sábado, 9 de septiembre de 2017

LA SEÑAL DIVINA PARA CRUZAR EL RUBICÓN


El 12 de enero César llegó al Rubicón, un riachuelo que marcaba el límite entre Italia y las Galias. Todavía estaba dentro de su jurisdicción, pero si cruzaba a la otra orilla equivaldría a declararle la guerra al legítimo gobierno de la República y al Senado. Probablemente había tomado su decisión días antes, pero, no obstante, buscando señales del cielo en el trance más decisivo de su vida, hizo soltar una manada de caballos, un antiguo rito para incitar a la divinidad a manifestar su voluntad, y esperó la señal divina que había de producirse. Aguas abajo, unos legionarios descubrieron a un mancebo alto y hermoso que tocaba un caramillo junto a la rumorosa orilla. Cuando se le acercaron, el desconocido se levantó de pronto y, asiendo la trompeta que llevaba uno de los soldados, cruzó el río alegremente tocando paso de carga. ¡La señal estaba clara! Aquella angélica aparición era un mensaje de los dioses: invitaban a César a invadir el suelo italiano. Uno, que es escéptico por naturaleza, no puede dejar de pensar que a lo mejor todo estaba preparado para disipar los últimos escrupulillos de la supersticiosa tropa. Piénsese que, en términos modernos, lo que se disponían a hacer era dar un golpe de Estado contra el gobierno legítimo.
 

La arenga de César en aquella ocasión es famosa: « ¡Adelante! Nos reclaman los dioses y la injusticia de nuestros enemigos. ¡La suerte está echada!» . Estas últimas palabras, dichas en latín, alea jacta est, eran las que solían acompañar al lanzamiento de dados en los ocios del campamento. Han tenido gran fortuna y forman hoy parte del bagaje cultural de Occidente, junto con la expresión pasar el Rubicón, en su equivalencia de tomar una decisión trascendente.
 

César se adueñó de toda Italia en un paseo militar que duró tres meses. Entró en Roma el 16 de marzo, dejando respetuosamente a sus tropas fuera del pomeranium. Aunque era el amo virtual de la ciudad, no tenía inconveniente en respetar las añejas ley es republicanas siempre que no estorbaran a sus intereses. Por eso, cuando el tribuno de la plebe L. Metelo le interpuso su veto para evitar que confiscara el tesoro de la ciudad, guardado en los sótanos del templo de Neptuno, se le quedó mirando fijamente y le dijo: « Me resulta más fácil hacerte degollar que advertirte de que puedo hacerte degollar» . L. Metelo comprendió que hablaba en serio y retiró el veto. César necesitaba aquel tesoro para sufragar los cuantiosos gastos de la guerra que se avecinaba.


( Juan Eslava Galán en "Julio César, el hombre que pudo reinar" )





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