La decadencia de la
Filosofía, ahora ya reducida sólo a la busca de normas morales
y de conducta, favoreció a la
Ciencia, que, en efecto, alcanzó en los siglos III y II su máximo florecimiento. Es una vieja historia que dura desde siempre: el hombre, cada vez que abandona la esperanza de descubrir por raciocinio
los grandes porqués de la vida y del universo, que constituyen precisamente
la meta de la
Filosofía, se refugia en el estudio del «cómo», que es el cometido de la
Ciencia. También nosotros, los contemporáneos vivimos
precisamente en una de estas coyunturas.
Mas a ésta se sumaban también otras causas. En primer lugar, la instauración,
en el lugar de
los viejos regímenes democráticos, de los autoritarios, que profesan la manía de los progresos
técnicos y que son más capaces de llevar a cabo su organización. Después, la proliferación de escuelas, libros
y museos. Y, por fin, la consolidación de una lengua común, la griega, como
medio de intercambio
para la difusión de las ideas.
Euclides, que durante dos mil años estaba destinado a quedar como sinónimo de geometría, escribió, en efecto, en
sus famosos Elementos, que todo su trabajo había consistido en reunir y condensar los descubrimientos
de todos los estudiosos griegos, de los
cuales la Universidad de Alejandría constituía el centro aglutinante.
No se sabe de él más que vivió solamente para enseñar, que sus discípulos se convirtieron en
grandes maestros de la época, que no tenía un céntimo y que no se preocupó jamás de ganarlo.
De su escuela, en efecto, salió también Arquímedes, el cual, sin embargo, no llegó a conocerle. Venía de Siracusa, era hijo de un astrónomo y gozaba de la protección de Gerón, el ilustrado y benévolo tirano de la ciudad, del cual también era pariente lejano. Era hombre distraído y divertido, como casi todos los científicos, que, de vez en cuando, para dibujar esferas y cilindros en la arena, como se hacía entonces, se olvidaba de comer y de lavarse. Sus investigaciones procedían
de una observación atenta de los fenómenos naturales. Un día, por ejemplo, Gerón, le dio a examinar una corona, que el cincelador le cargó en cuenta como toda de oro, pero con
orden de no hacerle ni un arañazo. Arquímedes estuvo semanas buscando un sistema.
Pero una mañana, en
la bañera, se dio
cuenta de que el nivel del agua subía a medida que el cuerpo se sumergía y que cuanto más se sumergía el cuerpo menos pesaba. Así fue como llegó a formular el famoso «principio», según el cual un cuerpo, al sumergirse, pierde
un
peso equivalente al del agua que desplaza. Mas
en seguida le relampagueó también la sospecha de que, una vez sumergido, este cuerpo desplazaría una cantidad proporcional al propio volumen.
Y, recordando que un objeto de oro tiene menos volumen que un objeto de plata del mismo peso, hizo un experimento con la corona y comprobó que
desplazaba, en efecto, más agua que la que habría desplazado si hubiese sido toda de oro. Vitrubio
cuenta que estuvo tan contento de aquel descubrimiento
que, para correr a comunicárselo a Gerón,
olvidó vestirse y se precipitó desnudo
por la calle gritando: «Eureka, Eureka», que quiere decir: «Lo he
encontrado, lo he encontrado.»
Gerón solicitó de Arquímedes, que construía trastos diversos por el solo gusto de estudiar su funcionamiento y descubrir las leyes mecánicas que lo regulaban,
que los hiciera para usos bélicos. Pero no los empleó nunca, porque
jamás puso a Siracusa en situación de necesitarlos. Desgraciadamente,
al desaparecer él, sus sucesores, en vez de seguir su sabiduría política de fiel alianza con Roma,
desafiaron el poderío de ésta y se concitaron la ira del cónsul Marcelo, que los sitió por mar y por tierra. Arquímedes inventó toda suerte de ingenios para ayudar a su patria: enormes grúas para enganchar a las naves y volcarlas, así como catapultas para hundirlas bajo huracanes de piedras.
Los romanos, despavoridos, comenzaron a sospechar de algún sortilegio y atribuyeron su origen a algún
dios que había volado en socorro de Siracusa. Pero Marcelo sabía de qué dios se trataba.
Y cuando la inexpugnable ciudad, tras ocho meses de asedio, se rindió por hambre, dio órdenes a las tropas de que se respetase a Arquímedes. Éste
estaba, como de costumbre, dibujando
figuras en la arena, cuando un soldado romano
le reconoció y le ordenó que se presentase
inmediatamente al señor cónsul. «Apenas haya terminado», contestó el anciano. Pero el celoso hombre de armas, avezado a la disciplina romana, le mató. Arquímedes, en aquel momento, tenía setenta y cinco años y la ciencia había de esperar mucho tiempo, más de mil setecientos años para encontrar en Newton un descubridor de la misma grandeza.
Otro
gran paso adelante hizo en este período la Astronomía, que los griegos de la edad clásica habían más bien descuidado. Se comprende de dónde, a la sazón, venía el impulso: de Babilonia, que había tenido siempre el monopolio en esos estudios. No se hicieron grandes descubrimientos porque faltaban los medios de observación. Pero
por primera vez se comenzó a dudar de que la Tierra fuese el centro inmóvil del universo, como hasta entonces siempre
se había creído. Arquímedes atribuye a Aristarco de
Samos la hipótesis de que el centro del universo fuese
el Sol, en torno al cual la Tierra giraba con movimiento circular. Nació de ello una polémica de la cual no conocemos particularidades,
pero que nos hace pensar que una especie de Santo Oficio existiese también entonces, visto que se concluyó con la retractación de Aristarco, el cual, en definitiva, volvió
a la vieja teoría geocéntrica. Evidentemente,
no quería sufrir las desdichas que dieciocho siglos después habría de pasar Galileo.
Hiparco
de Nicea se mantuvo prudentemente
al margen del candente problema, limitándose a perfeccionar los únicos instrumentos
de la época —astrolabios y cuadrantes— y fijar el método para
determinar las posiciones terrestres según los grados de latitud y de longitud. Él fue quien dio finalmente al mundo griego un calendario sensato y racional, tras
haber fijado el año solar en
trescientos sesenta y cinco días y un cuarto, menos cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos,
apartándose solamente en seis minutos de los
cálculos de hoy.
Hiparco
fue el verdadero fundador del sistema tolemaico. Hasta Copérnico,
la Astronomía ha vivido de
él. Descubrió la oblicuidad de la elipse y llegó a calcular la distancia de la Luna, equivocándose sólo en veinte mil
kilómetros.
Si no el más original teórico,
él
fue sin duda el más agudo observador de la Antigüedad. Una noche, como de
costumbre, explorando con sus pobres medios
el cielo, descubrió una estrella que la noche anterior no creyó
haber visto. Para ponerse a cubierto de toda duda en el futuro, dibujó un mapa del cielo con la posición de mil ochenta estrellas fijas. Es
el mapa sobre el cual se
ha estudiado hasta Copérnico y Galileo. Confrotándolo con el que Timócrates había compilado unos cuarenta años antes, Hiparco calculó que las estrellas se habían desplazado en dos grados. Así llegó a su descubrimiento más importante, el de los equinoccios, de los cuales calculó la anticipación año tras año, en treinta y seis segundos
(mientras que según nuestros
cálculos es de cincuenta).
Alguien se preguntará tal vez cómo lo hicieron los griegos para obtener mediciones tan exactas con unas matemáticas
rudimentarias. Pero es que también
éstas habían hecho
grandes progresos,
pues del mundo griego también formaba
parte Egipto, donde siempre aquéllas habían alcanzado gran honor. Nosotros hemos dejado a los atenienses con Pericles, cuando contaban solamente con los dedos. Ahora contaban con las letras del alfabeto, usando
las nueve primeras para las unidades, la
siguiente para las decenas, la siguiente para la centena, etc. Pero había también los acentos que indicaban las
fracciones. Resultaba de
ello una taquigrafía rápida,
pero complicada, que favoreció la formación de especialistas para descifrarla. Y
fueron éstos quienes
después la perfeccionaron.
Dado que los estudios científicos son siempre interdependientes, era natural que estos programas se reflejasen también en las Ciencias Naturales y en la Medicina. Aristóteles y su liceo habían constituido las premisas y proporcionado las condiciones de compilación y catalogación de materiales. Teofrasto, que tenía la pasión de la jardinería, compuso una Historia
de las plantas, que
fue durante varios siglos el manual de todos los botánicos. Aquel
mediocre filósofo
fue el más grande naturalista de la Antigüedad, sobre todo en cuanto a rigorismo de métodos.
Los Tolomeos fueron
«salutistas» y dieron un constante impulso a la Medicina. Ya no dependía de las
geniales intuiciones de hombres aislados, sino que se había vuelto un hecho de
escuela, de laboratorio y de
investigaciones colectivas. Esto no impidió a Herofilo destacar con sus estudios sobre la materia cerebral.
Los desarrolló sobre cerebros disecados,
descubrió el funcionamiento de las meninges y trazó una primera y rudimentaria distinción entre el sistema nervioso cerebral y el espinal. Halló la diferencia entre venas y arterias y proporcionó a la diagnosis el más elemental, pero asimismo el más necesario de todos los elementos: la medición de la fiebre mediante el pulso, cuyos latidos contaba con una clepsidra de agua. Fue él quien bautizó al duodeno y quien echó los cimientos de la
obstetricia.
Sólo tuvo un rival en Hetisístrato, que fue una especie de Pende por la importancia que atribuyó al sistema glandular.
Tuvo una vaga intuición del metabolismo basal
y anticipó las grandes leyes de la higiene.
Estos
científicos y sus colegas menores
confirieron a la
Medicina un altísimo
prestigio, que hacía casi sagrado a quien la practicaba. Al siglo de los dramaturgos y de los filósofos seguía
el de los doctores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario