domingo, 8 de mayo de 2022

CÉSAR DICE SOBRE LA RELIGIÓN EGIPCIA

 

Desde luego, la religión egipcia es venerable por su mera antigüedad; además, como descubrí luego en muchas e interesantes conversaciones con los sacerdotes, está lejos de ser (como pudiera parecer a primera vista) sencillamente un conjunto más o menos conexo de supersticiones de tribus.

 

 Las ideas cosmogónicas de esta religión no tienen más sentido que las nuestras o las de los griegos, y aunque los egipcios son hasta cierto punto admirables matemáticos, no puede considerárselos como pensadores profundos u originales. Todos los descubrimientos matemáticos más preciosos e importantes se deben a los griegos, y, por supuesto, la metafísica en un sentido racional es un invento griego.

 

Así y todo, creo que los egipcios merecen la distinción de ser, como hubo de llamarlos Heródoto, «el pueblo más religioso del mundo». Para ellos es divino, en un sentido u otro, no sólo lo grande, sino también lo humilde. Consideran, claro está, a sus gobernantes hijos del Sol. De manera que Cleopatra era una diosa algún tiempo antes de que yo me hiciera dios. Y sus sacerdotes son tan enfáticos y aparentemente sinceros sobre este punto de la peculiar divinidad de ciertas personas, que entiendo muy bien por qué Alejandro, después de su visita al oráculo de Amón, se convirtió en una personalidad en muchos sentidos diferente.


Sin embargo, esta divinidad, que los egipcios atribuyen a reyes y a algunos legisladores o inventores del remoto pasado, se atribuye también a gatos, cocodrilos, perros y chacales. Fue preciso dar a nuestros soldados las órdenes más estrictas para impedirles que ocasionalmente dieran muerte a un gato o a un perro, puesto que si ocurría uno de estos accidentes se suscitaría un tumulto. Los egipcios hasta se toman la molestia y hacen el gasto de momificar los cuerpos muertos de estos animales y de sepultarlos en grandes cementerios que ocupan tierras que podrían usarse fácilmente para algún fin útil. Para ellos estas criaturas son, en mayor o menor medida, encarnaciones de la divinidad.

Algunas son veneradas con mayor reverencia que otras. El sagrado buey de Menfis, por ejemplo, llamado Apis, representa en la tierra, según creen los egipcios, el espíritu de uno de los más grandes de sus dioses, Osiris, deidad de la que no tenemos equivalente en nuestra religión. Una vez terminada la guerra de Alejandría, pasé con Cleopatra unas interesantes y divertidas horas en Menfis, alimentando al buey sagrado y observando sus cabriolas, que los sacerdotes vigilaban atentamente con el fin de profetizar el futuro.


Después de todo, éste no es un procedimiento de adivinación más absurdo que nuestros complicados procedimientos de escrutar las entrañas de los animales sacrificados u observar el vuelo de las aves. Como cabeza de la religión del Estado, yo mismo tengo naturalmente que dedicar algún tiempo a estas prácticas que, desde muchos puntos de vista, deben parecer ridículas a todos los hombres inteligentes. Y bien podemos imaginar que a medida que aumente el número de personas capaces de pensamiento racional, estas prácticas habrán de desaparecer por completo. Sin embargo, si esto ocurriera, no me sorprendería nada que fueran reemplazadas por otras.


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