domingo, 1 de marzo de 2020

SOLICITADAS MUJERES GRIEGAS DESTACADAS



Aparte las legendarias —Helena, Clitemnestra, Penélope, etc.—, las únicas mujeres que ganaron un puesto en la verdadera y  propia  historia  griega  son las hetairas, que fueron algo entre las geishas japonesas y las cocottes parisienses.

 

Dejemos a la más célebre, Aspasia, quien, como amante de Pericles, tornóse, sin más, en la «primera dama» de Atenas y que con su salón intelectual dictó leyes en ella. Pero también el nombre de otras muchas nos ha sido transmitido por poetas, cronistas y filósofos, que con ellas tuvieron gran intimidad y que, lejos de avergonzarse, se  envanecían  de  ello.  Friné inspiró a Praxíteles, que la amaba desesperadamente. Ha quedado famosa, además de por su belleza,  también  por  la habilidad con que la administraba. No se mostraba más que cubierta con velos. Y tan sólo dos veces al  año, durante las fiestas de Eleusis y las de  Poseidón, iba a bañarse en el mar completamente desnuda,  y toda Atenas  se  citaba  en la playa para verla.  Era un hallazgo publicitario formidable que le permitió mantener muy elevada su tarifa. Tan elevada, que un cliente, después de haber pagado, la denunció.  Debió de ser un proceso sensacional, seguido ansiosamente por toda la población. Friné fue defendida por Hipérides, un Giovanni Porzio de la época, que frecuentaba su trato, y que no recurrió mucho a la  elocuencia. Se limitó a arrancarle de encima la túnica para mostrar a los jurados el seno que estaba debajo. Los jurados miraron (miraron largo rato,  suponemos),  y la absolvieron.

 

El escrúpulo de la buena administración era vivo también en Clepsidra, que fue llamada así porque se concedía por horas y, terminado el tiempo, no  admitía prolongaciones: como lo era en Gnatena, que invirtió todos sus ahorros en su hija y, tras haberla convertido en la más renombrada maestra de la época, la alquilaba en medio millón por noche. Mas en todo esto no se crea que las hetairas fuesen tan sólo animales de placer, interesadas exclusivamente en amontonar dinero. O, por lo menos, el placer no lo procuraban solamente con  sus  formas  aventajadas.  Eran las únicas mujeres cultas de Atenas. Y por esto, aun cuando se les negaban los derechos civiles y se las excluía de los templos, excepto el de su patrona Afrodita, los más  importantes personajes  de la política y  de la cultura las frecuentaban abiertamente y con frecuencia las llevaban en palmas. Platón,  cuando  estaba cansado de filosofía, iba a reposar en casa de Arqueanasa; y Epicuro reconocía deber buena parte de  sus teorías  sobre el  placer a  Danae y  a  Leoncia,  que le habían proporcionado las más elocuentes aplicaciones del mundo. Sófocles mantuvo prolongadas relaciones con Teórida, y, una vez cumplidos los ochenta años, inició otras con Arquipas.

 

Cuando el gran Mirón, encorvado por la vejez, vio llegar a su estudio, como modelo, a Laida, perdió la cabeza y le ofreció todo lo  que poseía con  tal de  que se quedase aquella noche. Y dado que ella rehusó, al día siguiente el pobre hombre se cortó  la barba, se tifió el pelo, púsose un juvenil quitón color de  púrpura  y  se  pasó  una  capa  de  carmín  sobre el rostro. «Amigo mío —le dijo  Laida—,  no  pienses  obtener hoy lo que ayer rehusé a tu padre.» Era una mujer totalmente extraordinaria, y no solamente por su belleza, que muchas ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna (mas, al parecer, era de Corinto). Rechazó las ofertas  del  feo  y  riquísimo  Demóstenes al pedirle cinco millones, pero se entregaba gratis al desdinerado Arístipo sencillamente porque le gustaba su filosofía. Murió pobre, después de haber  gastado todo  su  peculio  en  el embellecimiento  de  las iglesias donde no podía entrar y para ayudar a los amigos caídos en la miseria. Y Atenas la recompensó con unos espectaculares funerales como jamás los tuvo el más grande hombre de Estado o el general más afortunado. Por lo demás, también Friné había tenido la misma pasión de la beneficencia, y entre  otras  cosas había ofrecido a Tebas, su  ciudad  natal,  reconstruir las murallas, si le permitían inscribir su nombre. Tebas contestó que estaba  de  por  medio  la  dignidad.  Y con la dignidad se quedó sin murallas.

 

Las hetairas no deben confundirse con  las  pornai, que eran las meretrices comunes. Éstas vivían en burdeles esparcidos un poco por toda la ciudad, pero concentradas sobre todo en El Pireo, el barrio portuario, porque los marineros han sido en  todos  los  tiempos los mejores clientes de esos lugares  de  mala  nota. Eran casi todas orientales, jóvenes y de carnes perezosas y soñolientas, que sufrían su degradación sin rebelarse, dejándose explotar por sus empresarios, viejas mujerucas que administraban aquellas casas. Sólo las que lograban aprender un poco de modales  y  a tocar la flauta mejoraban de situación convirtiéndose  en aléutridas. Parece ser que  la  misma Aspasia  venía de esta carrera, pero su caso ha quedado el único.

 

Como fuere, no es de esas mujeres públicas —sean pornai, aléutridas o hetairas—, como ha de ser reconstruida la condición de la mujer en Atenas, que permaneció singularmente, aun en el período de mayor esplendor, en posición subordinada e inferior. Tomemos el caso de una Niké cualquiera, nacida en una familia de la clase media. Ha corrido, antes de ser acogida, más peligros que  su  hermano  Teófilo,  su sexo la hace menos útil y, por tanto, menos aceptada. «Mala suerte, es una chica: ¿qué hacemos con  ella?», es habitualmente la bienvenida que el padre da a la recién nacida.

 

Crece en casa, en  el  patio  y  en  el  gineceo,  donde no recibe ninguna educación verdadera  y  apropiada. Su madre le enseña tan sólo economía doméstica, entre otras cosas porque aparte cocinar y tejer la  lana, ella misma no sabe otra cosa.  Aspasia  intentó  instituir cursos de Filosofía y Letras para jovencitas. Mas quien los frecuentó hubo de desafiar el escándalo, y la iniciativa tuvo escasa continuidad.

 

Niké crece en casa y  hasta  por  esto  no  es  bella.  Un sedentarismo atávico la hace pernicorta, ancha de caderas y de seno fácilmente relajable. Es  morena, pero se tiñe para parecer rubia, porque, como  todos los varones del Sur, también los griegos prefieren los colores del Norte. También ella se  lava poco y en vez de jabón usa ungüentos y perfumes. Se retoca los labios con carmín, se unta las mejillas con cremas y polvos, trata de parecer más alta llevando tacones largos sobre los  que  se  tiene  mal  de  pie  y  se  enjaula el pecho en un enrejado de agujetas y gruperas. Plutarco cuenta que cuando en Mileto se difundió  entre  las mujeres una epidemia de suicidios, el  Gobierno puso remedio ordenando sencillamente que los cuerpos de las víctimas fuesen expuestos desnudos a la población. Y la coquetería pudo lo que no podía el instinto  de conservación.

 

Niké, hecha ya una muchacha, lleva el  peplo  de lana, blanca o colorada, pero ésta es la única elección que se le deja. Dado que está confinada en casa, no puede siquiera hacer la elección del chico  que le gusta y tiene que esperar que su padre se ponga de acuerdo con otro padre para concertar el matrimonio.  Dado que Niké pertenece a  la  burguesía  media,  una  pizca de dote la tiene, lo que facilita mucho las cosas. Esta dote queda siempre de su propiedad, y por eso el marido ateniense no se divorcia gustosamente. Sin embargo, el amor tiene poco que ver con esos himeneos, que son decididos por los papas respectivos a menudo ignorándolo los interesados, y basados casi exclusivamente en criterios económicos. En general, hay bastante diferencia de edad entre los novios, pues, entre pornai, aléutridas y hetairas, el solterón ateniense tiene con quién pasar sus veladas y, por  lo  tanto,  no tiene ninguna prisa en casarse. La pobre Niké, si todo va bien, se casará a los  dieciséis  años  con un hombre de treinta a cuarenta.  Precedidos  de  pocos  días  por el noviazgo, las bodas  se  efectuarán en  casa  de  ella. Y, si bien el ceremonial tiene un carácter religioso y prevé, entre otras  cosas,  un  «baño  de  purificación», el matrimonio es laico, por cuanto ningún sacerdote toma parte en él en calidad  de  tal. La  novia,  velada, es cargada por su novio sobre un carro seguido por músicos y llevada a su casa donde el  cabeza  de  familia la acoge como «nueva adepta de sus  dioses»  (pues cada familia tiene los suyos,  con  tantos  como hay a disposición). En la entrada, para simular  un rapto, el novio coge en brazos a la novia y la deposita en la cámara nupcial, en cuya puerta permanecen los invitados cantando a voz en cuello los coros nupciales, hasta que él se asoma anunciando que el matrimonio ha sido consumado.

 

Niké queda obligada a la  fidelidad conyugal.  Si  no la observa, su marido es llamado «cornudo» (pues fueron los griegos, no los napolitanos, quienes inventaron esta palabra), y tiene derecho a echarla de casa. Es más, la ley impondría en ese caso el  uxoricidio, pero los griegos fueron siempre indulgentes sobre este punto y habitualmente se contentaban con toda o un pedazo de dote como reparación del  honor  ofendido. El marido, en cambio, está autorizado a tener una concubina. Demóstenes fue el teorizante de esa costumbre diciendo que un hombre, para  estar bien,  ha de tener una concubina con la que pasar el día y conversar y alguna cortesana que otra con la que mantenerse en forma. Qué lugar asignaba al  trabajo,  en una jornada distribuida así, Demóstenes  no  lo  dice. En suma, Niké, salida del  gineceo  paterno,  entra  en el conyugal y permanece en él  más  o  menos  recluida, porque la ley le prohíbe incluso el deporte y el teatro. Su condición es  regresiva  desde  los  tiempos  de la edad heroica, cuando por una mujer se desencadenaban guerras y Homero les dedicaba capítulos y más capítulos de sus poemas. Entonces, no era ella quien debía comprar marido con una dote; era el  novio  quien tenía que comprarla a ella a base de ovejas y cerdos. En la civilización aquea, y también, en la heraclea o dórica, la mujer es protagonista. Y esto precisamente nos confirma el origen nórdico de aquellos conquistadores. Efectivamente, allí donde ellos se quedaron como dueños, así en Esparta, la mujer goza de muy otra situación, y la vemos contender desnuda en los estadios, para poner a los jóvenes en  condiciones  de elegir la mejor constituida, la más calificada «factora» de una prole robusta.
 
Heródoto, para explicar por qué las mujeres atenienses comían en la cocina, en vez de hacerlo en el comedor con los maridos, cuenta que los atenienses, cada vez que en los tiempos pasados habían ido a conquistar alguna isla y a fundar  en  ella  una  colonia, habían matado a todos los hombres casándose con sus viudas y sus huérfanas. Éstas, que  eran  de  sangre caria, o sea medio oriental, habían jurado no sentarse jamás a la mesa con sus esposos. Acaso haya en ello algo de verdad. Atenas, hostil a los septentrionales dorios y encerrada hacia el interior de las montañas, tuvo relación casi exclusivamente con Egipto, Persia y Asia Menor, con cuyas mujeres y  ciudadanos se mezclaron. He aquí por qué la capital del progreso político y cultural fue, en el plano de las relaciones familiares, la ciudadela de la reacción. Perezosa e ignorante, Niké  es  una  mujer  de  harén. Ve raramente a su modernísimo y  civilizadísimo  marido, que vuelve a casa sólo para dormir;  y  cuando vuelve, no le cuenta nada, no le hace la corte y de  ella  habla,  en  el agora o en la barbería,  sólo  para repetir, con Plutarco y Tucídides, que «el nombre de una mujer de bien  ha de permanecer oculto como su rostro», cosa que hubiera hecho montar en cólera a Homero.

( Indro Montanelli )

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