lunes, 13 de octubre de 2014

CAYO JULIO CÉSAR OFRECE UNA CENA EN TRICLINIOS A SUS ÍNTIMOS EN SU RESIDENCIA DE LA DOMUS PÚBLICA





A finales de octubre consiguió ofrecer una cena en el triclinium de la Domus Publica, un hermoso salón con sobrada capacidad para nueve triclinios. Por un lado daba a la amplia columnata que rodeaba el principal jardín del edificio, y como la tarde era cálida y soleada, César hizo abrir todas las puertas. Allí Pompeyo Magno había visto por primera vez a Julia y se había enamorado de ella, entre los exquisitos murales de la batalla del lago Regilio en la que Cástor y Pólux en persona habían combatido del lado de Roma. ¡Qué triunfo había sido aquél! ¡Qué contenta se había puesto la madre de Pompeyo!

 

Estaban allí Cayo Matio y su esposa, Priscila; Lucio Calpurnio Piso y su nueva esposa, otra Rutilia; Publio Vatinio con su adorada esposa, la ex mujer de César, Pompeya Sila; Lucio César, viudo, que fue solo, ya que su hijo estaba con Metelo Escipión en la provincia africana, un republicano en el bando de César; Vatia Isaurico llegó con su esposa Junia, la hija mayor de Servilia. Lucio Marcio Filipo se presentó con un pequeño ejército: su segunda esposa, Átia, que era sobrina de César; la hija que ésta tuvo con Cayo Octavio, Octavia la joven, y el hijo, Cayo Octavio; Marcia, la hija del propio Marcio, esposa de Catón pero gran amiga de la esposa de César, Calpurnia, y su hijo mayor, Lucio, que vivía con ellos. Las ausencias más notables eran las de Marco Antonio y Marco Emilio Lepido, que habían sido invitados.

 

El menú se había elegido con muchísimo cuidado, ya que Filipo era un famoso epicúreo, en tanto que a Cayo Matio, por ejemplo, le gustaba la comida sencilla. El primer plato consistió en camarones, ostras y cangrejos de las piscifactorías de Bayas, algunos guisados y servidos en elegantes platos, algunos al natural, algunos ligeramente asados; como acompañamiento llevaban ensaladas de lechuga, pepino y apio aliñadas con diversas salsas hechas con los mejores aceites y vinagres añejos; angulas de agua dulce ahumadas; una perca con salsa de garum; huevos duros con salsa picante, pan recién hecho, delicioso aceite de oliva para untar. 


El segundo plato incluía diversas carnes asadas, entre ellas una pata de cerdo con su crujiente piel, numerosas gallinas y un lechal guisado durante horas con leche de oveja; delicados embutidos recubiertos con miel de tomillo diluida y ligeramente asados; un estofado de cordero con sabor a mejorana y cebolla; un añal asado en un horno de arcilla. El tercer plato consistía en pasteles de miel, bizcochos con pasas bañadas en vino con especias, tortas dulces, fruta, incluidas fresas traídas de Alba Fuquentia y melocotones de los vergeles de César en Campania, quesos secos y tiernos, ciruelas cocidas y frutos secos. Los vinos eran añejos y de las mejores uvas Falernias, tintos y blancos, y el agua provenía del manantial de Juturna.
 

A César todo eso le traía sin cuidado; él habría preferido pan con aceite de cualquier clase, un poco de apio y gachas hervidas con un trozo de tocino. Todo eso se debía a que estaba acostumbrado a la dieta de campaña militar, hasta el punto que incluso había perdido el gusto por el vino.

 

Los triclinios de los varones formaban una amplia U, con el lectus medius del anfitrión en un extremo, y las mesas, exactamente de la misma altura de los triclinios estaban justo delante, permitiendo a los comensales alargar una mano y escoger de las bandejas aquello que les apeteciera. Había cuencos y cucharas para todo lo que fuera demasiado blando o pegajoso para tomarlo con los dedos, y las exquisiteces se servían ya cortadas en trozos del tamaño de un bocado; si un comensal deseaba enjuagarse las manos simplemente se volvía hacia la parte trasera del triclinio y un atento criado le ofrecía un cuenco de agua y una toalla. Se habían despojado de las togas porque entorpecían el movimiento, así como del calzado, y los hombres se lavaban los pies antes de reclinarse con el codo apoyado en un cabezal para más comodidad.

 

Al otro lado de las mesas estaban las butacas de las mujeres; en lugares más modernos se consideraba elegante que también se reclinaran en triclinios, pero en la Domus Publica imperaban aún las viejas costumbres, de modo que las mujeres comían sentadas. 


Si alguna novedad incluía aquella cena, era que César permitió que sus invitados eligieran dónde querían reclinarse o sentarse, con dos excepciones: acomodó a su primo Lucio en el locus consularis a la derecha de su triclinio, y dijo a su sobrino nieto, el joven Cayo Octavio, que se colocara entre ellos. Todos notaron que daba preferencia a un simple muchacho, y algunos enarcaron las cejas, pero...

 

El impulso de César de distinguir al joven Cayo Octavio fue fruto de su sorpresa al ver al muchacho, quien muy correctamente se había quedado en la sombra de su padrastro, mientras éste, Filipo, exhibía su satisfacción por haber sido invitado con efusivos saludos a todos y aspavientos. Bueno, pensó César, al menos hay alguien distinto. Recordaba bien a Octavio, por supuesto; habían
conversado hacía dos años y medio cuando pasó unos días en la villa de Filipo en Miseno.

 

¿Qué edad tendría ahora? Dieciséis años probablemente, aunque aún llevaba la toga orlada de púrpura y el medallón de bulla colgado del cuello propios de la infancia. Sí, sin duda tenía dieciséis años, porque Octavio padre había organizado un gran festejo con motivo de su nacimiento durante el año de consulado de Cicerón, en medio de las crecientes sospechas respecto a las intenciones de Catilina de derrocar el gobierno. Fue a finales de septiembre, mientras la Cámara esperaba noticias de una revuelta en Etruria y mientras Catilina, desafiante, actuaba aún con descaro en Roma. ¡Estupendo! La madre y el padrastro del joven habían decidido que éste celebraría el paso a la vida adulta durante los festejos de Juventas en diciembre, cuando la mayoría de los adolescentes romanos adoptaban la toga virilis, la sencilla toga blanca de un ciudadano. Algunos padres acaudalados y eminentes permitían que sus hijos celebraran la ocasión en el día de su cumpleaños, pero ese privilegio no se le había concedido al joven Cayo Octavio. ¡Estupendo! No estaba malcriado.

 

Era un muchacho de sorprendente belleza. Llevaba el cabello ligeramente rizado y de un vivo color dorado, un poco largo para ocultar su único verdadero defecto, las orejas; aunque no eran excesivamente grandes sobresalían como las asas de un jarrón. Una madre inteligente, no un hijo vanidoso, ya que el muchacho no se comportaba como si fuera consciente del impacto que
causaba su físico. Una piel trigueña sin mancha alguna, una boca y un mentón firmes, una nariz alargada un tanto respingona, pómulos salientes, rostro oval, ceas y pestañas oscuras, y unos ojos notables. Los tenía separados y muy grandes, de un gris luminoso sin el menor matiz azul o amarillo, un poco misteriosos, pero no al modo de los de Sila o César, porque su mirada no era fría ni inquietante; de hecho, era cálida. Sin embargo, pensó César, examinando analíticamente aquellos ojos, no revelan absolutamente nada, son unos ojos cautos. ¿Quién me dijo eso en Miseno? ¿O se me ocurrió a mí el calificativo? Octavio no sería alto pero tampoco excesivamente bajo. Una estatura media, un cuerpo esbelto, pero unas pantorrillas musculosas. ¡Estupendo! Sus padres lo han obligado a ir a pie a todas partes para desarrollar esas pantorrillas. Pero tiene el pecho más bien estrecho, la caja torácica exigua, no más ancha que los hombros. Y las ojeras bajo esos asombrosos ojos revelan hastío. ¿Dónde he visto antes esa mirada? La he visto, sé que la he visto, pero hace mucho tiempo. Hapd'efan'e... Debo preguntárselo a Hapd'efan'e.

 

¡Quién tuviera esa mata de pelo! La calvicie no le cuadra a un hombre con el apellido César. Cayo Octavio no se quedará calvo, ha heredado el cabello de su padre. Fuimos muy buenos amigos, su padre y yo. Nos conocimos en el sitio de Mitilene y nos enfrentamos junto a Filipo al despreciable Bibulo. Así que me complació que Octavio se casara con mi sobrina, de ascendencia latina, antigua y sólida, y además muy rica. Pero Octavio murió prematuramente y Filipo ocupó su lugar en la vida de Atia. Interesante, lo ocurrido con los jóvenes tribunos militares de Lúculo. ¿Quién habría pensado que Filipo acabaría estando donde estaba?

 




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