Dos
días después César convocó al Senado por primera vez desde su regreso. El lugar
elegido fue la Curia de Pompeyo en el Campo de Marte, detrás del patio de las
cien columnas y la mole del teatro. Aunque representaba una larga caminata, los
convocados respiraron con alivio. La Curia de Pompeyo se había construido
específicamente para las sesiones del Senado, y podía alojar con holgura y en
el debido orden a todo el mundo. Como se hallaba fuera del pomerium en
la época en que existía la Curia Hostilia del Foro, se utilizaba sobre todo
para los debates sobre la guerra extranjera, un tema que se consideraba
inadecuado para tratarlo dentro del pomerium. César estaba ya sentado en
su silla curul sobre el podio, con una mesa plegable delante cubierta de documentos,
y tablas de cera y una púa de acero utilizada para escribir en la cera. No
prestó atención a los hombres que iban entrando; había hecho que los esclavos
de éstos colocaran sus asientos
en las gradas: la grada superior para los pedarii los senadores con voto
pero sin voz; la central para los magistrados de menor rango, es decir, ex
ediles y ex tribunos de la Asamblea de la Plebe; y la grada más baja para los
ex pretores y cónsules.
Sólo
cuando Fabio, el jefe de los lictores, le tocó el hombro, levantó la cabeza y
miró alrededor. No está mal la concurrencia en los bancos traseros, pensó.
Hasta el momento había nombrado a doscientos hombres nuevos, incluidos los tres
centuriones que habían ganado la corona civica. En su mayoría
pertenecían a las familias que constituían las Dieciocho Centurias, pero
algunos eran de importantes familias itálicas, y unos cuantos, como Cayo Helvio
Cina, de la Galia Cisalpina. Los nombramientos «inapropiados» no habían contado
con la aprobación de los miembros de las familias romanas de más rancio
abolengo, que consideraban el Senado un organismo de su uso exclusivo. Había
corrido la voz de que César estaba llenando el Senado de galos con calzones y legionarios
de bajo rango, y también se rumoreaba que se proponía proclamarse rey de Roma. Diariamente
desde su llegada de África alguien preguntaba a César cuándo iba a «restaurar
la república», cosa que él pasaba por alto. Cicerón había estado protestando
muy alto acerca de la gradual pérdida de exclusividad del Senado, una actitud exacerbada
por el hecho de que él mismo no era un Romano de los Romanos, sino un Hombre
Nuevo de una zona rural: cuantos más hombres como él estaban presentes en el
Senado, menos brillaba su propio triunfo por conseguir el escaño contra todo
pronóstico. Además era un esnob desmedido.
Unos
cuantos hombres que César deseaba ver estaban sentados en los bancos
delanteros: los dos Mannio Emilio Lepido, padre e hijo; Lucio Volcatio Tulo el
Viejo; Calvino; Lucio Piso; Filipo; dos miembros del gens de Apio
Claudio Pulcro. Y había también algunos hombres que no deseaba ver en la misma
medida: Marco Antonio y el prometido de Octavia, Cayo Claudio Marcelo el joven.
Pero Cicerón no estaba. César apretó los labios. Sin duda sus elogios a Catón
lo tenían demasiado ocupado para asistir.
El
podio estaba bastante concurrido. Lo ocupaban él mismo y Lepido, los dos
cónsules y seis de los pretores, incluido su incondicional aliado Aulo Hirtio y
el hijo de Volcatio Tulo. El insoportable Cayo Antonio estaba en el banco
tribunicio, junto con los demás miembros del tribunato de la Asamblea de la
Plebe, no menos pesados que él.
Son
suficientes, pensó César, contándolos y viendo que había quórum. Se levantó y,
cubriéndose la cabeza con un pliegue de la toga, pronunció las oraciones, luego
aguardó a que Lucio César consultara los auspicios, y fue derecho al grano.
( C.
McC. )
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