sábado, 4 de abril de 2020

ARÍSTOCLES, ALIAS PLATÓN



Mientras Alejandro se ilusionaba en conquistar el mundo en nombre de la civilización griega, esta civilización difundía sus últimos fulgores. La literatura languidecía, transformada ya en un mal subproducto: la oratoria, exclusiva de los varios Demóstenes, Esquines, etc. La tragedia había muerto y en su lugar iba tirando una comedia burguesa, hilvanada con mediocres motivos de adulterio y de vida cara. La  Escultura producía aún obras maestras con Praxíteles, Escopas y Lisipo. La ciencia, más que a nuevos experimentos y descubrimientos, se dedicaba a la clasificación escolástica de lo ya realizado. Pero la Filosofía alcanzaba precisamente entonces su cénit.

 

Era la herencia de Sócrates, en cuya escuela había nacido un poco de todo. Entre sus continuadores tal vez el más superficial, pero asimismo el más pintoresco, fue Arístipo, elegante estafador e infatigable trotamundos. El hedonismo fue para él no  tan  sólo una teoría, sino también una práctica de vida. Todo lo que hacemos, decía, lo hacemos sólo para procurarnos placer, aun cuando inmolamos la  vida  por un dios o un amigo. Nuestra llamada «sapiencia» nos  engaña.  Los únicos  que nos  dicen  la verdad son los  sentidos,  y la filosofía sólo sirve para afinarlos.

 

Arístipo era un guapo hombre de modales  exquisitos y de conversación fascinante, que jamás tuvo necesidad de trabajar para vivir. Una vez, náufrago en aguas de Rodas, hechizó totalmente a sus salvadores, quienes, después de alimentarle y vestirle, hasta le abrieron una escuela a sus expensas. «¿Veis, muchachos? —dijo Arístipo en su exordio—. Vuestros progenitores deberían proveeros solamente de aquello que se puede salvar hasta en un naufragio.» Cuando estaba sin blanca, se iba de huésped a casa de Jenofonte, en Escila, o bien a Corinto, en la de la célebre hetaira  Laide,  que   despojaba  a   sus  clientes,  y  que a Demóstenes, por una noche de amor, le había pedido cinco millones, pero que tenía una debilidad por Arístipo y le recibía gratis en casa. Había estado también en Siracusa con Dionisio que una vez le escupió en la cara. «Bah —dijo Arístipo, enjugándosela—, un pescador ha de  mojarse más para capturar un pez más pequeño que un rey.» El  tirano le obligaba  a  que  le  besara  los  pies. Arístipo  se  excusaba  de ello ante los amigos  diciendo:  «No  es  culpa  mía  si los pies son la parte más noble  de  su  cuerpo.»  No tenía nunca dinero, pero todos le querían por la generosidad con que gastaba el  de  los  demás.  Y  murió diciendo que lo dejaba todo a  la  virtud, pero aludía solamente a su hija que  se  llamaba precisamente así («Arete») y que tradujo en cuarenta libros la amable filosofía de su padre mereciendo el título de «Luz de la Hélade».

 

Otro curioso maestro era Diógenes,  jefe de escuela  de los cínicos, llamada así por Cinosarge donde tenían su gimnasio. Lo había fundado Antístenes, alumno de Sócrates, que una vez, mirándole, le dijo: «A  través de los agujeros de tu vestido, Antístenes, veo tu vanidad.». Era verdad. Antístenes compensaba con la humildad su orgullo, que era inmenso. También él, originario de siervos, había instituido aquella escuela para los pobres, y de buenas a primeras rechazó la inscripción a Diógenes porque era banquero,  aunque en quiebra. Decidióse a acogerle sólo cuando vio que dormía en el suelo en compañía de mendigos y que andaba por las calles pidiendo limosna también.

 

Diógenes fue acaso el que más escarbó según predicaba. Habiendo afirmado que el hombre no es más que un animal, hacía, como los animales, sus necesidades en público, negaba  obediencia  a  las leyes y no se reconoció ciudadano de ninguna patria. Fue el primero en usar, para sí, el  término cosmopolita. En uno de sus muchos viajes, los piratas le capturaron y le revendieron como esclavo a un tal Xeníades de Corinto, quien le preguntó qué sabía hacer. «Gobernar a los hombres», contestó Diógenes. Xeníades le confió sus propios hijos y después, poco a poco, hasta sus propios negocios. Le llamaba «el genio bueno de mi casa». También en Diógenes, como en Antístenes  y en todos los demás que profesaban la humildad, había una infinita ambición. Le importaba mucho su  dilatada fama de dialéctico ingenioso y  mordaz.  Una  vez,  al ver a una mujer prosternada ante  una imagen sagrada; «Cuidado —le dijo—, con tantos dioses en circulación, puede haber también uno detrás al que estés enseñando las posaderas.». El gran rey y el pobre filósofo murieron, según algunos, el mismo día. El primero tenía treinta y un años, el segundo noventa.

 

Platón conoció a Antístenes y quedó un poco contagiado por la filosofía  cínica,  como  se  manifestaba en su República, donde anhela un estado comunista fundado sobre  las  leyes  de  la  Naturaleza.  Mas  era un pensador demasiado grande y profundo para pararse ahí. Procedía de  una  noble  y  antigua  familia que hacía remontar sus orígenes  en  el  cielo  al  dios del mar Poseidón, y en la  tierra  a  Solón.  Su  madre era hermana de  Cármides  y  sobrina  de  Critias,  el jefe de la oposición aristocrática y del Gobierno reaccionario de los Treinta. Su verdadero nombre era Arístocles, que significaba «excelente y renombrado». Más tarde le llamaron  Platón,  o  sea  «ancho»,  debido a sus fuertes espaldas y atlética corpulencia. Era, en efecto, un gran deportista y un supercondecorado de guerra. Pero hacia los veinte años encontró a Sócrates y en su escuela se convirtió en un intelectual puro.

 

Fue acaso el más diligente alumno del Maestro, a quien amó apasionadamente, como estaba, por lo demás, en su naturaleza. Por razones de familia se halló complicado en los grandes acontecimientos que se produjeron a la muerte de Pericles: el terror oligárquico de Critias y de Cármides, su  fin,  la  restauración democrática, el proceso y la condena de Sócrates. Todo esto le afectó y le hizo expatriarse. Refugióse primeramente en Megara en casa de Euclides, luego en Cirene y finalmente  en Egipto, donde buscó el sosiego  y el olvido en las Matemáticas y la Teología. Volvió a Atenas en -395, pero de nuevo  huyó para ir a estudiar la Filosofía pitagórica en Tarento, donde conoció a Dión, quien le invitó a Siracusa y le presentó a Dionisio I. El tirano, que alimentaba un complejo de inferioridad hacia los intelectuales y no alcanzaba a quererles más que a cambio de mortificarles, creyó poderles tratar como a Arístipo y un día le dijo: «Hablas como un estúpido.» «Y tú como un prepotente», respondió Platón. Dionisio le hizo detener y le vendió como esclavo.

 

Fue un tal Aníceres de Cirene quien desembolsó las tres mil dracmas para su rescate, rehusando después hacérselas restituir por los amigos de Platón que, entretanto, las habían reunido ya. Así, con aquel capital, fue fundada la academia. Que no fue la primera Universidad de Europa, como alguien ha dicho. Había existido ya la de Pitágoras en Crotona y la  de  Isócrates en Atenas. Pero fue ciertamente un gran paso adelante en la organización escolástica moderna. Los libelistas de la época hablan de ella como hoy se habla de Eton, o sea como de la incubadora de muchos esnobismos y sofisticaciones. Los alumnos vestían elegantes capas y tenían un modo muy peculiar de accionar, de hablar y de llevar el bastoncillo. No pagaban matrícula. Pero dado que eran seleccionados únicamente entre las familias  más  conspicuas  (Platón  era un franco negador de  la  democracia) existía  entre ellos  la  costumbre  de entregar  espléndidos donativos.

 

En el frontón de la puerta estaba escrito: Medeis ageometretos eisito, que era como decir: «Demostrad vuestros conocimientos geométricos al ingresar.» Debía  de  ser un  recuerdo pitagórico. La  Geometría tenía, en efecto, gran parte en la enseñanza, junto con las Matemáticas, las Leyes, la Música y  la Ética.  Platón era secundado por ayudantes que enseñaban con diversos métodos; conferencias, diálogos, debates públicos. Las mujeres también eran admitidas: Platón  era un femenista encarnizado. Y los temas eran, por ejemplo : «Buscad las reglas que regulan el movimiento, en apariencia desordenado, de los planetas, confrontándolas con las que gobiernan las acciones de los hombres.»

 

Uno de los grandes subvencionadores de la  academia fue Dionisio II quien, apenas  ocupó  el  puesto  de su padre, mandó ochenta talentos, algo así como trescientos millones de liras, tal vez por  sugerencia  de Dión. Lo que contribuye a explicarnos la gran pasión que con aquel caprichoso soberano tuvo  Platón, cuando fue invitado por  él  en  Siracusa.  El  filósofo debía de ser  un  hombre  valeroso,  para  volver  a  la  ciudad y a casa del hijo  de aquel que les había hecho  correr    la ruin aventura de ser vendido como esclavo. Mas también le espoleó la esperanza de realizar allí aquella república ideal de la igualdad, en la que creía férreamente. Presuponía un Gobierno autoritario  en  manos de un rey-filósofo. Dionisio  II  no  era  filósofo,  pero era rey, y Platón esperaba, con la ayuda de  Dión,  hacer de él su  instrumento  para  la  instauración  de un Estado al modo de Esparta, de una ascética moralidad.

 

Acabó como se ha dicho ya. Intimidado por aquel maestro célebre y animado por una fe mesiánica, Dionisio se puso animosamente a estudiar. Luego se  cansó de la Filosofía, prestó oídos  a  Filisto  y  alejó  a Dión. Platón protestó, y dado que Dionisio se  mantuvo firme pese a  confirmarle  su  confiado  y  reverente afecto, presentó la dimisión de la academia que fundara también en Siracusa, y se reunió  con el  amigo refugiado en Atenas.

 

No se movió de ella sino  raramente. Y parece  ser que tuvo una vejez bastante feliz, o al menos sosegada. La escuela le absorbía  completamente.  Cuando no enseñaba, llevaba de paseo a sus alumnos en pequeños grupos para seguir ejercitándoles en el arte de argumentar. Platón era un hombre cándido, sin mal humor ni engreimiento. Al contrario,  irradiaba  un gran calor de simpatía humana; además de exponer elevadas ideas sabía contar los más divertidos chistes y, como todos los hombres profundamente serios, tenía mucho sense of humour.

 

Un día uno de los escolares le invitó a ser su padrino de boda. A pesar de los ochenta  años  cumplidos, el Maestro acudió, participó en la fiesta, bromeó con los jóvenes  hasta bien entrada la noche  comiendo y tal vez empinando un poco el codo. En determinado momento se sintió un poco fatigado y, mientras seguía la comilona, se retiró a un rincón para descabezar un sueño.

 

A la mañana siguiente le encontraron sin vida.  Había pasado del sueño momentáneo al eterno  sin darse cuenta. Todo Atenas se movilizó para acompañarle en masa al cementerio.

( Indro Montanelli )


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