jueves, 30 de abril de 2015

ULTIMA CARTA ESCRITA POR EL EMPERADOR CLAUDIO EN EL AÑO 54


Corría ahora el mes de septiembre del año 14 de mi reinado. Últimamente Barbilo me ha leído el horóscopo, y teme que esté destinado a morir para mediados del mes que viene. En una ocasión Trasilo me dijo exactamente lo mismo. Porque me había concedido una vida de 63 años, 63 días, 63 cuartos y 63 horas. Eso viene a terminar el trece del mes que viene. Trasilo fue mucho más explícito que Barbilo. Recuerdo que me felicitó por esta combinación de sietes y nueves multiplicados; era una combinación notable. Bien, estoy dispuesto a morir. Esta mañana, en el tribunal pedí a los abogados que se comportaran con un poco más de consideración para con un anciano. Dice que al año siguiente no estaría entre ellos, y que podían tratar a mi sucesor como les pareciera. También le dije al tribunal, en el caso de una noble acusada de adulterio, que yo había estado casado varias veces, y que cada una de mis esposas, por turno, resultó ser mala, y que durante un tiempo les mostré indulgencia, pero no mucha. Hasta entonces me había divorciado de tres. Agripinila se enterará de esto.


Nerón tiene 17 años. Anda de un lado para otro con la afectada modestia de una prostituta de primera clase, agitando de vez en cuando su cabellera aromada, para quitársela de los ojos, o con la afectada modestia de un filósofo de primera clase que se detiene a cavilar en privado, de vez en cuando, en el centro de un grupo de admirados nobles, el pie derecho hacia adelante, la cabeza hundida en el pecho, el brazo izquierdo en jarras, la mano derecha levantada, tocándose levemente la frente con los dedos, como presa del dolor de un profundo pensamiento. De pronto lanza un brillante epigrama, o un feliz dístico o una profunda y sabia sentencia... pero no propios, por supuesto...



Séneca se gana el sustento, por así decirlo. Que los amigos de Nerón lo pasen bien con éste. Que Roma lo pase bien con él. Que Agripinila lo pase bien con él, y también Séneca. Me enteré en privado, gracias a la hermana de Séneca, amiga secreta de Narciso, que nos proporciona una cantidad de informaciones útiles en cuanto al último mimado de la nación, que la noche antes de que Séneca recibiese mi orden de volver de Córcega, soñó que actuaba como maestro de Calígula. Esto lo considero una señal.

 

El día de Año Nuevo llamé a Jenofonte y le agradecí por haberme mantenido con vida durante tanto tiempo. Luego cumplí con la promesa que le había hecho, aunque el plazo de quince años no ha terminado aún, y logré que el Senado concediese una exención perpetua de impuestos y de servicio militar a su isla natal de Cos. En mi discurso hice al Senado un relato completo de la vida y los hechos de los muchos médicos famosos de Cos, qué pretenden ser descendientes directos del dios Esculapio, y analicé con erudición sus distintas prácticas terapéuticas. Terminé con el padre de Jenofonte, que fue el cirujano de campaña de mi padre en sus guerras germanas, y con el propio Jenofonte, a quien alabé por encima de todo. Unos días más tarde Jenofonte me pidió permiso para permanecer conmigo varios años más. No hizo su pedido en términos de lealtad o gratitud o afecto, si bien he hecho mucho por él —¡qué hombre carente de emociones es!— Si no por motivos de conveniencia, porque el palacio es un lugar perfecto para las investigaciones médicas. El hecho es que cuando le hice a Jenofonte ese honor, contaba con él para ayudarme a llevar a cabo un plan que exigía el máximo sigilo y discreción. Se trataba de una deuda que tenía conmigo mismo y mis antepasados. Era nada menos que el rescate de mi Británico.



Permítaseme explicar ahora por qué preferí deliberadamente a Nerón y no a él, por qué le di una educación anticuada, por qué la protegí con tanto cuidado de la infección de la corte, del contacto con el vicio y las adulaciones. Para empezar, sabía que Nerón está destinado a gobernar como mi sucesor, a continuar con el maldito asunto de la monarquía, a desangrar  a Roma y ganarse el odio perenne, a ser el último de los Césares locos. Todos nosotros estamos locos, los emperadores. Empezamos con cordura, como Augusto y Tiberio, y aun Calígula (aunque fue un personaje maligno, al principio fue un hombre cuerdo), y la monarquía nos trastorna el seso. «Después de la muerte de Nerón, sin duda la república será restaurada», argumenté. Y era mi intención que Británico fuese el que la restableciera. ¿Pero cómo sobreviviría Británico en el reinado de Nerón? Este sin duda lo haría matar si se quedaba en Roma, como Calígula había hecho matar a Gemelo. Británico tenía que salir de allí, decidí, e ir a algún lugar seguro, donde pudiese crecer virtuosa y honradamente, como un Claudio de los antiguos tiempos, y mantener vivo el fuego de la verdadera libertad. «Pero el mundo es ahora totalmente romano, con excepción de Germania, el Oriente, los desiertos escitas del norte del mar Negro, el Asia inexplorada y las partes más lejanas de Bretaña. Y entonces, ¿dónde podrá estar mi Británico a salvo del poder de Nerón? —me pregunté—. No en Partia o Arabia; no podría hacerse una elección peor. No en Germania, nunca he querido a los germanos. A pesar de todas sus virtudes bárbaras, son nuestros enemigos naturales. De África y Escitia conozco muy poco. No hay más que un lugar para Británico: Bretaña. Los británicos del norte nos son racialmente afines. La reina Cartimandua, de los brigantios, es mi aliada. Es una gobernante noble y sabia, y está en paz con mi provincia de Bretaña del sur. Sus jefes son guerreros valientes y corteses. Su joven hijastro, que es su heredero, vendrá aquí en mayo, acompañado por un grupo de jóvenes nobles, invitados míos a palacio. Haré que Británico sea el anfitrión, y los uniré en secreto en una hermandad de sangre, de acuerdo con el rito británico. Estos brigantios se quedarán aquí todo el verano. Cuando vuelvan (y los enviaré por mar, desde Ostia, directamente a su puerto del Humber), Británico irá con ellos, disfrazado. Tendrá la cara y el cuerpo pintados de azul, e irá vestido con una túnica roja y los pantalones de tartán de un joven noble brigantio, con cadenas de oro en torno al cuello. Nadie lo reconocerá. Cargaré al príncipe brigantio de regalos, y lo comprometeré con los más sagrados juramentos posibles para que proteja a Británico y oculte su identidad de todos, menos de la reina. El obligará a sus compañeros con el mismo juramento. En la corte de Cartimandua, Británico será presentado como un joven griego de ilustre cuna, cuyos padres han muerto, que ha quedado sin ningún dinero, y que va a buscar su fortuna en Bretaña. En Roma no se lo echará de menos. Haré circular la noticia de que no está bien, y Jenofonte y Narciso me ayudarán en este engaño. Muy pronto anunciaré su muerte. Jenofonte tiene una orden escrita mía, que le da el derecho de reclamar el cuerpo de cualquier esclavo muerto en el hospital, en la isla de Esculapio, para usarlo con vistas a sus investigaciones. (Está escribiendo un tratado sobre los músculos del corazón). Sin duda encontrará un cadáver adecuado para ofrecerlo como el de Británico. En la corte de Cartimandua, Británico se hará hombre. Enseñará a los brigantios las útiles artes que me he preocupado de que le enseñaran. Si se comporta con modestia, jamás le faltarán amigos allí. Cartimandua le permitirá adorar a sus propios dioses. Evitará la sociedad de los romanos. A la muerte de Nerón se revelará como quien es, y volverá como el salvador de su país.»

 

Era un excelente plan, e hice todo lo posible para ponerlo en ejecución. Cuando llegó el príncipe brigantio, Británico fue su anfitrión y formó una estrecha amistad con él. Cada uno enseñó al otro su propio idioma, y el uso de las armas de su país. Trabajaron y jugaron juntos todo el verano. Se unieron por el rito de sangre, sin ser acicateados por ninguna sugestión mía, e intercambiaron regalos. Me encantó que las cosas salieran tan bien. Hablé a Jenofonte y a Narciso de mi plan. Ambos se comprometieron a ayudarme. Se ocuparon de todo lo necesario. ¡Pero véase lo que sucedió! Todo mi ingenio ha sido inútil. Hace tres días Narciso me trajo a Británico, muy temprano por la mañana, cuando todo el palacio dormía. Lo abracé con un calor que me había negado desde hacía años. Le expliqué por qué lo había tratado como lo hice. No era por crueldad o indiferencia, le dije, sino por amor. Le cité el verso griego que Augusto me había recitado antes de su muerte: «Quien te hirió, ése te curará.» Le hablé de la profecía y de mi deseo de salvar del desastre de Roma a la persona a quien más amaba: él. Le recordé la fatal historia de nuestra familia, y le pedí que aceptara mi plan, en el cual residía su única posibilidad de supervivencia. Me escuchó con atención y finalmente estalló:
—¡No, padre, no! Te confieso que te he odiado desde la muerte de mi madre. Siempre pensé lo peor de ti. Para mí eras un cobarde y un pedante y un tonto, y me avergonzaba ser tu hijo. Veo ahora que te juzgué mal y te pido perdón. Pero no, no puedo hacer lo que me pides. No es honorable. Un Claudio no puede pintarse la cara de azul y ocultarse entre bárbaros. No tengo miedo a Nerón; es un cobarde. Permíteme que me ponga este año nuevo mi toga viril. Sólo tendré trece años, pero puedes perdonarme el año que falta; soy alto y fuerte para mi edad. Una vez que sea oficialmente un hombre, podré hacer frente a Nerón a pesar de la delantera que le has concedido y de su madre. Haznos herederos conjuntos y verás quién de los dos triunfa sobre el otro. Es mi derecho como tu hijo, y de cualquier manera no creo en la república. No puedes invertir el curso de la historia; mi bisabuela Livia lo dijo, y es cierto. Me encantan los tiempos pasados, como a ti, pero no soy ciego. La república ha muerto para todos, con la excepción de personas anticuadas como tú o Sosibio. Roma es ahora un imperio, y la elección sólo reside entre emperadores buenos y emperadores malos. Hazme heredero conjunto con Nerón, y desafiaré las profecías. Sigue un par de años con vida, padre, por mí. Y entonces, cuando mueras, me pondré tus zapatos y gobernaré a Roma como se debe. Los guardias me quieren y me tienen confianza. Geta y Crispino me han dicho que cuando hayas muerto tratarán de que yo sea emperador, y no Nerón. Seré un buen emperador, como lo fuiste tú hasta que te casaste con mi madrastra. Dame instructores adecuados. Los de ahora no me sirven. Quiero estudiar oratoria, necesito entender las finanzas públicas y los procedimientos legales. Quiero aprender a ser un emperador.

 

Nada pudo disuadirlo, ni siquiera mis lágrimas. Ahora he abandonado toda esperanza de salvarlo; ningún médico puede salvar la vida de un paciente contra su voluntad de morir. Por el contrario, he hecho todo lo que me pidió, como un padre indulgente. He destituido a Sosibio y a los otros instructores, y designado otros nuevos. Le he permitido que se ponga la túnica viril este Año Nuevo y modifico mi testamento en su favor. En el anterior apenas se lo mencionaba. Hoy he hecho ante el Senado mi discurso de despedida y recomendado humildemente a Nerón y Británico, y les ofrecí a ambos una larga y sincera exhortación al amor fraternal y a la concordia, poniendo al Senado por testigo de que así lo hacía. ¡Pero con qué ironía hablé! Sabía, con tanta seguridad como que el fuego es caliente y el hielo frío, que mi Británico estaba condenado, y que era yo quien lo había entregado a la muerte, y que con él cortaba la última verdadera rama Claudia del antiguo tronco de Appio Claudio. Yo, el imbécil.

 

Mis ojos están fatigados y mi mano tiembla tanto, que apenas puedo formar las letras. Últimamente se han presenciado extraños presagios. En el cielo de la medianoche brilla un gran cometa, como el que presagió la muerte de Julio César. En Egipto se ha hablado de un fénix. Voló hasta allí desde Arabia, como es su costumbre, con una bandada de otros pájaros que lo admiraban. No creo que sea un verdadero fénix, porque aparece una vez cada 1461 años, y sólo han trascurrido 250 desde que se lo vio por última vez en Heliópolis, durante el reinado del tercer Tolomeo. Pero sin duda era una especie de fénix. Y si un fénix y un cometa no son maravillas suficientes, ha nacido un centauro en Tesalia, y me lo han traído a Roma (por vía de Egipto, donde los médicos de Alejandría lo examinaron por primera vez), y yo lo he tocado con mis propias manos. Sólo vivió un día, y llegó hasta mí conservado en miel, pero era un centauro indiscutible, y del tipo que tiene un cuerpo de caballo, no de la clase inferior que tiene cuerpo de asno. Fénix, cometa y centauro, un enjambre de abejas entre los estandartes del campamento de la guardia, un cerdo con garras como las de un halcón y el monumento de mi padre herido por un rayo. ¿Prodigios suficientes, adivinos?

No escribas más Tiberio Claudio, dios de los britanos, no escribas más.


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