A
Antonio, cosa extraña, César lo descartó definitivamente al reconocer su
silueta en el patio del palacio del gobernador de Narbo. Aunque su cuerpo -de
voluminoso tórax, hombros y brazos descomunales, barriga lisa y muslos y
pantorrillas musculosos- nunca sufrió el menor deterioro a pesar de los excesos
físicos que él cometía a conciencia, al verle bajo el sol del atardecer César
había observado indicios claros y terribles de degradación interna, erosión
moral y empobrecimiento emocional. Los estragos de la buena vida, sin duda,
pero también la angustia de las deudas, y el exceso de una ambición brutal
sumado a la falta de sentido común.
En
cuanto a Quinto Pedio, no obstante todas sus cualidades siempre sería un
caballero de la Campania, ese rasgo lo había transmitido a sus descendientes:
sus hijos eran como él, ni en el aspecto ni en el modo de actuar habían salido
a los Julios, pese a ser hijos de una patricia, Valeria Messala. Lucio Pinario
tampoco prometía mucho. Los Pinarios ya hacía mucho tiempo que no eran los
poderosos patricios de antaño. La hermana de César, Julia Major, se había
casado con el abuelo de Pinario, un gandul que falleció poco después. A la hora
de volverla a casar, César, harto de que las mujeres de su familia eligiesen
maridos pobres, se la había dado al padre de Quinto Pedio. Al principio ella
había protestado, pero sólo hasta descubrir lo bien que se vivía siendo la
mimada de un viejo. A la hermana menor de César, Julia Minor, no se le había
permitido elegir marido. César, el joven paterfamilias, le había
encontrado a un terrateniente riquísimo del Lacio, concretamente de Aricia:
Marco Atio Balbo, de quien Julia había tenido un hijo y una hija (la Atia que
se había casado con Cayo Octavio, de Velitres, en el corazón del Lacio, y en
segundas nupcias casó con el ilustre Filipo). El hermano de Atia había muerto
sin descendencia.
Después de la criba, los únicos candidatos eran Décimo junio
Bruto Albino y Cayo Octavio.
Décimo
Bruto estaba en la flor de la vida, y nunca había dado un paso en falso. Tras
lograr el generalato por sus brillantes campañas por tierra y mar en la Galia
Trasalpina, había ejercido de pretor en el tribunal de homicidios. César sólo
tenía un reproche que hacerle: que hubiera sido tan despiadado con la rebelión
de los belovacos, cuando gobernaba la Galia Trasalpina. Aun así, había aceptado
sus explicaciones de que los belovacos eran los únicos que habían conservado su
fuerza mucho después de la partida de César, creyendo que el siguiente
gobernador carecería de la misma determinación.
El
nombramiento de Décimo como cónsul ya no podía dilatarse mucho. Sin embargo,
César tampoco pensaba llevárselo a Oriente, aunque por muy distintos motivos
que en el caso de Antonio. Como Décimo le merecía una confianza ciega, quería
que permaneciera vigilando Roma e Italia. Una vez terminada su etapa como
cónsul, iría a gobernar la Galia Cisalpina, que por su posición geográfica era
la que mayores facilidades ofrecía para esta vigilancia de Roma e Italia.
Cayo
Octavio cumpliría dieciocho años a finales de septiembre. César le tenía en grandísima
estima, pero lo consideraba demasiado joven y enfermizo. Había consultado a Hapd'efan'e
sobre el asma del chico, esperando ver disipados sus temores (ya que durante
los meses en Hispania casi no había padecido ningún ataque), pero la larga
conversación no había servido para tranquilizarle. Según Hapd'efan'e, la buena
racha se debía a que Octavio se sentía seguro en compañía de César. Seguiría
mejorando mientras César formase parte de su mundo, incluso durante la
expedición a Oriente.
Pero
el sucesor de César sólo tomaría posesión de su herencia a la muerte de César.
El heredero
de César se vería privado de la presencia de César. Y la muerte, pensó éste, no
puede estar muy lejos, a menos que se equivocara el jefe de los druidas,
Cathbad, que le había prometido que se ahorraría las miserias de la vejez, pues
moriría en la flor de la vida. César ya había cumplido cincuenta y dos años, y
podían quedarle unos diez años de vigor.
Cerró los ojos y recordó los rostros de los posibles
candidatos.
Décimo
Bruto, rubio hasta la insipidez; pero en quien, si se le miraba con atención,
se advertían
unos ojos acerados y de gran inteligencia, una boca firme y vigorosa, y unas
facciones propias de alguien que había que tomar en consideración. Un punto en
contra era la sangre de fellatrix de su madre. Los Sempronios Tuditanos
eran disolutos, y César ya había oído rumores sobre Décimo Bruto.
La
cara alejandrina de Cayo Octavio: ligeramente afeminada, con demasiado ángel, a
decir verdad, y lastrada por unas orejas de soplillo que él no podía disimular
ni dejándose el pelo más largo de la cuenta. Pero si uno se fijaba bien, se
advertía que los ojos eran los de una persona temible y sutil, y que la boca y
la barbilla poseían gran firmeza. Su punto en contra era el asma.
¡César, César, decídete!
¿Qué
le había dicho Lucio? Algo como que la suerte de César estaba vinculada a su
nombre, que no necesitaba confiar en nada más. «¡Los dados están echados!»,
dijo en griego, por segunda vez en su vida. La primera había sido justo antes
de cruzar el Rubicón.
Cogió una hoja de papel, mojó la pluma de junco en el
tintero y empezó a escribir.
( C. McC. )
No hay comentarios:
Publicar un comentario