martes, 17 de diciembre de 2019

AQUEOS


 
Si hemos de escuchar a los  historiadores  griegos que, hasta cuando hubieron alcanzado la edad de razón (y nadie la tuvo jamás más clara y límpida que ellos), siguieron creyendo en las  leyendas,  la  historia de los aqueos comienza directamente por un dios llamado Zeus, que les  dio  su primer rey en  la persona  de su hijo Tántalo. Éste era  un  gran  pillastre  que, tras haberse aprovechado de su parentesco con los dioses  para  divulgar  sus  secretos  y  robar  el  néctar y la ambrosía en sus despensas, creyó aplacarles ofredándoles en sacrificio su propio vastago, Pélope, tras haberle cortado a lonjas y hervido. Zeus,  afectado en su sentimiento de abuelo, juntó de nuevo a su  nietecito y precipitó en el infierno al hijo parricida, condenándole a babear de hambre y de sed ante inapresables fuentes de mantequilla y copas de vino.
 
PÉLOPE
Pélope, que heredó de su desnaturalizado padre el trono de Frigia, no  tuvo  suerte  en  política  porque sus súbditos le depusieron y le exiliaron a Élida, en aquella parte de Grecia que después, por él, se llamó Peloponeso. Allí reinaba Enómaos, gran aficionado  a las carreras de caballos, en las que era imbatible. Solía desafiar a todos los cortejadores de su hija Hipodamia prometiendo al vencedor la mano de la muchacha y al perdedor la muerte. Y ya muchos «buenos partidos» habían dejado la piel en ellas.
 
EL RAPTO DE HIPODAMÍA
Pélope, que en algunas cosas debía parecerse  un  poco a papá Tántalo, se puso de acuerdo con el caballerizo del rey, Mirtilo, proponiéndole repartirse con él el trono si hallaba el modo de hacerle vencer. Mirtilo apretó el cubo de rueda del carro de Enómaos, quien se cayó y se rompió la cabeza en el incidente. Pélope, habiendo desposado a Hipodamia,  le  sucedió en el trono, pero, en vez de compartirlo con Mirtilo como había prometido, arrojó al mar a éste, quien, antes de desaparecer en los remolinos de agua, lanzó una maldición contra su asesino y todos sus descendientes.

 

Entre éstos hubo Atreo, del cual después la dinastía tomó el nombre definitivo; átrida. Sus hijos, Agamenón y Menelao, casaron respectivamente con Clitemnestra y Helena, hijas únicas del rey de Esparta, Tíndaro. Pareció un gran matrimonio. Y efectivamente, cuando Atreo y Tíndaro murieron, los dos hermanos, Agamenón como rey de Micenas y Menelao como rey de Esparta, fueron los dueños de todo el Peloponeso. Ellos no recordaban, o tal vez ignoraban,  la maldición de Mirtilo. Y, sin embargo, la tenían en casa, personificada en las respectivas esposas.

 

En efecto, algún tiempo después, Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, pasando  por aquellos  parajes, se enamoró de Helena. Y aquí no se sabe ya con precisión cómo ocurrieron las cosas. Hay quien dice que Helena le correspondió y siguió a su cortejador. Hay quien dice que él  la  raptó,  y  ésta  fue  la  versión que de todos modos dio el pobre Menelao para salvar ya  la  reputación  de  la  esposa,  ya  la  propia.  Y todos los aqueos  exigieron  al  unísono  el  castigo  del culpable.

 

El resto de la  historia  la  contó  Homero,  a  quien no nos proponemos hacer la competencia. Todos los griegos útiles se agruparon en torno de sus señores aqueos, y en mil naves arribaron a  Troya,  la  asediaron durante diez años y al final la expugnaron, sa- queándola. Menelao recuperó la esposa, pero más bien avejentada, y nadie  le  quitó  ya  de  encima  la  fama  de cornudo. Agamenón, vuelto en casa, halló su sitio junto a Clitemnestra ocupado por el emboscado Egisto, quien, junto con ella le envenenó. Su hijo Orestes vengó más tarde al padre matando a los dos adúlteros, se volvió loco, pero como consecuencia pudo  reunir bajo su cetro los reinos de Esparta y de Argos.  Ulises  se dio a la buena vida, completamente  olvidado  de Ítaca y de Penélope. En suma, la guerra  de  Troya señaló a la vez el apogeo del poderío aqueo y el comienzo de su declive. Agamenón, que lo personificaba, era un, poco  un  rey  de  mentirijillas.  Para  expugnar la ciudad enemiga había perdido buena parte de sus tropas, con muchos de sus  más hábiles capitanes.  En el camino de regreso, una tempestad sorprendió a la flota,  destruyendo  buena  parte  de  ella  y  arrojando a  la  tripulación  náufraga en  las   islas   del  Egeo  y las costas de Asia Menor. Los aqueos ya no se recobraron de estos golpes. Y cuando  un  siglo  después un nuevo invasor vino del Norte, no tuvieron  fuerza para resistirle.
 
CLITEMNESTRA

¿Quiénes eran aquellos aqueos que, durante tres o cuatro siglos fueron sinónimo de griegos, porque dominaron completamente el país?. Hasta todo el siglo  pasado, historiadores,  etnólogos y arqueólogos convinieron que fueron tan sólo una de las tantas tribus locales,  de  raza  pelásgica  como las otras, que en  un momento  determinado  tomaron el poder y desde su cuna, Tesalia, cayeron sobre el Peloponeso constituyendo en todas partes una clase dirigente y patronal.  Según  esta  tesis  habrían  sido los continuadores de la civilización micénica, desarrollándose sobre el modelo de la minoica de Creta, de la cual tan  sólo  representaron un estadio más avanzado.

 

Fue otro  arqueólogo,  esta  vez  inglés,  quien derribó los castillos construidos sobre esta hipótesis. El señor William Ridgeway descubrió que entre la civilización micénica y la aquea había diferencias sustanciales. La primera no había conocido el hierro y la  segunda  sí. La primera enterraba a los muertos y la segunda los incineraba. La primera rezaba mirando a lo alto porque creía que los dioses moraban en la cumbre del Olimpo, o entre las nubes. De lo cual Ridgeway deduce que los aqueos no eran en absoluto una población pelásgica como las otras de Grecia, sino una tribu céltica de Europa central, que cayó sobre el Peloponeso no «desde» Tesalia, sino «a través» de ésta, sometió a los indígenas y, entre los siglos XIV y XIII antes de Jesucristo, se fusionó con ellos creando una nueva civilización y una nueva lengua, la griega, pero siguiendo como clase dirigente.
 
Sir William Ridgeway
Es muy probable que esta hipótesis sea cierta o al menos contenga varias verdades. Sin duda los aqueos,  a diferencia de  los  pelasgos,  fueron  gente  de  tierra; lo cierto es que hasta la guerra de Troya no intentaron empresas por mar, y que cada vez que lo encontraban se detenían. Ni siquiera intentaron  poner pie en las islas más cercanas del continente, y todas sus capitales y ciudadelas se levantaban en el interior. Bajo su dominio, Grecia se limitaba al Peloponeso, Ática y Beoda; mientras que para las poblaciones pelásgicas de la civilización micénica, que eran marineras, aquélla englobaba también todos los archipiélagos del Egeo.
 

En cuanto a las gestas que Hornero atribuye a los aqueos, hasta hace un siglo eran consideradas pura leyenda, incluida la guerra  de  Troya,  de  la  que  incluso se negaba hubiera tenido lugar. En cambio Troya existía, como hemos visto, y significaba una rival peligrosa para las ciudades griegas,  porque  dominaba los Dardanelos, a través de los cuales había que pasar para alcanzar las ricas tierras del Helesponto.  Los aqueos habían inventado una leyenda para estimular a sus súbditos contra  Troya:  la  de  los  argonautas,  o sea la  de  los  navegantes  que  a  bordo  del  Argos  y bajo el mando de Jasón, habían partido a  la  reconquista del Vellocino de Oro en  Cólquida.  Formaban parte de la expedición Teseo  —el  del  Minotauro—, Orfeo, Peleas, padre de Hércules, y el propio Hércules, quien, cuando Troya intentó detener la nave en la  entrada del estrecho, desembarcó, saqueó la ciudad él solo y mató al rey Laomedonte con todos sus hijos, excepto Príamo. La  expedición  se llevó  a cabo gracias a Medea. Y en la mente del pueblo llano quedó el Vellocino de Oro como símbolo de las riquezas del Helesponto y del mar Negro. Mas  para  llegar  allí había que destruir Troya, que controlaba el paso obligado y seguía enriqueciéndose por el comercio que allí se desarrollaba, imponiendo probablemente tributos a los transeúntes.
 
LAOMEDONTE
No se sabe quiénes fueron con exactitud los troyanos. Les llamaban también dárdanos. Pero la hipótesis más atendible es que se tratase de cretenses emigrados a aquel territorio del Asia Menor, en parte para fundar una colonia, en parte tal vez para sustraerse a las catástrofes, fueran las que fuesen, que habían azotado la isla y destruido la civilización minoica. Según Homero, hablaban la  misma  lengua  de los griegos y, como éstos, veneraban el monte Ida, «de las muchas fuentes». Es  probable  que  cretense sólo lo fuera la población ciudadana, mientras que el campo era asiático. Lo cierto es que era un gran emporio comercial del oro, la plata y la madera. Llegaba incluso el jade de China.

 

Los griegos, tras haberla metódicamente destruido, fueron muy caballerosos  al  juzgar  a  sus  habitantes. En su Ilíada, Príamo es más simpático  que  Agamenón, y Héctor resultó un perfecto caballero en comparación con aquel canallita que era  Ulises.  Hasta París, aunque voluble, es amable. Y si un pueblo puede  ser  juzgado  según  la  Casa  real,  hay  que  decir que la de Príamo era más digna, más limpia y más humana que la de Micenas.
 
PRIAMO, REY DE TROYA
Como he dicho, hasta hace un siglo la guerra de  Troya,  sus  protagonistas  y  la  misma  existencia  de  la ciudad eran considerados como puramente imaginarios, fruto de la fantasía de Homero y de Eurípides. Schliemann fue quien les dio consistencia histórica. Ahora puede decirse que lo de Troya fue el primer episodio de una guerra destinada a perpetuarse en milenios y no resuelta aún: la guerra del Oriente asiático contra el Occidente europeo.

 

Por medio de la Grecia de los aqueos el Occidente europeo ganó el primer round.



No hay comentarios:

Publicar un comentario