Tal vez aquella paz, aun sin durar cincuenta años, que tales eran las intenciones de los contratantes,
hubiese durado empero un poco más de seis, como aconteció, de no haber llevado el nombre de Nicias. Era éste el vástago de una dinastía de encumbrado linaje y, como todos
sus colegas del partido conservador,
había desaprobado vivamente
la guerra contra Esparta, ciudad en la que todos los reaccionarios
de Grecia veían un modelo que
imitar. Era también uno de los pocos aristócratas
ricos. Incluso, al parecer, su patrimonio era,
con el de Calias, el más fuerte de Atenas; se evaluaba en quinientos millones de liras, casi todos empleados en esclavos, que él alquilaba en cuadrillas a
los administradores de las minas.
Este comercio,
que a nosotros nos parece odioso, pero que
en aquellos tiempos era considerado mondísimo, no impedía en absoluto a Nicias pasar por hombre piadoso, devotísimo de los
dioses, para los que no transcurría día sin
que él hiciese algo.
Ora dedicaba una
estatua de Atenea, ora una parte de su patrimonio a Dionisio, financiando
como corego los más suntuosos espectáculos en su honor. Para cada mínimo acto que cumplir,
consultaba al numen competente y le pagaba la
respuesta con ex votos costosos. Nunca habla salido de casa con el pie izquierdo. Inscribía palabras mágicas en las
paredes de su morada para
protegerla de los incendios. Los días nefastos (pongamos el martes y el
viernes) jamás había iniciado ninguna empresa. Para cortarse
el pelo esperaba la luna llena.
Cuando el vuelo de los pájaros indicaba mal
tiempo, pronunciaba la fórmula de conjuro y la repetía veintisiete veces. Organizaba y pagaba de su bolsillo procesiones para la cosecha. Abandonaba el Senado si oía el chillido de un ratón. Se tapaba los oídos a cada palabra de sonido funesto. A cada muerto de su
familia, que siendo antigua
habían de ser muchos, le dedicaba una ceremonia especial,
invocando por el nombre a cada uno de ellos a cada bocado que engullía; tantos muertos, tantos
bocados; tantas muertas, tantos tragos. Es más, comía incluso con una tablilla ante los ojos
en la
cual estaban escritos los nombres de todos sus antepasados, para no olvidar a ninguno; y a medida que honraba a uno, tachaba el nombre con tiza, eructaba en señal de saludo y pedía otro servicio. Después de lo cual, como
democristiano ejemplar, alquilaba otro rebaño de
esclavos y se ganaba otra propinilla de millones.
Para combatir a
un hombre semejante, cargado de dinero y a
quien el resultado ruinoso de la guerra a la
cual él siempre se habla opuesto,
había terminado dándole la razón, su adversario Alcibíades, aun cuando aristócrata
también, no tenía más que un medio:
tomar la sucesión ideológica de Pericles al frente del belicoso partido demócrata y tratar de desacreditar la obra «distensiva», aquello que hoy se llamaría el«espíritu de Munich», del partido conservador.
Alcibíades no
tenía dinero. Y no podía ni menos ufanarse de
contar con la protección de los dioses, con los cuales
se mostraba muy irrespetuoso.
Pero en compensación poseía
un blasón, la belleza,
el espíritu, el valor y la insolencia. Hijo de una prima de Pericles, se había criado en casa de éste, quien,
seducido por la exuberancia y la genialidad del muchacho, había
tratado de disciplinar sus dotes y de orientarle hacia el bien. En vano. Egocéntrico y extravertido, Alcibíades, con tal de causar sensación y hacer carrera, no reparaba en los medios. Cierto que más por ambición que por patriotismo se había batido como un héroe contra los espartanos, primero
en Potidea y luego
en Delios, si bien algunos
dijesen que el verdadero autor de las hazañas que se le atribuían había sido Sócrates, que le quería con un amor sobre cuya naturaleza
tal vez es mejor no hacer indagaciones.
Alcibíades formaba
parte del grupo de jóvenes intelectuales que
el Maestro ejercitaba en el arte sutil de razonar, pero de vez en cuando se alejaba para ir detrás de prostitutas y mozalbetes de
equívoca fama y entonces Sócrates perdía la cabeza,
cuenta Plutarco, y se ponía a buscarle como a un esclavo fugitivo. Después Alcibíades volvía, lloraba de arrepentimiento más
o menos fingido en
los brazos del viejo, que se lo perdonaba en seguida, y preparaba otra de las suyas.
Un día se encontró con Hipónaco, que era uno de los más ricos jefes conservadores y, por una apuesta, le abofeteó. Al día siguiente se presentó en su casa, se desnudó y se echó a los pies del ofendido suplicándole que le azotase en castigo. El pobre hombre, en vez de un buen par de vergajazos
le dio por esposa a su hija Hipareta, el mejor partido de Atenas, con una dote de veinte talentos. Alcibíades los disipo inmediatamente en un palacio y una cuadra de caballos de carrera con los que, en el derby de Olimpia, ganó los premios primero, segundo y cuarto.
Atenas estaba
loca con él. Adoptó, como en Inglaterra, el vicio del tartamudeo, porque él era ligeramente tartamudo, y se dejó imponer la moda de ciertos zapatos sólo porque él la lanzó. Nesesitando siempre dinero para su desenfrenado lujo, se lo hacía regalar hasta de las hetairas más famosas. Y para mostrar que
ninguna mujer se le resistía, hizo grabar en su escudo de oro un Eros con el rayo en la mano. Entre otras cosas, quiso una flotilla de trirremes para
su uso particular. Y de una de ellas hizo su garconniere flotante, con una tripulación formada de músicos. Un día, Hipareta huyó de casa y le citó ante los tribunales para divorciarse. Él acudió y, delante de los jueces, la raptó. La pobre mujer aceptó su hado de esposa engañada, sufrió
en silencio las humillaciones que él le infligió
y poco después murió de pena.
Ahora bien, este extraordinario y turbulento personaje, violador de leyes y de mujeres, seductor no tan sólo de corazones femeninos, sino también de masas electorales, era partidario de
la guerra porque la guerra significaba
un atajo para sus ambiciones, y detestaba la paz porque llevaba el nombre de Nicias. La Constitución
no
le permitía, ni siquiera cuando fue elegido arconte, denunciar el tratado. Pero
él, aun respetándolo formalmente, se dio
a fomentar ocultamente una coalición contra Esparta, que Atenas armó sin participar en ella y que fue severamente derrotada en Mantinea en -418. Poco después mandó una flota a Milo, que se había rebelado, hizo condenar a muerte a todos los adultos varones,
deportar como esclavas a las mujeres y a los niños, y entregar los bienes a quinientos colonos atenienses.
A la
sazón, el partido demócrata y las clases industriales y comerciales que le sostenían
y financiaban volvían
a levantar cabeza e hicieron
de él uno de los diez
generales entre los que se dividía el mando
de las fuerzas armadas. Plutarco cuenta que, al oír aquella noticia, Timón, un viejo misántropo que odiaba a los hombres y gozaba con
sus calamidades, se frotó las manos de contento. Poniendo a contribución toda su tortuosa diplomacia,
Alcibíades se dedicó a convencer a los atenienses de que el único modo de recuperar el perdido prestigio y reconstruir un Imperio, era conquistar Sicilia. Se ofrecía un buen pretexto. La ciudad jonia de Lentini había mandado de embajador en Atenas a Gorgias para solicitar ayuda contra la doria Siracusa que quería anexionársela.
Nicias suplicó a la Asamblea que
rechazase la propuesta. Alcibíades la avaló, seguro de recibir el mando de la expedición, y la hizo
aprobar.
Mas el azar se entremetió. Una noche, mientras hacían los preparativos, las estatuas del dios Hermes fueron impíamente mutiladas. Se ordenó una encuesta para indagar las responsabilidades
de aquel sacrilegio. Y las sospechas recayeron
sobre Alcibíades, que tal vez no tenía nada que ver y era solamente la víctima de una maquinación de los conservadores
para evitar la guerra. Él solicitó un proceso. Pero en espera de que fuese celebrado, el mando de la expedición fue confiado
a Nicias, es decir, a quien no la quería.
Nicias había sido ya general en la guerra contra Corinto.
Había ganado su batalla. Pero,
mientras volvía a Atenas, recordó haber dejado insepultos a dos soldados suyos y volvió
atrás, pidiendo humildemente a los vencidos que le permitieran inhumar los dos cadáveres. Los atenienses se habían reído un poco de tanta santurronería;
pero después de la afrenta a Hermes, querían
estar seguros de que su comandante fuese querido por los dioses y por eso le eligieron a él.
Antes de aceptar,
Nicias, como de costumbre,
consultó a los oráculos y hasta mandó emisarios
a Egipto para interrogar
a Ammón, el cual dijo que sí. Suspirando y poco
convencido, el mojigato general dio la señal de partida. En el último momento
recordó que estaban en
la nefasta Plinterias, como quien dice martes y trece; pero era demasiado tarde para revocar la orden. La noticia de que los cuervos estaban picoteando la estatua de Palas —otro
signo siniestro— acabó por ponerle tan nervioso que aquel día, por primera vez,
salió de casa con el pie izquierdo. Para congraciarse de nuevo con el cielo,
durante todas aquellas semanas de navegación ordenó
ayunos y preces a sus soldados que desembarcaron en la costa sícula desmoralizados y debilitados.
Siracusa pareció en seguida
como de difícil
conquista. Y el
cielo se ensañó
con los sitiadores descargando lluvias torrenciales. Nicias pasaba el tiempo, rezando a los dioses, que le respondieron
mandándole una epidemia. Por fin, espantado, decidió abandonar la empresa y reembarcar el ejército. Mas precisamente en aquel momento hubo un eclipse de luna, que los augures lo interpretaron como una orden celeste de aplazar la partida por «tres veces nueve días», o sea veintisiete días.
Habiendo comprendido finalmente con quién se las habían, los siracusanos efectuaron
una salida nocturna, asaltaron la flota ateniense y le pegaron fuego. El gazmoño general se batió como un bravo soldado. Fue capturado vivo por los siracusanos y pasado por las armas inmediatamente
junto con todos los demás prisioneros, menos aquellos que —como hemos dicho— sabían recitar de memoria algún verso de Eurípides.
Como buenos germánicos, los dorios de Siracusa sentían tanta pasión por la sangre como por el arte y tenían igualmente
fácil la horca y el «sentimiento».
( Indro Montanelli )
No hay comentarios:
Publicar un comentario