jueves, 24 de septiembre de 2020

CÉSAR DICE SOBRE TITO LABIENO, EL ÚNICO DE SUS GENERALES QUE LE TRAICIONÓ

 


Aun cuando los conocía bastante bien, hasta el último momento no pude creer que me obligarían a provocar una guerra. Durante todo aquel diciembre decisivo ofrecí hacer concesiones y más concesiones y, por medio de mis agentes, di seguridades en las que debía haberse creído, si hubiera existido la menor disposición a entrar en razón. Mientras tanto, mis amigos me advertían de la existencia de varias maquinaciones que se urdían contra mi. Se decía que algunos de mis oficiales habían sido sobornados para que trabajaran con mis enemigos, y especialmente se me informó que Labieno se hallaba en constante comunicación con Pompeyo y con aquellos amigos de Pompeyo que estaban más resueltos a provocar una ruptura entre nosotros. Pero yo no podía dar crédito a semejantes historias. Conocía a Labieno desde que éramos pequeños; porque yo confié en él desde el principio, pudo ganar por sus propios méritos las grandes riquezas y la gran gloria que obtuvo en todas las guerras galas. Yo lo había colocado en un plano diferente del de todos mis otros generales y, cuando fue posible, le había conferido mando independiente. En cuestiones militares siempre habíamos estado unidos, y sobre esta base, por lo menos, había prosperado nuestra amistad. Claro está que en otros aspectos había diferencias entre nosotros. Labieno era hombre de disposición ruda, violenta, vengativa. Podía ser generoso con sus amigos, pero nunca perdonaba a un enemigo. Sabía que Labieno no había aprobado las medidas de conciliación que adopté en las Galias en el último año. Si él hubiera podido disponer las cosas a su modo, todos los que participaron en la rebelión (lo cual equivalía prácticamente a toda la población) habrían sido muertos o reducidos a la esclavitud. También sabia que Labieno estaba celoso por los favores que yo dispensaba a Antonio, en quien encontré un compañero muy agradable, así como un oficial capaz y enérgico. El hecho de que Antonio, que era dueño de un carácter disipado y entregado a los placeres, fuera asimismo un buen general, no encajaba en las ideas preconcebidas de Labieno. Pero tampoco yo encajaba en esas ideas y, sin embargo, durante todos esos años él había trabajado conmigo del modo más leal y eficiente. Labieno nunca perdió una batalla, y en las únicas ocasiones de la guerra de las Galias en que sufrimos reveses él nunca estuvo siquiera cerca del escenario de la acción. Bien pudiera ser que, considerando su larga carrera de victorias, Labieno se estimara mejor general que yo, y es verdad que en muchos aspectos no era inferior a mí. Entiendo que de vez en cuando dijera cosas despectivas sobre mí: era un hombre colérico, orgulloso, porfiado en sus opiniones y no se sentía a sus anchas cuando no había que combatir. Durante toda la última estación de campañas yo había dedicado por entero mis energías a la política, ya de las Galias, ya de Roma. Habíamos hecho que las legiones marcharan de un distrito a otro, tan sólo para mantenerlas activas y hacer más fáciles nuestros problemas de aprovisionamiento; y en mis horas de descanso me complacía en conversaciones intelectuales y literarias, que siempre me han encantado. Recuerdo que me interesé particularmente por la nueva escuela de poetas muy jóvenes, varios de los cuales eran oriundos de mi provincia: la Galia Cisalpina, la cual ya había producido a Catulo. El joven Asinio Polión acababa de incorporarse a mi plana mayor, después de haber terminado sus estudios en Roma, y solía hablar con grandísimo entusiasmo del nuevo estilo literario que, según pretendía, estaban desarrollando sus amigos. Uno de esos amigos era un muchacho de dieciocho años, el hijo de un propietario rural de cerca de Mantua, llamado, creo, Virgilio. Según Polión el muchacho tenía una pasmosa aptitud para la versificación y proyectaba componer un poema épico sobre el tema de los primeros reyes de Alba, que, desde luego, son mis antepasados. Me parecía éste un proyecto digno de estimularse, aunque luego Polión me informó que aquel Virgilio había abandonado la poesía para dedicarse a la filosofía. Alguna vez tengo que preguntarle a Polión qué se ha hecho de aquel joven. Nadie puede escribir un poema épico en su primera juventud, y los jóvenes más inteligentes terminan por cansarse de la filosofía. Pero en aquella época esas conversaciones literarias que mantenía, entre otros, con Polión por alguna razón solían enfurecer a Labieno. Supongo que ponía objeciones a toda actividad en la cual él no pudiera desempeñar un papel relevante. Y sin duda porque me interesaba la poesía decía él a veces que yo era un general aficionado. Pero yo no podía dar crédito a los informes sobre su traición. Me parecía que a pesar de ciertas diferencias de nuestros temperamentos nos debíamos gratitud recíproca. Pensaba asimismo que Labieno comprendía muy bien que mis enemigos de Roma estaban dirigidos por un pequeño grupo de miembros de antiguas familias que nunca recibirían entre ellos como a un igual a un hombre que, como Labieno, no tenía grandes relaciones en Roma. Creía que tanto la generosidad como su propio interés lo mantendrían leal a mí, aunque en esa época de mi vida ya sabía que no muchos hombres se rigen por la generosidad y no todos lo hacen por interés. Aun así, no es propio de mi naturaleza sospechar de mis amigos. Preferiría que me traicionaran, como lo fui por Labieno, o hasta que me asesinaran, como lo fue Sertorio, a pasarme la vida tomando precauciones contra aquellos en quienes, si tiene uno los sentimientos de un ser humano, es natural y agradable confiar. Hasta ahora Labieno es el único amigo que me traicionó; puedo, pues, considerarme afortunado.

 ( Rex Warner )




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