El hombre libre o liberto (no tenía por qué ser ciudadano romano) que se entregaba en garantía a otro hombre al que llamaba patrón, era cliente de la clientela de éste.
El cliente se comprometía, de la manera más solemne, a obedecer los deseos y servir a los intereses de su patrón a cambio de favores diversos (por lo general, dinero, trabajo o asistencia legal).
El esclavo liberado era automáticamente cliente de su antiguo amo. La relación cliente-patrón era tan importante que se promulgaron leyes formales para regularla.
Pueblos, ciudades e incluso reinos enteros podían ser clientes y no necesariamente de Roma.
Romanos como Pompeyo Magno contaron con reyes y sátrapas entre sus clientes.
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