Y las sufragistas, conseguida la iniciativa, no estaban dispuestas a dejársela arrancar de las manos. Poco a poco obtuvieron el derecho de administrar su propia dote, lo que las hacía económicamente independientes y libres, como se diría hoy, de «vivir su vida»; después, el de divorciarse y de vez en cuando, si no lo conseguían, de envenenar al marido. Y cada vez más se entregaron a la práctica del maltusianismo para evitar el «fastidio» de los hijos.


Contrariamente a lo que se cree y a como nos lo han pintado, el hombre que trataba de cerrar el paso a estas modas nuevas, todas de origen griego, no era en absoluto un insoportable moralista de boca acerba y de hígado enfermo. Todo lo contrario. Marco Porcio Catón era un campesino plebeyo de los alrededores de Rieti, lleno de salud y de buen humor, que llegó a los ochenta y cinco años (edad, para aquellos tiempos, casi legendaria), y murió después de haber conseguido todas las satisfacciones, incluida la de hacerse muchos enemigos, cosa que le agradaba particularmente.


Debióse a la casualidad que llegara a ser un relevante hombre político y acaso el personaje más interesante de aquel período. Vivía con estoica sencillez en su pequeña granja que cultivaba con sus propias manos, cuando, muy cerca, estableció su residencia un viejo senador jubilado, Valerio Flaco, que se retiró allí por el desagrado que le producía la corrupción de Roma. Patricio a la antigua, es decir, de aquellos que sentían horror por los refinamientos, en seguida simpatizó con aquel muchacho desdentado, de manos callosas, de costumbres rústicas y pelo rojo, que leía los clásicos, pero a escondidas porque se avergonzaba de ello como de un vicio poco menos que impúdico, con los cuales había aprendido a escribir y a hablar con un estilo seco y escueto. Se hicieron amigos, compartiendo costumbres e ideas. Y Valerio estimuló a Marco, que se llamaba Porcio porque su familia había criado siempre puercos, y Catón porque sus antepasados habían sido astutos, a que se hiciera abogado. Era la profesión con la que se debutaba en la vida política. Y acaso el senador le lanzó precisamente con este objeto, con la esperanza de dejar un heredero en la polémica antimodernista, que la edad no le permitía ya sostener a él.


Catón lo intentó y ganó, una tras otra, doce causas ante el tribunal local. Después, con una clientela segura, abrió un bufete, como se diría hoy, en Roma, se presentó a las elecciones y batió el llamado «curso de los honores» con anibálico ceño. Edil a los treinta años, en -199, y pretor en -198, tres años más tarde era cónsul. Luego volvió a empezar: tribuno en -191 y censor en -184, prácticamente continuó ejerciendo magistraturas hasta muy avanzada edad, distinguiéndose sobre todo en tiempo de guerra, cuando cambiaba por los militares sus galones civiles. El campamento le convenía más que el Foro, porque con más pertinencia podía apelar a la disciplina, que él consideraba como la condición de los valores morales. Al parecer, era un general tacaño. Pero los soldados se lo perdonaban porque caminaba a pie como ellos, combatía con sereno valor y, en el momento del saqueo, que figuraba en los derechos del vencedor, concedía a cada uno una libra de plata sobre el botín, que después entregaba enteramente al Senado sin guardarse ni una onza para él.


Esta regla, que los generales romanos habían observado casi siempre hasta las guerras púnicas, hacía algún tiempo que constituía una excepción. El Gobierno no se fijaba demasiado en la parte que el vencedor se había embolsado del botín, cuando éste era rico. Quinto Minucio había traído de España treinta mil libras de plata y treinta y cinco mil denarios; Manlio Vulson, cuatro mil quinientas libras de oro de Asia y cuatrocientos mil sestercios que fueron extorsionadas a Antíoco y a Perseo... Bajo aquella lluvia de oro, la honradez de los magistrados y de los generales romanos, estrechamente ligadas, a la pobreza, al ahorro y a la avaricia, era natural que se hundiese. Y la batalla que condujo Catón para impedirlo estaba destinada al fracaso. De todos modos, él la llevó a cabo igualmente.


En 187, cuando era tribuno, pidió a Escipión Emiliano y a su hermano Lucio, que regresaban vencedores de Asia, que rindiesen cuentas al Senado de las sumas pagadas como indemnización de guerra por Antíoco. Era una petición perfectamente legítima, pero que sorprendió a Roma porque ponía en entredicho la corrección del triunfador de Zama, que, en realidad, estaba por encima de toda sospecha. No se comprende bien qué impulsó a dar aquel paso a Catón, que no podía ciertamente ignorar la integridad del Africano y su inmensa popularidad. Tal vez quiso simplemente restablecer el principio, que estaba cayendo en desuso, de que los generales, cualesquiera que fuesen su nombradía y sus méritos, debían rendir esas cuentas; ¿o tal vez fue por una violenta antipatía hacia el clan de los Escipiones, esteticistas, helenizantes y modernistas?


Acaso una y otra cosa. Como fuere, el pretexto coligó contra quien presentaba la petición, a aquella oligarquía de familias dominantes que, en el ámbito de la aristocracia senatorial, detentaba prácticamente el monopolio del poder. Hasta Sila, la historia de Roma se resume en la de algunas dinastías, y de hecho presenta siempre los mismos nombres. De los últimos doscientos cónsules de la República, la mitad pertenece a sólo diez linajes y la otra mitad a dieciséis. Y de ellos, el de los Escipiones era acaso el más insigne, desde el que cayó en Trebia hasta el que había triunfado en Zama y que era padre adoptivo del que más tarde destruyó Cartago.


El Africano, aun cuando herido en su orgullo, se disponía a responder. Pero su hermano Lucio se lo impidió. Y, sacándose de la cartera los documentos que comprobaban las percepciones habidas y los pagos correspondientes, los hizo pedazos delante del Senado. Por este gesto fue llevado ante la Asamblea y condenado por fraude. Mas el castigo le fue ahorrado por veto de un tribuno, un tal Tiberio Sempronio Graco, de quien pronto oiremos hablar, lo que venía a confirmar más la regla supradicha de la política por dinastías, pues era pariente del acusado, por haber casado con la hija del Africano, Cornelia. El héroe de Zama fue convocado a la Asamblea para ser sometido a juicio. Interrumpió el debate invitando a los diputados al templo de Júpiter para celebrar el aniversario de su gran victoria, que caía precisamente en aquel día. Los diputados le siguieron y asistieron a las funciones que allí se celebraron. Mas, de vuelta en el Senado, convocaron de nuevo al general. Éste se opuso a ello y, amargado por aquella insistencia, se retiró a su villa de Liternum, donde permaneció hasta la muerte. Sus perseguidores le dejaron finalmente en paz. Pero Catón deploró, justamente, que por primera vez en la historia de Roma los méritos de combatiente de un acusado obstaculizaran la justicia, y en este episodio denunció el primer vislumbre de un individualismo que pronto corrompería la sociedad con el culto del héroe y había de destruir la democracia. Los hechos se encargarían de darle la razón.


Alguien se preguntará cómo, teniendo en contra adversarios poderosos como las mujeres y la «mafia» de las familias aristocráticas, aquel implacable debelador logró, sin embargo, seguir en el machito y ganar las elecciones cada vez que se presentaba candidato a cualquier magistratura. Pocos le querían, ciertamente. Su honestidad en aquellos tiempos de corrupción, su ascetismo en aquella época de molicie, eran sentidos por todos como un remordimiento. Representaba lo que cada uno hubiera debido, y acaso querido ser, pero que, desgraciadamente no era. Y precisamente por esto, pese a detestarle, le respetaban y le concedían el voto. Era, además, un gran orador. Y la cosa era bastante extraña, pues había debutado en las letras publicando un tratado contra los retóricos y anticipando la famosa frase de Verlaine: Cuando veas la oratoria, tuércele el cuello. Pero precisamente a fuerza de enseñar a los demás cómo «no» se debía hablar, había aprendido él mismo a hablar perfectamente. Lo poco que nos queda de sus discursos basta para que le reconozcamos como más grande que Cicerón, ciertamente más rotundo, enfático y literariamente perfecto que él, pero menos directo, eficaz y sincero. Lo que demuestra que no hay elocuencia, como no hay literatura, como no hay música ni pintura, como no hay nada, sin una fuerza moral y una convicción sincera que las sostengan.


Catón sazonaba con notas de humor incluso sus más severas requisitorias. Y cuando, por ejemplo, como censor, hizo expulsar del Senado a Manilio por haber besado a su mujer en público, alguien le preguntó si él no lo había hecho nunca, respondió: «Sí, pero solamente cuando truena. Por esto el mal tiempo me pone siempre de buen humor.» Hasta cuando intentaban procesarle, y lo hicieron, al parecer, cuarenta y cuatro veces, con las más variadas acusaciones, conservaba su jovialidad y se reía en igual medida que mordía. Con aquel sarcasmo siempre a punto, con aquellos chistes populares, con aquel rostro surcado de cicatrices, el pelo rojo y los dientes separados, no era agradable encontrárselo enfrente como contradictor. Y nadie hubiera conseguido arrinconarle, si él mismo no se hubiera cansado, en un momento dado, de aquel inútil combate; así que retiróse espontáneamente a escribir libros, ocupación que, en su fuero interno, despreciaba.


Lo hizo porque quería oponer algún texto escrito en latín a los que entonces todos los literatos se habían puesto a componer en griego, lengua que iba en camino de alcanzar el monopolio de la cultura romana. El De agricultura, el único, en efecto, que nos queda de él, es el primer libro en prosa propiamente dicho que apareció en Roma. Es un curioso manual práctico en el que, junto a ideas vagamente filosóficas, se mezclaban consejos sobre el sistema de curar los reumatismos y la diarrea. En cuanto a los criterios sobre el modo de explotar las tierras, helos aquí: Lo mejor —dice— es una provechosa cría de ganado. ¿Después? Una cría de ganado moderadamente provechosa. ¿Después? Una cría de ganado ni siquiera moderadamente provechosa. ¿Después? Después..., después, la labranza y la siembra. Catón no quería siquiera volver a la agricultura sino al pastoreo.


Nadie tuvo más vivo que él el pensamiento de la decadencia de Roma y nadie mejor que él diagnosticó el foco de infección: Grecia. Había estudiado la lengua y, culto y avisado como era bajo sus toscos hábitos, había comprendido que la cultura helénica era demasiado más alta y refinada que la romana para no corromperla. Llamaba a Sócrates «una solterona chismosa», y aprobaba a los jueces que le condenaron a muerte por saboteador de las leyes y del carácter de Atenas. Pero le odiaba precisamente tanto como le admiraba, y se daba cuenta de que sus ideas conquistarían también la Urbe. Créeme bajo palabra —escribía a su hijo—; sí este pueblo consigue contaminarnos con su cultura, estamos perdidos. De momento ha comenzado con sus médicos que, con la excusa de curarnos, han venido a destruir a los «bárbaros». Te prohíbo que tengas trato con ellos. Le prefería muerto antes que sanado con las aspirinas y las vitaminas griegas.


Fue probablemente ese terror lo que le sugirió la insistencia, que le ha hecho célebre, sobre el delenda Carthago. Más que impedir un renacimiento de Roma, él propendía a distraer Roma de las tentaciones de una conquista de Grecia. Quería que su patria mirase a Occidente, no a Oriente, de donde, según él, sólo vendrían vicios y males. Y acaso quedóse muy decepcionado por la rapidez con que Escipión llevó a cabo la empresa. Hubiese preferido una guerra defensiva contra diez Aníbales a una ofensiva contra la Hélade_ Y cuando vio a los cónsules Marcelo, Fulvio y Emilio Paulo volver de allí con carros cargados de estatuas, pinturas, copas de metal, espejos, muebles de precio y telas recamadas, y al pueblo apiñarse ante aquellas maravillas y discutir de modas, de estilos, de sombreritos, de sandalias, de vajilla y de cosméticos, debió de llevarse, desesperado, las manos a la cabeza.


Murió en -149, cuando el Senado había ya decidido mandar el último Escipión ad delendam Carthaginem. Tal vez aquel gesto le devolvió un soplo de esperanza, o por lo menos nos complace pensarlo. De haber vivido un poco más, habría advertido que la destrucción de Cartago no había servido verdaderamente para nada. Al contrario, una vez derrotada aquella ciudad del África asomada al Mediterráneo, los romanos no tuvieron ya ojos, oídos ni pensamientos más que para Fidias, Praxíteles, Aristóteles, Platón, la cocina, los afeites y las «hetairas» de Atenas.


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