martes, 4 de noviembre de 2014

EL DICTADOR CAYO JULIO CÉSAR CONVOCA AL SENADO


Dos días después César convocó al Senado por primera vez desde su regreso. El lugar elegido fue la Curia de Pompeyo en el Campo de Marte, detrás del patio de las cien columnas y la mole del teatro. Aunque representaba una larga caminata, los convocados respiraron con alivio. La Curia de Pompeyo se había construido específicamente para las sesiones del Senado, y podía alojar con holgura y en el debido orden a todo el mundo. Como se hallaba fuera del pomerium en la época en que existía la Curia Hostilia del Foro, se utilizaba sobre todo para los debates sobre la guerra extranjera, un tema que se consideraba inadecuado para tratarlo dentro del pomerium. César estaba ya sentado en su silla curul sobre el podio, con una mesa plegable delante cubierta de documentos, y tablas de cera y una púa de acero utilizada para escribir en la cera. No prestó atención a los hombres que iban entrando; había hecho que los esclavos de éstos colocaran sus asientos en las gradas: la grada superior para los pedarii los senadores con voto pero sin voz; la central para los magistrados de menor rango, es decir, ex ediles y ex tribunos de la Asamblea de la Plebe; y la grada más baja para los ex pretores y cónsules.
 

Sólo cuando Fabio, el jefe de los lictores, le tocó el hombro, levantó la cabeza y miró alrededor. No está mal la concurrencia en los bancos traseros, pensó. Hasta el momento había nombrado a doscientos hombres nuevos, incluidos los tres centuriones que habían ganado la corona civica. En su mayoría pertenecían a las familias que constituían las Dieciocho Centurias, pero algunos eran de importantes familias itálicas, y unos cuantos, como Cayo Helvio Cina, de la Galia Cisalpina. Los nombramientos «inapropiados» no habían contado con la aprobación de los miembros de las familias romanas de más rancio abolengo, que consideraban el Senado un organismo de su uso exclusivo. Había corrido la voz de que César estaba llenando el Senado de galos con calzones y legionarios de bajo rango, y también se rumoreaba que se proponía proclamarse rey de Roma. Diariamente desde su llegada de África alguien preguntaba a César cuándo iba a «restaurar la república», cosa que él pasaba por alto. Cicerón había estado protestando muy alto acerca de la gradual pérdida de exclusividad del Senado, una actitud exacerbada por el hecho de que él mismo no era un Romano de los Romanos, sino un Hombre Nuevo de una zona rural: cuantos más hombres como él estaban presentes en el Senado, menos brillaba su propio triunfo por conseguir el escaño contra todo pronóstico. Además era un esnob desmedido.

 

Unos cuantos hombres que César deseaba ver estaban sentados en los bancos delanteros: los dos Mannio Emilio Lepido, padre e hijo; Lucio Volcatio Tulo el Viejo; Calvino; Lucio Piso; Filipo; dos miembros del gens de Apio Claudio Pulcro. Y había también algunos hombres que no deseaba ver en la misma medida: Marco Antonio y el prometido de Octavia, Cayo Claudio Marcelo el joven. Pero Cicerón no estaba. César apretó los labios. Sin duda sus elogios a Catón lo tenían demasiado ocupado para asistir.

 

El podio estaba bastante concurrido. Lo ocupaban él mismo y Lepido, los dos cónsules y seis de los pretores, incluido su incondicional aliado Aulo Hirtio y el hijo de Volcatio Tulo. El insoportable Cayo Antonio estaba en el banco tribunicio, junto con los demás miembros del tribunato de la Asamblea de la Plebe, no menos pesados que él.



Son suficientes, pensó César, contándolos y viendo que había quórum. Se levantó y, cubriéndose la cabeza con un pliegue de la toga, pronunció las oraciones, luego aguardó a que Lucio César consultara los auspicios, y fue derecho al grano.


( C. McC. )

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