martes, 15 de septiembre de 2015

LOS GODOS DEL EMPERADOR VALENTE ( ARTÍCULO DE ARTURO PÉREZ-REVERTE, REFERENTE A LA ACTUAL DECADENCIA DE EUROPA, SUS CAUSAS Y CAUSANTES )


En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.


EL EMPERADOR FLAVIO VALENTE

Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.



Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.



A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.



Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.



Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada.



 De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual. 



Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte.



 Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar. 



La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.


lunes, 14 de septiembre de 2015

CRUELDAD Y CIVILIZACIÓN. LOS JUEGOS ROMANOS, por ROLAND AUGUET

 



CRUELDAD Y CIVILIZACIÓN. LOS JUEGOS ROMANOS, por ROLAND AUGUET



Roland Auguet fue un historiador y escritor francés especializado en la antigua Roma. Aunque la información sobre su vida personal es limitada, se le conoce principalmente por sus obras sobre la civilización romana, en particular por su libro "Crueldad y civilización: Los juegos romanos".

"Crueldad y civilización: Los juegos romanos" es una obra que examina en profundidad los espectáculos y juegos de la antigua Roma, explorando la fascinación de los romanos por la violencia y la sangre. El libro analiza cómo estos juegos, que combinaban crueldad y civilización de manera paradójica, revelan aspectos fundamentales de la sociedad romana.

Auguet presenta un estudio detallado de los diversos tipos de espectáculos que se realizaban en Roma, incluyendo las luchas de gladiadores, las carreras de carros, las cacerías de animales salvajes y las ejecuciones públicas. El autor examina el origen y evolución de estos juegos, su organización, y el papel que desempeñaban en la vida política y social de Roma.

El libro explora cómo estos espectáculos sangrientos se convirtieron en una parte integral de la cultura romana, sirviendo como una forma de entretenimiento masivo y, al mismo tiempo, como un instrumento de control social y político. Auguet analiza la psicología colectiva detrás de la fascinación por estos juegos y cómo reflejaban y reforzaban los valores y estructuras de poder de la sociedad romana.

La obra también aborda las contradicciones inherentes a una civilización que se consideraba a sí misma como portadora de valores elevados y, sin embargo, disfrutaba de espectáculos de extrema violencia. Auguet examina cómo los romanos reconciliaban estos aspectos aparentemente contradictorios de su cultura y cómo los juegos servían como una válvula de escape para las tensiones sociales.

"Crueldad y civilización: Los juegos romanos" ofrece una visión profunda y matizada de un aspecto crucial de la vida romana, proporcionando al lector una comprensión más completa de la mentalidad y la sociedad de la antigua Roma a través del prisma de sus entretenimientos más controvertidos.




viernes, 11 de septiembre de 2015

VENTA DE DOS ESCLAVAS, A BENEFICIO DE LAS VIUDAS Y HUÉRFANOS DE LOS LEGIONARIOS


GANANCIAS DESTINADAS EN FAVOR DE LA RECAUDACIÓN PARA EL FONDO DE VIUDAS Y HUÉRFANOS DE LAS LEGIONES.

SE SUBASTAN UN PAR DE HERMOSAS ESCLAVAS EN MUY BUEN ESTADO DE SALUD, APTAS PARA TODA CLASE DE TAREAS DE LAS DOMUS PARTICULARES.

LAMENTAMOS MUCHO QUE PARA EVITAR LA CENSURA DE LAS MENTES RETROGADAS, LES HEMOS TENIDO QUE TAPAR SUS PARTES MÁS MAJAS.

QUEDA ABIERTA LA SUBASTA.



sábado, 5 de septiembre de 2015

POMPEYO Y EL SENADO ROMANO HAN DECLARADO FORMALMENTE QUE CAYO JULIO CÉSAR ES UN ENEMIGO DE ROMA


"¡Soldados! ¡Pompeyo y el Senado Romano han declarado formalmente que Cayo Julio César es un enemigo de Roma! ¡Han declarado que soy un criminal! ¡Han declarado de hecho que todos vosotros sois unos criminales! ¡El Tribuno no pudo ejercer su derecho al veto! ¡El Tribuno del Pueblo, Marco Antonio, y 50 hombres de la 13ª fueron asaltados por 1000 hombres de la escoria de Pompeyo! ¡Un Tribuno de la Plebe asaltado en la escalinata del propio Senado! ¿¡Podéis imaginar un sacrilegio peor!? ¡Nuestra querida República está en manos de unos dementes!, es un día triste, y yo estoy en una encrucijada de caminos: puedo obedecer la ley y rendir mis armas al Senado y ver como la República cae en la tiranía y el caos, ¡o puedo optar por volver con la espada en la mano y echar a esos maníacos hasta la Roca Tarpeya!"




viernes, 4 de septiembre de 2015

LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO, EN 476


 

La deposición del emperador Rómulo Augústulo por Odoacro, rey de los hérulos, se suele considerar como la fecha oficial del fin del Imperio Romano

 

Tal día como el 4 de septiembre del año 476 Rómulo Augústulo, emperador del Imperio Romano de Occidente, fue despojado de su condición por Odoacro, rey de los hérulos. Después de décadas de gran inestabilidad el Imperio de Occidente sucumbió víctima de convulsiones políticas, económicas y sociales. Tras la deposición del emperador, Odoacro envió al emperador del Imperio Romano de Oriente, Zenón, las insignias imperiales como símbolo de la reunificación formal del Imperio. 


Sin embargo el Estado romano no era más que un recuerdo en Occidente, donde diferentes pueblos germánicos estaban construyendo reinos que no reconocían la soberanía de los emperadores de Constantinopla. El Imperio Romano de Oriente sobreviviría como Imperio Bizantino hasta el año 1453.

 

La caída del Imperio romano y la génesis de Europa coinciden con el cambio geopolítico más importante del Mediterráneo occidental durante el primer milenio de nuestra era. El Imperio romano atravesaba una situación difícil, por lo que resultó imprescindible negociar con los pueblos bárbaros, acceder a sus peticiones económicas e incluso pactar las condiciones de su asentamiento temporal en territorio romano.

 

El Imperio occidental había dejado de existir realmente desde hacía varias décadas, por lo que la deposición del último emperador romano fue solo la consecuencia final de un lento proceso de disolución, caracterizado por la apatía de la sociedad romana respecto a la política exterior, la incapacidad del Estado para contener las penetraciones bárbaras, así como la transformación de las estructuras políticas y sociales del Imperio, conformando lo que se ha llamado la Antigüedad tardía.

 

La deposición del último emperador romano Rómulo Augusto por el caudillo hérulo Odoacro en septiembre de 476 apenas tuvo eco en la sociedad de la época. Probablemente este hecho tenga que ver con la ausencia en ese momento de una verdadera literatura germánica, que lo hubiera ensalzado como gesta nacional.

 

Se ha considerado la penetración bárbara como el motivo principal de la desaparición del Imperio romano de Occidente, así como de la destrucción de la civilización antigua. El asentamiento de grandes masas de población en las provincias se confunde en la historiografía antigua con las invasiones violentas que, en realidad, son solo su consecuencia. Los primeros testimonios de migraciones de pueblos los tenemos en el reinado de Marco Aurelio (161-180), una vez sofocados los grandes conflictos internos de la primera mitad del siglo II: burgundios, catos, marcomanos y otros pueblos que habitaban las regiones limítrofes del Imperio encontraron unas provincias muy desguarnecidas militarmente, y obligaron a Roma a abrir varios frentes de lucha. Donde se evidenciaba el fracaso político y militar se tuvieron que llevar a cabo los primeros tratados que permitieron el asentamiento de pueblos enteros en territorio romano.

 

Estas grandes incursiones desde los territorios orientales se vieron acompañadas al poco tiempo por otras de carácter masivo en Occidente, protagonizadas por godos, alamanes, francos, cuados y sármatas. Algunos bárbaros fueron absorbidos mediante pactos en el ejército romano, y otros continuaron con el pillaje. A fines del siglo III se había consolidado la práctica de donación de territorios a los bárbaros, después de que estos presionasen de manera violenta sobre las fronteras, a la manera que los romanos de la época entendían como invasión.

 

Las grandes invasiones comenzaron en el 401, con la irrupción de los vándalos. Luego llegaron los visigodos, en el 403, los suevos, en el 406, los burgundos, en el 409, y en el 410 los visigodos de Alarico saquearon Roma. 

GUERREROS VISIGODOS

Esta vez las invasiones no fueron simples razias, sino que los invasores se asentaron en el territorio: los suevos en la Gallaecia, los visigodos en Hispania, los francos en Galia, los ostrogodos en Italia, los burgundios en los Alpes, los vándoles en Mauritania, etcétera. La crisis política romana era tal que los visigodos llegaron a combatir en nombre del Imperio romano. En 476 el Imperio romano había sucumbido en Occidente, aunque mantendría en Oriente.

 

Algunas instituciones como la Iglesia fueron el vínculo de continuidad y legitimidad entre el Imperio y los nuevos reinos, aunque el Estado había desaparecido ante los vínculos de fidelidad personal que estructuraban.



EMPERADORES ROMANOS:



miércoles, 2 de septiembre de 2015

LIVIA DRUSILA, ESPOSA DE OCTAVIO AUGUSTO

Livia Drusa Augusta, Livia Drusila o Julia Augusta (59/58 a. C.-29 d. C.), fue la tercera esposa del emperador Augusto. Era hija de Marco Livio Druso Claudiano, el cual se suicidó en la batalla de Filipos.
 
Se casó en primeras nupcias con Tiberio Claudio Nerón, a quien dio dos hijos: Tiberio Claudio Nerón, futuro emperador, y Druso, gran general. Fue abuela de Germánico y Claudio, bisabuela de Calígula y Agripina la Menor y tatarabuela de Nerón.

 

Fue deificada por Claudio y recibió el título de Augusta después de que Tiberio se negase a hacerlo y a ejecutar su testamento, tarea que fue llevada a cabo por Calígula.
 
En 42 a. C., su padre la casó con Tiberio Claudio Nerón, su primo, de condición patricia, que luchaba con él en el lado de los asesinos de Julio César contra Octavio. Su padre se suicidó en la batalla de Filipos, junto con Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto, y su marido a continuación siguió luchando contra Octavio, ahora en nombre de Marco Antonio y de su hermano. En 40 a. C., la familia se vio obligada a huir de Italia con el fin de evitar las proscripciones octavianas, y se unió con Sexto Pompeyo en Sicilia, después de pasar a Grecia.
 
Sobrevivió a su segundo hijo Nerón Claudio Druso y a sus nietos: Germánico hijo de Druso el Mayor y a su primo Druso el Menor hijo de Tiberio.
 
Livia nació el 30 de enero1 del año 59 o 58 a. C.,2 hija de Marco Livio Druso Claudiano y su esposa Alfidia. Su madre, Alfidia, era hermana de Aufidio Lurco. En 42 a. C. su padre se suicidó en Filipos junto con Casio y Bruto, los asesinos de Julio César, que fueron derrotados por Octaviano y Marco Antonio.
 
El diminutivo de Drusila («la pequeña Drusa») hace pensar que pudiera tratarse de una segunda hija
 
En torno a 42 a. C., contrajo matrimonio con Tiberio Claudio Nerón, un primo suyo de familia patricia. Después de la Guerra Civil que siguió al asesinato de Julio César, Tiberio Claudio Nerón estaba en el bando contrario a Octavio; la familia sobrevivió a la persecución y se encontró con Augusto en 39 a. C. En aquellos momentos, Livia ya tenía un hijo, el futuro emperador Tiberio, y estaba embarazada del segundo, Druso el Mayor. La leyenda cuenta que Augusto se enamoró fulminantemente de ella, pues pasaba por ser una de las mujeres más bellas de su tiempo, y que se casaron un día después de que sus divorcios fueran anunciados. Aparentemente, Tiberio Claudio Nerón estuvo de acuerdo en ello y fue a la boda. La importancia del papel de los Claudios en la política de Augusto y la supervivencia política de Tiberio Claudio Nerón parecen las explicaciones más racionales para esta tempestuosa unión.

 

De cualquier modo, el matrimonio entre Livia y Augusto se mantuvo durante los siguientes 52 años, a pesar del hecho de que no tuvieron hijos, y ella siempre disfrutó del privilegio de ser la consejera de confianza de su esposo.
 
Después del suicidio de Marco Antonio tras la batalla de Accio en 31 a. C., Octaviano no encontró más oposición a su poder. Finalmente, y siempre con Livia a su lado, fue nombrado emperador de Roma con el título de Caesar Augustus. Juntos, establecieron el modelo de pareja romana. A pesar de su riqueza y de su poder, Augusto y su familia siguieron viviendo modestamente en su casa del Palatino. Livia fue el paradigma de la matrona romana: nunca llevó excesiva joyería ni vestidos pretenciosos, se ocupó de las labores domésticas y de su esposo -en ocasiones tejiendo ella misma sus ropas-, aunque intervino activamente en política, siendo considerada la mano derecha del emperador Augusto.
 
En 35 a. C., Augusto permitió a Livia administrar sus propias finanzas y le dedicó una estatua pública. Livia tuvo su propio círculo de clientes y colocó a muchos de sus protegidos en puestos oficiales, incluyendo al abuelo de Otón y al mismo Galba. A la muerte de su esposo, Livia logró que Tiberio, su hijo mayor, fuese investido emperador, tras las sospechosas muertes de otros miembros de la familia imperial. Sin embargo cuando murió, Tiberio recibió la noticia con frialdad, y no sólo no asistió a sus funerales, sino que prohibió que se le rindieran los honores correspondientes.
 
Livia desempeñó un papel vital en la formación de sus hijos Tiberio y Druso. La atención se centra por su parte en el divorcio de su primer marido, padre de ambos, en 39 a. C. Sería interesante conocer su papel en éste, así como en el divorcio de Tiberio y Vipsania en 12 a. C., debido a la insistencia de Augusto: si fue neutral o meramente pasiva, o si ella intervino activamente en este proceso, actos por los que Tiberio pudo guardarle rencor a su madre, ya que él se vio obligado a abandonar a la mujer que amaba por consideraciones dinásticas.
 
Durante su tiempo, Livia gozó de la popularidad del pueblo romano. Para ser más que la "mujer bonita", como se describe en los textos antiguos, Livia se sirve de la imagen pública de la idealización de las cualidades femeninas romanas, una figura maternal, y, finalmente, una diosa como la representación que alude a su virtud. Livia, que simboliza el poder en la renovación de la República con las mujeres y virtudes que muestra en público, tuvo un efecto espectacular en la representación visual del futuro imperial de la mujer como ideal de honorables madre y esposa romana, aunque después ha sido sospechosa del envenenamiento de muchos de estos personajes, entre ellos del de su hijastra Julia. "Se escuchó el rumor de que, cuando Marcelo, sobrino de Augusto, murió en 23 a. C., no fue por muerte natural, y que detrás de esto se encontraba Livia" (Dión Casio) 55.33.4). Uno por uno, todos los hijos de Julia y Marco Vipsanio Agripa habían muerto prematuramente: en primer lugar y, a continuación, Lucio y Cayo, a quienes Augusto había adoptado como hijos, con la intención de que fueran sus sucesores. Por último Póstumo Agripa, el menor, a quien Octavio había adoptado como hijo, también fue encarcelado por conspiración y finalmente muerto. Tácito y Dión Casio mencionan en sus obras estos rumores, pero Suetonio no hace mención de los mismos, ni hay pruebas suficientes para darlos por válidos.
 
No sería hasta el año 41 cuando su nieto Claudio, la reivindicaría con todos sus honores y se completaría su deificación, proclamándola Diva Augusta (La Divina Augusta), recibiendo como símbolo un carro tirado por elefantes, para transmitir su imagen en todos los juegos públicos. Se elevó una estatua en su honor en el templo de Augusto, junto con su marido y se celebraron carreras en su honor. Las mujeres romanas invocaban su nombre en sus juramentos sagrados. También tuvo su propio templo dedicado en la ciudad ática de Ramnunte.


Su divinización suponía un refuerzo al simbolismo de la familia imperial romana, haciéndola modelo virtuosa de matrona y al mismo tiempo, junto con la divinización de su marido, implicaba dar también carácter divino a sus descendientes de la dinastía Julia-Claudia.
 
En la novela Yo, Claudio de Robert Graves, Livia es uno de los personajes principales. A lo largo de la novela es mostrada como un personaje malvado, frío y calculador que recurre a todo tipo de estratagemas para alcanzar sus objetivos que se resumen en conseguir que su hijo Tiberio suceda a Augusto como emperador. El narrador de la historia, Claudio, la incrimina por múltiples asesinatos, la mayoría de ellos por envenenamiento, entre los que se encontraría el del propio Augusto.

 

Las sospechas del narrador se confirman cuando se lo confiesa poco antes de morir, cuando alegó que existía una necesidad de los mismos para evitar que Roma entrase de nuevo en una guerra civil, y le pide a Claudio que la proclame diosa para librarse de las torturas del Infierno.

En la novela La diosa mortal de Enrique Serrano se muestra una faceta más humana y mucho menos cruel de Livia. Como bien la define el autor, Livia fue una matrona romana, esposa, gobernante, madre, emperatriz y diosa, mortal pero de realizaciones inmortales.


ESCULTURAS DE LIVIA DRUSILA:


















































MONEDAS DE LIVIA DRUSILA: