viernes, 3 de febrero de 2023

ANÁBASIS ( ASCENSIÓN DE UNA EXPEDICIÓN, DE CIRO CONTRA ARTAJERJES ), por DIODORO DE SICILIA

Corre el año 401 a.C. y Grecia se ha desangrado por sus cuatro costados a lo largo de los cerca de treinta años que dura la devastadora contienda que conocemos bajo el nombre de Guerra del Peloponeso. Miles de hombres, sin otro horizonte –pasado o futuro– que el combate, esperan una nueva llamada a la acción, y ésta llega en forma de oro persa. En efecto, Ciro, buen conocedor de la eficacia bélica de las falanges helénicas, ha reunido en secreto un enorme ejército para marchar contra Artajerjes, el Gran Rey de Persia, su propio hermano. 

De este modo, en la primavera del 401 a.C. Ciro, a la cabeza de unas fuerzas rebeldes, entre las que se cuentan 10.000 mercenarios griegos, da inicio a una expedición que les llevará desde la franja costera de Asia Menor hasta el corazón mismo del Imperio Persa, trayecto que da sentido específico al término anábasis, cuyo significado literal no es otro que el de “ascensión”. Se trata de una expedición con tintes de leyenda, porque, a pesar de producirse en un tiempo y unas actitudes tan alejados de la edad heroica, no dejan de observan un aire evocador de la Ilíada y de la Odisea: ilíaco es el impulso suicida que mueve a Ciro cuando bajo el cielo de Cunaxa se lanza en un ataque solitario contra los seis mil hombres acorazados que blindan al Gran Rey; odiseica es la gloriosa retirada a través de las inhóspitas tierras de Armenia y el Ponto Euxino de los 10.000 mercenarios griegos cuando su condotiero ya ha fallecido y sus estrategos han sido asesinados a traición. Entre los expedicionarios griegos se encuentran Jenofonte de Atenas y el estratego lacedemonio Soféneto de Estínfalo; en el bando imperial destaca otro griego, Ctesias, médico personal del Gran Rey y autor de una historia de Asiria y Persia. Los tres tienen en común el hecho de haber puesto por escrito lo que allí y entonces sucedió. Sin embargo, sólo la narración de Jenofonte ha llegado hasta nosotros. 

 Pero lo que aquí presentamos no es la vívida y colorida evocación de esos hechos por parte de uno de los protagonistas de los mismos, sino la pulcra recensión de un historiador, Diodoro de Sicilia, que tuvo su floruit en el 49 a.C. –esto es, cerca de cuatro siglos después– asumiendo el titánico empeño de elaborar una historia universal que cubría desde los tiempos heroicos hasta sus propios días. Diodoro, pues, no es Jenofonte. Diodoro no padeció la nevada que el ateniense describe en Anábasis IV 4.11- 12 y que el siciliano recrea meritoriamente en el capítulo 28 del libro XIV de su Biblioteca histórica; su voz tampoco se unió, emocionada, al grito de thálatta thálatta que los soldados griegos profirieron a la vista del mar que les devolvería a su patria (cf.  Diodoro de Sicilia  Anábasis IV 7.23-25; Biblioteca histórica XIV 29). De alguna manera la distancia que media entre una y otra narración queda simbolizada en el hecho de que en la recensión de Diodoro el nombre de Jenofonte no aparece mencionado ni una sola vez (acaso Diodoro bebiera de las fuentes perdidas de Soféneto y Ctesias a través de los también historiadores Éforo y Teopompo).

 Sin embargo, cada una de las etapas de la legendaria expedición están ahí, una por una, escrupulosa y fielmente consignadas en medio del océano de acontecimientos de la Antigüedad, entre los capítulos 19 a 31 del libro XIV de la Biblioteca histórica. Dando fe de que si se hubiera apagado la voz de Jenofonte, como se apagó la de los otros dos, todavía nos quedaría el empeño de Diodoro para acercar hasta nosotros los ecos inextinguibles de lo que sin duda es un ejemplo sin parangón de las esperanzas, luchas y conquistas del ser humano.  Es entonces, por si un día faltan los protagonistas, el turno del historiador.

 

Al término de aquel año, en Atenas era arconte Exéneto, mientras que en Roma seis tribunos militares asumieron el la magistratura consular: Publio Cornelio, Cesón Fabio, Espurio Nautio, Cayo Valerio, Manio Sergio [y Junio Lúculo]. Por aquella época, Ciro, que se encontraba al mando de las satrapías de la costa, llevaba tiempo proyectando una expedición contra su hermano Artajerjes. No en vano, el joven se encontraba lleno de ambición y albergaba un deseo en absoluto ocioso por los afanes de la guerra. Una vez que hubo reunido para sí una fuerza considerable de mercenarios y tuvo dispuestos todos los preparativos para la campaña, no reveló la verdad a sus tropas, sino que les dijo que conducía el ejército hacia Cilicia, contra los déspotas que se habían rebelado contra el Rey. Del mismo modo, despachó embajadores a los lacedemonios para que les recordaran los servicios prestados en su guerra contra los atenienses y así instarles a que acudieran a luchar de su lado. Los espartanos, considerando que la guerra redundaría en su beneficio, resolvieron apoyar a Ciro y al instante enviaron una legación a su navarco, de nombre Samo, con el comunicado de que llevara a cabo lo que Ciro le ordenara. Samo contaba con veinticinco trirremes y con ellas puso rumbo a Éfeso al encuentro del almirante de Ciro, dispuesto a cooperar con él en todo. Además despacharon ochocientos soldados de infantería, al mando de los cuales pusieron a Quirísofo.

 Al frente de la flota bárbara se encontraba Tamos, quien contaba con quinientas trirremes magníficamente aparejadas. Así, una vez que los lacedemonios hubieron arribado, las dos armadas emprendieron la navegación poniendo rumbo a Cilicia.  Por su parte, Ciro, tras reunir en Sardes tanto a los soldados reclutados en Asia como a trece mil mercenarios, colocó al cargo de Lidia y de Frigia a persas de su familia, mientras que como sátrapa de Jonia, Eolia y los territorios vecinos nombró a Tamos, que era persona de su confianza y natural de Memfis. A continuación, él mismo se puso en marcha con su ejército como si fuera en dirección a Cilicia y Pisida, contándoles que algunos de sus habitantes se habían levantado en armas. Contaba en total con setenta mil efectivos procedentes de Asia, de los cuales tres mil eran jinetes, mientras que del Peloponeso y el resto de Grecia contaba con trece mil mercenarios. Al frente de las tropas del Peloponeso, a excepción de los de Acaya, se encontraba Clearco de Esparta, de las de Beocia Próxeno de Tebas, de las de Acaya Sócrates de Acaya y de las de Tesalia Menón de Larisa. En cuanto a las de los bárbaros, el mando de cada una de las compañías lo detentaban persas, mientras que al frente del total del ejército se encontraba el propio Ciro, quien había revelado a sus comandantes que se dirigían en expedición contra su hermano, pero que lo mantenía oculto a las tropas por temor a que abandonaran su empresa a tenor de la envergadura de la campaña. 

Por este motivo, a lo largo del trayecto, en previsión de los acontecimientos futuros, colmó de atenciones a los soldados mostrándose afable y suministrándoles abundantes provisiones.  Después de que hubo atravesado Lidia, Frigia e incluso las regiones limítrofes a Capadocia, llegó a las fronteras de Cilicia y a la entrada de las Puertas Cilicias, paso éste angosto y escarpado que se extiende a lo largo de veinte estadios y a cuyos flancos, cerca de él, se alzan a lo alto unas enormes e inaccesibles montañas. Desde ambos lados de estas montañas se extienden unas paredes a lo largo del camino, sobre el que se han construido las puertas. Así, conduciendo a su ejército a través de ellas, desembocó en una llanura que no cedía en belleza a ninguna de las que hay en Asia, y a través de la cual avanzó hasta Tarso, la mayor de las ciudades de Cilicia, adueñándose de ella inmediatamente. Cuando Siénesis, soberano de Cilicia, se enteró de la magnitud de las fuerzas enemigas, cayó en una profunda desesperación, al verse incapaz de oponerles combate. Así, habiéndole mandado llamar Ciro y una vez que éste le ofreció garantías, se dirigió a su presencia, donde, informado de la verdadera razón de la guerra, aceptó unirse en su expedición contra Artajerjes y mandó con Ciro a uno de sus hijos poniendo a su disposición un nutrido contingente de cilicios para que lucharan con él. 

Pero he aquí que Siénesis, siendo de natural insidioso y habiéndose adecuado a las incertidumbres de la Fortuna, envió en secreto a su otro hijo ante el Rey para que le informara de las fuerzas que habían sido reunidas contra él y por qué se había visto obligado a formar parte de la alianza con Ciro, si bien aún le guardaba fidelidad y en cuanto se diera la ocasión abandonaría a Ciro para unirse a las filas del Rey.  Ciro dio descanso a su ejército en Tarso por espacio de veinte días, después de lo cual, una vez que reanudó la marcha, las tropas comenzaron a sospechar que la expedición era contra Artajerjes. Al empezar a calcular cada cual las distancias de los trayectos y la cantidad de pueblos enemigos por los que era forzoso realizar la marcha cayeron presa de una profunda angustia, pues se había extendido la noticia de que el camino hasta Bactria para un ejército era de cuatro meses y que una fuerza de más de cuatrocientos mil soldados había sido reunida por el Rey; en consecuencia, los soldados, atemorizados como estaban, se indignaron, y, llevados por la ira, trataron de matar a sus comandantes en la idea de que les habían traicionado. Pero cuando Ciro fue rogando a todos y cada uno y asegurándoles que no estaba llevando al ejército contra Artajerjes, sino contra un sátrapa de Siria, los soldados cedieron y tras recibir un aumento en su paga volvieron a su lealtad inicial.

 

Ciro, tras haber atravesado Cilicia, llegó a la ciudad de Iso, que se extiende por la costa y es la última de Cilicia. En ese preciso instante recaló en ella la flota de los lacedemonios, cuyos comandantes desembarcaron y acudieron al encuentro de Ciro para proclamar la lealtad de los espartanos hacia su persona. Así, haciendo desembarcar a los ochocientos soldados de infantería a las órdenes de Quirísofo, se los entregaron. Se trataba de hacer ver que eran los amigos de Ciro los que habían enviado esta fuerza mercenaria, pero en realidad todo se había llevado a cabo con el consentimiento de los éforos.



Los lacedemonios aún no habían entrado a las claras en el conflicto, sino que ocultaban sus intenciones mientras aguardaban el momento decisivo de la guerra.  Ciro reanudó la marcha con su ejército haciendo camino a través de Siria, mientras que a sus almirantes les ordenó acompañarles por la costa con todas las embarcaciones. Al llegar a las llamadas Puertas y encontrar el lugar desprovisto de guarniciones, se llenó de alegría, pues se encontraba profundamente angustiado ante la idea de que alguien se le hubiera adelantado en ocuparlas. La naturaleza del lugar era angosta y escarpada, de modo que era fácil de vigilar con unos pocos efectivos: dos montañas se alinean una junto a otra, la una escabrosa y llena de impresionantes barrancos, mientras que la otra comenzaba en el propio camino y era la más grande de cuantas había por aquellos parajes; su nombre es Amano y se extiende a lo largo de Fenicia. El espacio intermedio entre ambas montañas, que era más o menos de tres estadios, estaba totalmente recubierto de paredes y contaba con unas puertas que estrechaban ese espacio haciéndolo más angosto. Así pues, tras cruzarlas sin percances, Ciro ordenó a la parte de la flota que había permanecido con él que volviera a Éfeso, puesto que ya no le iba a hacer ningún servicio, dado que el resto del trayecto tenía intención de hacerlo por las tierras del interior. De este modo, tras una marcha de veinte días llegó a la ciudad de Tápsaco, que se extiende a lo largo del río Éufrates, donde tras permanecer cinco días en los que se ganó la voluntad de sus hombres mediante la abundancia de provisiones y el botín procedente de los saqueos, los reunió en asamblea y les reveló el verdadero motivo de la expedición. Comoquiera que los soldados encajaron de mal modo sus palabras, Ciro les rogó a todos que no le abandonaran, prometiéndoles, además de otras grandes recompensas, que entregaría a cada hombre la suma de cinco minas de plata en cuanto llegaran a Babilonia. En consecuencia, los soldados, alentados en sus esperanzas, se dejaron convencer para acompañarle; así, cuando Ciro cruzó el Éufrates con su ejército se apresuró a recorrer el camino sin hacer ningún alto, y cuando llegó a las fronteras de Babilonia dio descanso a sus tropas.

 

Por su parte, el rey Artajerjes, que había venido recibiendo desde hacía algún tiempo informaciones por parte de Farnabazo acerca de que Ciro reunía en secreto un ejército contra él, al enterarse de su expedición, hizo acudir a sus tropas desde todos los puntos a Ecbatana, en Media. Pero como el contingente de indios y de algunos otros pueblos se demoraban a causa de la gran distancia en que se encontraban aquellas regiones, salió al encuentro de Ciro con las tropas que había reunido; contaba con un total de no menos de cuatrocientos mil efectivos, incluido jinetes, según sostiene Éforo. Cuando llegó a la llanura de Babilonia, estableció el campamento junto al Éufrates, con la intención de dejar allí el bagaje, puesto que había recibido noticias de que el enemigo no se encontraba lejos y se mostraba cauteloso ante la amenaza de su arrojo. En consecuencia, tras mandar abrir una zanja de sesenta pies de ancho y diez de profundidad, colocó en círculo los convoyes de equipaje que les acompañaban como si fuera una muralla, y dejando en el campamento la impedimenta y al grueso de no combatientes, apostó en él un número de guardias suficiente y él, poniéndose personalmente al frente de su ejército, libre ya de cargas, fue al encuentro del enemigo, que se encontraba en las inmediaciones.  Cuando Ciro vio avanzar al ejército del Rey, enseguida dispuso a sus propias tropas en orden de batalla. El ala diestra, colocada junto al Éufrates, estaba ocupada por la infantería lacedemonia y por algunos mercenarios, al frente de todos los cuales se encontraba Clearco de Esparta; le asistían un cuerpo de jinetes traído de Paflagonia en un número superior a mil. El ala izquierda lo ocupaban las fuerzas procedentes de Frigia y Lidia además de un contingente de unos mil jinetes, a cuyo mando estaba Arideo. El propio Ciro había tomado posición en el centro de la falange acompañado de los más valiosos de entre los persas y el resto de bárbaros, en torno a los diez mil aproximadamente; le precedía un millar de jinetes espléndidamente pertrechados de corazas y espadas griegas. Por su parte, Artajerjes colocó carros falcados ante toda la línea de batalla en cantidad no pequeña; al mando de las alas dispuso comandantes persas, mientras que él mismo tomó posición en el centro con no menos de cincuenta mil soldados escogidos.  Cuando los dos ejércitos se encontraron a una distancia de apenas tres estadios, los griegos, tras entonar el peán, comenzaron a avanzar lentamente al principio, pero en cuanto estuvieron al alcance de los proyectiles comenzaron a correr a toda velocidad, pues esa era la forma en que Clearco de Esparta les había ordenado actuar; su intención era que no echando a correr desde tan gran distancia los combatientes se conservaran  con los cuerpos frescos para la batalla, mientras que el echar a correr cuando estuvieran cerca presumiblemente haría que las flechas lanzadas por los arcos y el resto de armas arrojadizas les pasarían por encima. Así, cuando los hombres de Ciro estuvieron cerca del ejército del Rey, cayó sobre ellos una lluvia de proyectiles tan intensa como la que cabría esperar que descargara un fuerza conjunta de cuatrocientos mil efectivos. Con todo, tras haber luchado durante un breve lapso únicamente con las jabalinas, el tiempo restante trabaron ya combate cuerpo a cuerpo.  Los lacedemonios, acompañados por el resto de mercenarios, enseguida, desde el primer encuentro, aterrorizaron a sus adversarios bárbaros tanto por el fulgor de sus armas como por su destreza, pues, no en vano, los bárbaros iban protegidos por pequeños escudos y la mayoría de las compañías iban pertrechadas de armas ligeras, y, además de eso, eran inexpertos en los peligros del combate, mientras que los griegos, debido a la duración de la guerra del Peloponeso habían permanecido en continuo contacto con la batalla y les aventajaban, con mucho, en experiencia. En consecuencia, tras poner de inmediato en fuga a sus oponentes, salieron en su persecución y pasaron a cuchillo a muchos de los bárbaros. Se dio entonces la circunstancia de que el centro de la línea de batalla se encontraban situados los dos hombres que contendían por el reino, y por este motivo, una vez que se hubieron percatado de este hecho, se lanzaron el uno contra el otro, ansiosos de decidir la batalla por su propia cuenta. Al parecer, quiso el destino conducir el enfrentamiento por el trono entre los dos hermanos a un combate singular como si se tratara de la emulación de aquel antiguo combate, celebrado en la tragedia, entre Eteocles y Polinices. Así pues, Ciro, adelantándose en lanzar su jabalina desde la distancia, alcanzó al Rey y le derribó sobre la tierra; pero he aquí que sus hombres rápidamente le cogieron y le alejaron de la batalla. Fue entonces el persa Tisafernes quien, asumiendo el mando del Rey, recompuso el ejército y se batió él mismo de forma brillante; así, sobreponiéndose al revés de lo acontecido con el Rey y haciendo acto de presencia en todo lugar con sus tropas de élite, aniquiló a un buen número de adversarios, de manera que aparición se hizo notable desde lejos. Ciro, presa de un arrebato ante el éxito de sus hombres, irrumpió en mitad de las filas enemigas y, apelando primero audazmente a su arrojo, pero, a continuación, arriesgándose de forma demasiado imprudente, cayó herido de muerte a manos de uno de los persas que allí se encontraban. Muerto Ciro, las tropas del Rey cobraron confianza de cara a la batalla, hasta que al final, por temor de su ventaja numérica y su valor, abatieron a sus adversarios.

 

En el otro ala, Arideo, sátrapa de Ciro designado para el mando, al principio aguantó los ataques de los bárbaros, pero después, rodeado por la amplísima línea de batalla enemiga e informado de la muerte de Ciro, se dio a la fuga en compañía de sus propios soldados en dirección a uno de los lugares donde habían hecho etapa y que se trataba de un refugio en absoluto desaconsejable. Clearco, al observar que tanto el centro de la línea de batalla como el resto de las secciones de los aliados habían caído derrotadas, detuvo su persecución y, tras reunir a sus soldados, los colocó en formación, pues temía que si el ejército entero atacaba a los griegos, los rodearían y morirían todos. Las tropas a las órdenes del Rey, una vez que pusieron en fuga a sus oponentes, en primer lugar saquearon los convoyes de equipaje de Ciro y a continuación, ya caída la noche, se reunieron y acudieron contra los griegos, pero comoquiera que estos resistieron el ataque noblemente, los bárbaros persistieron por poco tiempo y tras un breve lapso, vencidos por su audacia y su destreza, se dieron a la fuga. Las tropas de Clearco, tras haber aniquilado un buen número de bárbaros, como ya era de noche, regresaron al campo de batalla y erigieron un trofeo y en torno al segundo turno de guardia se apresuraron a volver al campamento. Tal fue el desenlace de la batalla: por parte del rey, fueron más de quince mil los soldados que perecieron, de los cuales la mayoría murieron a manos de los lacedemonios y mercenarios a las órdenes de Clearco. 

De la otra parte, fueron unos tres mil los soldados de Ciro que cayeron, mientras que de los griegos, sostienen que no cayó muerto ni un solo hombre, si bien unos cuantos resultaron heridos.  Pasada la noche, Arideo, que había huido hasta el lugar en que habían hecho etapa, despachó algunos mensajeros a Clearco instándole a que condujera a sus soldados hasta él con el objeto de acudir a ponerse a salvo conjuntamente a las regiones de la costa. Con Ciro muerto y ante la superioridad de las fuerzas del Rey, una gran angustia se apoderó de aquellos que habían osado hacer una expedición para arrojar a Artajerjes del trono.  Clearco, tras convocar a los estrategos y a los oficiales, deliberó con ellos acerca de la situación. Así, mientras se encontraban en ello, se presentó una embajada de parte del Rey, cuyo legado principal era un griego de nombre Falino, natural de Zacinto. Llevados ante los allí reunidos, comenzó a hablar: «El Rey Artajerjes comunica lo siguiente: “Puesto que he derrotado y dado muerte a Ciro, entregad las armas, acudid ante mis puertas y buscad la forma de apaciguarme y conseguir así algún favor”». Ante estas palabras, cada uno de los estrategos dio como respuesta una muy parecida a la de Leónidas cuando se encontraba guardando el Paso de las Termópilas y Jerjes le envió unos mensajeros con órdenes de que rindieran las armas. 

Entonces Leónidas dijo que comunicaran al Rey lo que sigue: «Consideramos que si nos convertimos en amigos de Jerjes, seremos mejores aliados si conservamos las armas, mientras que si nos vemos obligados a combatir contra él, con ellas lucharemos mejor». Una vez que Clearco hubo respondido ante aquella solicitud de manera muy similar, Próxeno de Tebas añadió esto: «En las circunstancias presentes, tenemos perdido prácticamente todo lo demás; lo único que nos queda es nuestro valor y las armas. Por consiguiente, creemos que si las conservamos, también nuestro valor nos será de utilidad, pero si las entregamos, ni siquiera eso nos servirá de ayuda». En consecuencia, esto es lo que ordenó que comunicaran al Rey: «En el caso de que él esté planeando algo contra nosotros, lucharemos con ellas por sus propias posesiones». Se cuenta también que Sófilo, uno de los que se encontraban al mando, dijo: «Me sorprenden las palabras del Rey, ya que si piensa que es mejor que los griegos, que venga él mismo con su ejército a arrebatarnos las armas, pero si prefiere usar la persuasión, que diga que favor equivalente nos hará a cambio de ellas». Tras estas palabras, Sócrates de Acaya dijo lo siguiente: «La actitud del Rey hacia nosotros es ciertamente terrible, porque nos exige recibir de inmediato lo que quiere de nosotros, mientras que nos insta a que le pidamos más tarde lo que nos corresponde en contrapartida. En resumen: si es por ignorancia de quiénes han sido los vencedores por lo que nos ordena llevar a cabo lo ordenado como si hubiéramos sido derrotados, que aprenda de qué lado ha caído la victoria viniendo aquí con su numeroso ejército. Ahora bien, si aun sabiendo perfectamente quiénes son los vencedores nos miente, ¿cómo vamos a confiar en sus promesas de ahora en adelante?».  De este modo, tras recibir estas respuestas, los emisarios partieron.

 

Por su parte, Clearco acudió a la estación en la que se encontraba retirada la tropa, que había logrado salvarse. Cuando todo el ejército se hubo reunido en el mismo punto, se pusieron a discutir en común acerca del camino de regreso hacia el mar y sobre cuál sería el itinerario a seguir. Acordaron, pues, no regresar por el mismo camino por el que habían venido, ya que parte de él era un erial en el que no cabía posibilidad de obtener provisiones, máxime con un ejército enemigo a sus espaldas. Decidieron dirigirse a Paflagonia, y hacia allí se encaminaron con sus hombres; avanzaban sosegadamente, toda vez que iban haciendo acopio de víveres conforme marchaban.  El Rey se encontraba recuperándose de su herida, cuando fue informado de la partida de sus adversarios. Creyendo que estos habían emprendido la huida, salió en su busca con su ejército a toda velocidad, y una vez que los hubo alcanzado debido a la lentitud de su avance, comoquiera que ya se había hecho de noche, estableció su campamento cerca de ellos. 

Con la mañana, cuando ya los griegos desplegaban sus efectivos para el combate, despachó unos emisarios y para lo presente decretó una tregua de tres días, en los que alcanzaron el siguiente acuerdo: él les proporcionaría inmunidad en su territorio, les ofrecería guías para su viaje hacia el mar y les facilitaría mercancías durante la marcha. Por su parte, los mercenarios de Clearco y todos los hombres de Arideo atravesarían el país sin causar mal alguno. Después de esto, emprendieron el camino y el Rey condujo sus fuerzas a Babilonia, donde tras colmar de honores a cuantos habían llevado a cabo acciones de mérito en la batalla, declaró a Tisafernes el mejor de todos. En consecuencia, le honró con magníficos presentes, le entregó a su hija en matrimonio y continuó teniéndole en lo restante como hombre de la máxima confianza; además le entregó el mando de las satrapías sobre el mar que Ciro gobernaba.

 

  Tisafernes, viendo la cólera del Rey contra los griegos, le prometió deshacerse de todos ellos si le dotaba de tropas y alcanzaba un acuerdo con Arideo, ya que éste traicionaría a los griegos en el curso del viaje. El Rey acogió encantado estas palabras y le permitió que tomara de entre los soldados de élite de sus fuerzas a todos cuantos quisiera. Cuando alcanzó a los griegos, Tisafernes solicitó a Clearco y al resto de los comandantes que acudieran ante él y escucharan en persona lo que tenía que decirles. Así pues, la práctica totalidad de los estrategos y en torno a veinte oficiales acudieron junto a Clearco en presencia de Tisafernes; cerca de doscientos soldados que deseaban acercarse al mercado también les acompañaron. Tisafernes llamó a su pabellón a los estrategos, mientras que los oficiales se quedaron aguardando a la entrada. Al cabo de un rato, desde la tienda de Tisafernes alguien alzó un paño púrpura y, mientras apresaba en su interior a los estrategos, un grupo, con instrucciones al respecto, cayó sobre los oficiales y los asesinaron, al tiempo que otros se deshacían de los soldados que habían acudido al mercado; de estos solamente uno logró escapar hasta su propio campamento y revelar el terrible suceso.  Cuando los soldados se enteraron de lo ocurrido, en ese mismo instante les entró el pánico y todos se apresuraron a por las armas en total desconcierto, ya que nadie se encontraba al mando. A continuación, como nadie les molestaba, escogieron más estrategos y entregaron el mando supremo a uno de ellos, Quirísofo de Esparta. Éstos, una vez que dispusieron el ejército para la marcha, emprendieron camino hacia  Paflagonia por la ruta que les pareció más conveniente. Por su parte, Tisafernes envió encadenados a los estrategos ante Artajerjes, quien ejecutó a todos, respetando la vida únicamente a Menón, pues parecía el único que, por estar en disensión con sus aliados, podría traicionar a los griegos. Tisafernes, saliendo con su ejército en persecución de los griegos, les dio alcance, pero no se atrevió a presentarles batalla cara a cara, ya que albergaba temor ante la audacia y temeridad de unos hombres desesperados. Así pues, aunque les acosaba en los lugares más adecuados para ello, sin embargo no era capaz de causarles gran daño, a pesar de lo cual fue persiguiéndoles, apenas estorbándoles, hasta la región de los denominados carducos.  Comoquiera que Tisafernes no era capaz de hacer mucho más con su ejército, puso rumbo a Jonia. Los griegos marcharon por espacio de siete días a través de las montañas de los carducos, sufriendo muchos daños a manos de los nativos, que eran hombres aguerridos y perfectos conocedores del lugar. Los carducos eran enemigos del Rey, hombres libres experimentados en cuestiones de guerra y adiestrados especialmente en el lanzamiento con las hondas de piedras lo más grande posible, así como en el empleo de flechas gigantescas, con las que cubrieron de heridas a los griegos desde posiciones dominantes, matando a muchos de ellos y dejando heridos a un número no pequeño. No en vano, los proyectiles medían más de dos codos de largo y podían atravesar escudos y corazas, de modo que ninguna armadura era capaz de resistir su fuerza. Así es: afirman que las flechas que usaban eran tan grandes, que los griegos, tras ajustar una correa a los proyectiles ya arrojados, los lanzaban de nuevo empleándolos como jabalinas.

 

De este modo, una vez que atravesaron con grandes penalidades el mencionado territorio, llegaron al río Centrites, lo vadearon y entraron en Armenia, provincia de la que era sátrapa Tiribazo. Tras pactar una tregua con él, cruzaron su territorio en son de paz.  Conforme atravesaban las montañas de Armenia, se vieron envueltos en una inmensa nevada en la que corrieron el riesgo de perecer todos. En un primer momento, cuando el viento comenzó a moverse, la nieve comenzó a caer en pequeña cantidad procedente del aire que les rodeaba, de modo que, mientras avanzaban, nada estorbaba su marcha adelante. Pero más tarde, se levantó una ventisca que fue arreciando cada vez más hasta cubrir por completo el terreno, de modo que eran incapaces de ver no sólo el camino, sino cualquier característica del lugar en absoluto. Por este motivo, el desánimo y el temor se apoderó del ejército, que ni deseaba dar media vuelta hacia una destrucción segura, ni podían continuar hacia delante por la gran cantidad de nieve que  caía. Cuando la tormenta cobró mayor fuerza, sobrevino una intensa ventisca acompañada de mucho granizo, que, al impactar en ráfagas contra sus rostros, obligó a que el ejército entero se detuviera. En efecto, incapaces de soportar la dureza que entrañaba seguir avanzando, cada cual se vio obligado a permanecer allí donde se encontraba.

 A pesar de encontrarse desprovistos de lo más necesario aguantaron al raso todo ese día con su noche, soportando muchas penalidades. No en vano, a causa de la intensidad de la nieve que no dejaba de caer, todas sus armas quedaron completamente cubiertas, mientras que sus cuerpos se congelaron debido al frío del aire. La situación por la que atravesaron fue tan extrema que pasaron toda la noche en vela; hubo quienes encendieron hogueras encontrando cierta ayuda en ello, mientras que otros, cuyos cuerpos se encontraban completamente invadidos por el frío, abandonaron toda esperanza de salvación, puesto que la práctica totalidad de los dedos de sus manos y pies habían quedado cangrenados. Del mismo modo, cuando la noche hubo pasado, descubrieron que la mayoría de las bestias de carga y muchos de los hombres habían perecido, y que no pocos de ellos, a pesar de mantenerse en vida concientes, tenían inmovilizado el cuerpo por la helada caída. También algunos de ellos habían perdido la visión a causa del frío y por el reflejo que desprendía la nieve; de hecho, todos habrían muerto por completo, de no haber seguido avanzando poco más allá y haber encontrado unas aldeas repletas de víveres.

 

Estas aldeas tenían excavadas entradas subterráneas para las bestias de carga, así como otras para las personas a las que se accedía a través de escaleras; en el interior de las casas el ganado era alimentado con forraje, mientras que para los hombres había abundancia de todo lo necesario para subsistir.  Tras permanecer en las aldeas durante ocho días, llegaron hasta el río Fasis, donde pasaron cuatro días antes de dirigirse al territorio de los caos y los fasianos. Allí los nativos les atacaron, y tras vencerlos en combate, mataron a muchos de ellos, se adueñaron de sus haciendas, que se encontraban llenas de provisiones, y permanecieron en ellas por espacio de quince días. Retomando su camino desde allí, atravesaron el país de los denominados caldeos en siete días y llegaron al río llamado Harpago, de cuatro pletros de anchura. Desde allí avanzaron por el territorio de los escitenos por un camino llano en el que estuvieron recuperando fuerzas durante tres días en los que disfrutaron de todo tipo de víveres. Tras ello reempredieron la marcha y al cabo de cuatro días llegaron a una enorme ciudad de nombre Gimnasia. Allí, el gobernante de aquellas tierras pactó una tregua con ellos y les asignó unos guías para que les condujeran al mar. En quince días llegaron al monte Quenio, y cuando los que marchaban primeros  avistaron el mar se volvieron locos de alegría, y fue tan grande el griterío que organizaron, que los que se encontraban en la retaguardia, pensando que se trataba de un ataque enemigo, corrieron a por las armas. 

Cuando todos hubieron ascendido hasta el lugar desde donde se podía contemplar el mar alzaron sus manos a los dioses y les dieron las gracias en el pensamiento de que ya estaban a salvo. Así, amontonando en un mismo punto gran número de piedras y formando con ellas un gran túmulo, colocaron encima los despojos de los bárbaros, queriendo dejar así memoria inmortal de su expedición. Al guía dieron como regalo una vasija de plata y un vestido persa. Éste, tras indicarles el camino hacia los macrones, se marchó.  Los griegos entraron, pues, en el país de los macrones, con los que pactaron una tregua, recibiendo de sus manos como prenda de fidelidad una lanza de tipo bárbaro y dándoles a su vez una griega. De hecho, los bárbaros les dijeron que tal prenda se la habían entregado a ellos sus antepasados como garantía de la máxima seguridad.

 

 Cuando hubieron atravesado los confines de estas gentes, llegaron al territorio de los colcos, lugar en el que se congregaron sus habitantes para ir contra ellos. Los griegos salieron vencedores en la batalla y dieron muerte a muchos de ellos, para, a continuación, tras apoderarse de una roca fortificada, saquear el territorio. Así, una vez que hubieron reunido los frutos del pillaje en la colina, estuvieron recobrando todas sus fuerzas.  En aquellos parajes encontraron un gran número de colmenas, de las que extrajeron una miel deliciosa, sin embargo, aquellos que la probaron sucumbieron a una extraña enfermedad, pues los que la tomaron perdieron el conocimiento y cayeron sobre la tierra se quedaron igual que los muertos. Comoquiera que fueron muchos los que la habían comido por el dulzor que producía su disfrute, enseguida la mayoría se desplomó como si se hubiera producido una derrota en la guerra. En consecuencia, durante ese día el ejército estuvo desalentado, aterrorizado ante el incomprensible suceso y el gran número de afectados. Pero al día siguiente, en torno a la misma hora, todos se recuperaron y, tras recobrar poco a poco el conocimiento, se levantaron; su estado físico era como el de aquellos que sanan gracias a un fármaco.  Cuando en el periodo de tres días se hubieron recuperado, se encaminaron hacia la ciudad griega de Trapezunte, colonia de Sínope situada en la región de la Cólquide, donde permanecieron treinta días en los que se mezclaron estupendamente con sus habitantes. Celebraron sacrificios en honor de Heracles y Zeus Salvador así como unos certámenes atléticos en el lugar en que aseguran que fondeó la nave Argo y los que con Jasón.

 

 Desde allí enviaron a su comandante Quirísofo en dirección a Bizancio a por barcos de carga y trirremes; no en vano, decía que era amigo de Anaxibio, el almirante de la flota bizantina. Así pues, lo despacharon en una pequeña embarcación, y tras recibir de los habitantes de Trapezunte dos pequeños barcos equipados con remos, se dedicaron a asolar por tierra y por mar los territorios bárbaros de las inmediaciones. De este modo, esperaron a Quirísofo durante treinta días, pero como se retrasaba y los alimentos de la tropa comenzaban a escasear, partieron de Trapezunte y en tres días arribaron a la ciudad griega de Cerasunte, colonia de Sínope, donde permanecieron unos días antes de llegar al país de los mosinecos. Cuando éstos los atacaron, los griegos les vencieron y mataron a muchos de ellos. Huyendo, pues, hacia la plaza fuerte en que habitaban y en la que poseían torres de madera con siete plantas de alto, los griegos lanzaron sucesivos ataques hasta que la tomaron por la fuerza.

 Este emplazamiento fortificado era el enclave de referencia del resto de recintos amurallados, y en él habitaba su rey ocupando el lugar más elevado, pues una costumbre ancestral mandaba que el rey permaneciera en dicho emplazamiento toda su vida y que desde allí diera sus órdenes a la muchedumbre. Los soldados aseguraban que ése era el pueblo menos civilizado por el que habían pasado: mantenían relaciones con las mujeres a la vista de todos, los hijos de los poderosos eran alimentados con nueces hervidas y todos, desde la niñez, adornaban su espalda y su pecho con tatuajes. Así pues, atravesaron este territorio en ocho días, y el siguiente, que recibe el nombre de Tibarene, en tres. Desde allí llegaron a la ciudad griega de Cotiora, colonia de Sínope, donde permanecieron por espacio de cincuenta días, llevando a cabo acciones de rapiña contra los vecinos habitantes de Paflagonia y el resto de bárbaros. Por su parte, los de Heraclea y Sínope les enviaron embarcaciones con las que tanto ellos como sus bestias de carga pasaron al otro lado. Sínope era una colonia de los milesios emplazada en Paflagonia, que detentaba el mayor rango de entre los enclaves del lugar.

 

 Es precisamente allí donde, en nuestros días, Mitrídates, quien estuvo en guerra con los romanos, tuvo su inmenso palacio; hasta este lugar llegó Quirísofo, que había sido mandado sin éxito en busca de trirremes. Sin embargo, los habitantes de Sínope les recibieron amistosamente y les enviaron por mar a Heraclea, colonia de Mégara, de modo que toda la flota recaló en la península de Aquerusia, donde, según aseguran, Heracles subió a Cerbero del Hades. Desde allí avanzaron a pie a través de Bitinia afrontando muchos peligros, ya que la gente del lugar les atacaron durante el trayecto. En consecuencia, a duras penas lograron llegar a salvo a Crisópolis, en Calcedonia, ocho mil trescientos supervivientes de los  diez mil originales. Ya de allí en adelante, algunos consiguieron llegar sin mayores percances a salvo a sus patrias, mientras que los restantes se concentraron en el Quersoneso y asolaron la vecina región de Tracia. He aquí, pues, el desenlace que tuvo la expedición de Ciro contra Artajerjes.



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