La mayor fortuna que puede tenerse en este mundo es nacer en el momento oportuno. Muy probablemente cada generación
tiene sus Césares, sus Augustos, sus Napoleones y sus Washington. Pero si les toca actuar en una sociedad que no les acepta por demasiado acerba o demasiado marchita,
acaban, habitualmente, en
vez de en el poder, en la horca o en la oscuridad.
Pericles fue
uno de los pocos venturosos. Tuvo de su parte tantas y tan felices circunstancias, se encontró dotado de cualidades que tan bien
respondían a las necesidades de su tiempo, que la Historia —que siempre se inclina ante la
suerte— ha terminado por dar su nombre al más glorioso y floreciente período de la vida ateniense. La Edad de
Pericles es la Edad de Oro de Atenas.
Era hijo de Jantipo, un oficial de marina que en Salamina conquistó los
galones de almirante y mandó la ilota en la victoriosa batalla de Micala; y de Agarista, sobrina segunda de Clístenes. Era, pues, un aristócrata, pero ligado ideológicamente al partido demócrata: el de más seguro porvenir. Algo debía designarle desde niño a una posición de primer
plano, porque desde entonces se hizo circular sobre su origen una leyenda que ponía en causa la sobrenatural. Decíase que Agarista, poco antes de traerle al mundo, había sido visitada en sueños por un león.
En realidad, el pequeño Pericles no mostró mucha semejanza con
el león. Era
más bien delicado y débil, con una curiosa cabeza en forma de pera, que después se tornó en blanco de
las malas lenguas y de
los chansonniers de Atenas, que la hicieron objeto de infinitas burlas.
Pero su familia le dio desde el principio una educación de príncipe heredero,
y él la aprovechó con mucha inteligencia. Historia, economía, literatura y estrategia eran su yantar cotidiano. Se lo proporcionaban los más insignes maestros de Atenas, entre los cuales destacaba
Anaxágoras, al cual el discípulo siguió después mostrando profundo afecto.
De chico, Pericles debió de ser prematuramente serio, precozmente imbuido de su propia importancia y con destacadas características de «primero de la clase», bien impopular entre sus coetáneos. Porque desde el primer momento
que entró en la política —y entró muy pronto— no cometió ninguno de esos errores en los que habitualmente caen, por atolondramiento, los debutantes.
Lo prueba el sobrenombre de Olímpico que en seguida le atribuyeron y que usaron también sus adversarios, aun cuando fuese con un asomo de ironía. Había verdaderamente en él algo que parecía provenir de lo alto. Tal vez era su
modo de hablar que suscitaba esa
impresión. Pericles no era un orador fecundo, enamorado de su propia palabra, como Cicerón o Demóstenes. Raramente pronunciaba
discursos; cuando lo hacía era brevemente, y se escuchaba, eso sí, mas para controlarse, no para embriagarse. Tenía la lógica geométrica de la estatuaria y de la arquitectura de aquel período. En su fuero interno, no existían pasiones. Había solamente
hechos, datos, cifras y silogismos.
Pericles era un hombre honesto, pero no a lo Arístides
que de la honestidad había querido hacer una religión en medio de compatriotas
estafadores, que querían ser administrados por
un hombre de proque, sin embargo, les dejase continuar
sus latrocinios. Como
Giolitti, Pericles fue honesto de sí, y, efectivamente, salió de la política con el mismo patrimonio con el que había entrado;
mas para los demás se mostró tolerante.
Y fue sobre todo por este buen sentido, creemos, que los atenienses no se cansaron de
elegirle para los más altos cargos
durante casi cuarenta años seguidos, desde 467 a 428 antes de Jesucristo, y reconocieron a su cargo de strategos autokrator más poderes que cuantos le reconocía la Constitución.
Demócrata auténtico, aunque sin gazmoñería, Pericles no
cometió abusos. Para él, el régimen mejor era un liberalismo ilustrado y de progresivo reformismo, que garantizase las conquistas populares dentro del orden y
excluyese la vulgaridad y la demagogia.
Es el sueño que acarician todos los hombres de Estado sensatos. Pero la suerte de Pericles consistió precisamente en el hecho de que Atenas, después de Pisistrato, Clístenes y Enaltes,
estaba en condiciones
de poderlo realizar y contaba con la clase dirigente adecuada para hacerlo.
La democracia,
sancionada por las leyes, hallaba
aún algunas dificultades de aplicación a causa del desequilibrio económico entre clase y clase. Pericles introdujo la «quinta» en el ejército, de modo que el servicio de las armas no acarreara, para los pobres, la ruina de la
familia y concedió
un pequeño estipendio a los jurados de los tribunales, a fin de que tan delicada función no fuese un monopolio de los ricos. Extendió la ciudadanía a varias categorías de personas que por una razón u otra estaban inhabilitadas para ella, pero impuso, o se dejó imponer, una especie de racismo que prohibía la legitimación de los hijos habidos con un extranjero. Medida absurda, que más tarde él mismo había de pagar.
Su mejor arma política fueron las obras públicas. Podía
emprender cuantas quisiera, porque con los mares libres y con una flota como la ateniense, el comercio navegaba a toda vela y el Tesoro rebosaba dinero. Y, por lo demás, todos los grandes estadistas
son también grandes constructores.
Pero lo que distingue a Pericles de los otros no es tanto el volumen
como la perfección técnica y el gusto artístico que quiso imprimir
a sus realizaciones. Disponía,
desde luego, para llevar a cabo su obra, de hombres idoneos: maestros como Ictino, Fidias, Mnesicles. Pero fue Pericles quien les llamó a Atenas, seleccionándolos y supervisando los planes. Así, bajo su mandato, fue realizado el amurallamiento que Temístocles proyectaba para aislar, tierra
adentro, la ciudad y su puerto. Viendo en él una fortaleza inexpugnable los espartanos mandaron un ejército para destruirla. Pero resistió. Pericles encontró algunas dificultades para convencer a sus conciudadanos de
elevar el Partenón, la más grande herencia arquitectónica y escultórica que Grecia nos ha dejado. El presupuesto preveía un gasto de más de diez mil millones
de liras. Y los atenienses, por
mucho que amasen lo bello no estaban dispuestos a pagar tanto. Es característica de Pericles la estratagema a la que recurrió para convencerles. «Bien —dijo,
resignándose—, entonces
consentidme que lo construya por mi
cuenta, quiero decir que en el frontón, en vez del nombre de
Atenas, será inscrito el de Pericles.»
Y por envidia y emulación se
consiguió lo que la avaricia había impedido.
Aunque pasase
por frío, y acaso lo fuese, como todos los hombres dominados por
la ambición política, también
Pericles pagó un día el peaje a la más humana de todas las debilidades —el
amor—, y perdió la cabeza por una mujer.
La cosa era un poco embarazosa por dos razones; primero, porque ya estaba casado y hasta entonces se había mostrado
como el más virtuoso de los maridos; y después, porque
aquella
de quien se
prendó era una forastera de
pasado y aspecto más bien discutibles.
Aristófanes, la lengua más mordaz de Atenas, decía que Aspasia era una ex cortesana
de Mileso, donde había administrado una
casa de mala nota. No tenemos elementos para confirmarlo
ni para desmentirlo. De todos modos, habíase trasladado
a Atenas, donde abrió
una escuela no muy diferente de
la que Safo fundara en Lesbos. Aspasia no escribía poesías, pero era una intelectual que luchaba por la emancipación de la mujer, quería sustraerla al gineceo y hacerla partícipe de la vida pública, en paridad de derechos con el hombre.
Son cosas que hoy nos dejan indiferentes, pero que entonces parecían revolucionarias. Aspasia ejerció
un gran influjo sobre las costumbres atenienses creando aquel prototipo de «hetaira» que después volvióse
corriente en la ciudad.
No sé sabe si era bella. Sus ensalzadores nos
hablan de su «voz argentina», de sus «cabellos de oro», de su «pie arqueado»: detalles que pueden ser también los de una mujer fea. Pero fascinante debía de serlo, pues todos están
concordes en loar su conversación y sus maneras.
Alguno dice que, cuando Pericles la conoció,
era amante de Sócrates, quien, poco apegado a las mujeres, se la
cedió gustoso
y
siguió siendo su amigo. Ciertamente, su salón era frecuentado por el mejor ambiente de
Atenas. Acudían a él Eurípides, Alcibíades, Fidias. Y sabía entretenerles tan bien, que Sócrates reconoció, tal vez exagerando un poco, haber aprendido de ella el arte de argumentar.
Fueron sin duda esas
cualidades intelectuales,
más que las físicas, las que sedujeron al Olímpico, que esta vez no resistió a la tentación de descender a tierra y comportarse como cualquier mortal. Parece ser que, por conveniencia, se decidió en aquel momento a darse cuenta de que su mujer era poco menos virtuosa que él. En vez de reprenderla, le
ofreció muy
gentilmente el divorcio, que ella aceptó.
Y se dirigió a casa de Aspasia quien, convertida así en la «primera dama de Atenas», abrió otro salón y entre conversación y conversación hasta
le dio un hijo. Pero, ¡ay!, Pericles era el autor de la ley que prohibía la legitimación y la extensión de la ciudadanía a los frutos de la unión con extranjeros. Ahora era la víctima y lo fue con dignidad.
Parece ser que Aspasia
le hizo feliz, pero políticamente no le trajo fortuna.
Progresistas en el Parlamento, los atenienses eran conservadores en familia y no quedaron edificados por el ejemplo de aquel autokratnr que trataba a la concubina de igual a igual, le besaba la mano y la hacía plenamente partícipe de su vida y de sus preocupaciones. Apartándose
aún más comenzó a perder contacto con la masa del pueblo, que le acusó de esnobismo y le tomó ojeriza.
Siguieron, sin embargo, dándole sus votos durante muchos años y confirmándole en su puesto de supremo rector y guía. Pericles cayó, puede decirse, junto con Atenas, o sea cuando el ocaso de la primacía que él mismo había dado a su ciudad con una hábil política interior
y exterior.
Esa primacía de Atenas, luminosa y rápida como un meteoro, se confunde con la de Grecia, cuya civilización alcanzó el florecimiento y la consumación
en el espacio de poco más de tres generaciones.
Pericles tuvo el privilegio de asistir a casi toda aquella extraordinaria parábola y de darle su nombre. Aun cuando finalizara
melancólicamente en la ingratitud y la catástrofe, su suerte fue una de las más afortunadas que jamás se haya deparado
a un hombre.
( Indro Montanelli )
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