lunes, 23 de marzo de 2020

ROMA SE ADUEÑA DE GRECIA


 

Para Grecia, que tras la conquista doria, se había dado una ordenación definitiva, el  «enemigo»  había sido siempre el Oriente. Lo que  ocurría en  Occidente no la había interesado  más  que  casualmente.  Salvo los marineros que frecuentaban sus puertos, tal vez nadie en Atenas sabía qué grado de desarrollo habían alcanzado las colonias  griegas  de  la  Italia meridional y de Sicilia, y acaso por esto se decidió con tanta ligereza la expedición de Nicias contra Siracusa. La catástrofe probablemente contribuyó a acrecentar el desinterés. Y las conquistas de Alejandro lo hicieron total, al monopolizar definitivamente la  atención  de los griegos hacia el Este.

 

La ascensión de Rodas en el siglo ni es una de las pruebas. Fue debido precisamente a la geografía, que hacía de la isla una etapa obligada y el  punto  de  apoyo de todos los intercambios grecoorientales. Tras haber resistido heroicamente a Demetrio Poliercetes, Rodas reunió en una Liga a otras islas egeas, y las mantuvo sabiamente en una línea neutral. 


Su política fue tan sagaz que,  cuando  en  225 antes de  Jesucristo la ciudad fue destruida por un terremoto,  toda  Grecia mandó ayuda en dinero  y mercancías  por  ver en ella un pilar insustituible de su economía.

DEMETRIO POLIERCETES

Nadie, en cambio, se había movido cuando, años antes, Tarento se había encontrado en mala situación con Roma. También los tarentinos eran griegos y también ellos se dirigieron en busca de ayuda a sus connacionales de la madre patria. Pero sólo hallaron uno dispuesto a acudir en socorro suyo: Pirro, rey  del Epiro, del mismo linaje moloso del que descendía Olimpia, la madre de Alejandro. Pirro desembarcó en Italia con veinticinco mil infantes, tres mil jinetes y veinte elefantes, que a la sazón, los  griegos  importaban de la India. Era un buen caudillo, que acaso pensaba repetir en Occidente  las empresas  que su pariente Alejandro había llevado a cabo en Oriente, y que como Alejandro, estaba infatuado de gloria y de Aquiles, del cual también él estaba convencido que descendía. Derrotó en Heraclea a los romanos, empavorecidos por los «bueyes lucanos», como llamaron a los elefantes, que jamás habían visto. Pero perdió medio ejército, se dio cuenta de que Roma  no  era Persia  y, tras otra sangrienta victoria en Ascoli, se desvió hacia Sicilia para liberarla de  los  cartagineses,  esperando que a costa de  éstos le  sería  más  fácil  ganar  la gloria. Les derrotó también, pero halló tan escasa colaboración entre los griegos del país que, abandonándoles a su destino, cruzó de nuevo el estrecho de Mesina, se hizo derrotar por  los  romanos  en  Benevento y, descorazonado, abandonó Italia, murmurando proféticamente: «¡Que hermoso campo de batalla dejo entre Roma y Cartago!».

PIRRO DE EPIRO

Pirro murió poco después en Argos y Grecia no hizo caso de su desaparición, como no  había  hecho caso de sus aventuras occidentales. Epiro era una comarca periférica y montañosa, que todos consideraban bárbara y casi forastera. En el mismo año (272), Roma se anexionó Tarento, como ya se había anexionado Capua y Napoles, y de todas las  colonias  griegas de la Italia del Sur no quedó nada. Poco  después,  Roma inició su duelo mortal con Cartago y la conclusión fue que, en 210, hasta las colonias griegas de Sicilia cayeron en sus manos.

 

Si esa vez Grecia se sacudió de su sopor, no fue porque hubiese visto en  aquel  episodio  una catástrofe nacional y se diese cuenta de la amenaza que se perfilaba  al  Oeste,  sino sólo  porque  advirtió  en  él un pretexto para rebelarse contra su amo macedonio, que en aquel momento era Filipo:  éste había  subido, a los  diecisiete  años,  a  un  trono  que  durante su minoría de  edad  se  mantuvo firme por su  padrino y tutor Antígono III. Era tan extraordinario, en aquellos tiempos, que un regente, en vez de matar al  legítimo heredero para seguir en el poder, se lo entregase, que Antígono fue llamado dosona, el prometedor que mantiene;  como  se  decía  en  la  Argentina de Perón; que cumple.

FILIPO V DE MACEDONIA

Desgraciadamente, en la historia, no siempre la honestidad paga. Y en este caso hubiese sido mucho mejor que Antígono hubiese tenido menos honradez. Filipo era un muchacho valeroso y no carente de capacidad política, pero tenía ambiciones desenfrenadas y absolutamente amorales. Hizo envenenar a Arato, el brillante estrategos de la Liga aquea, mató a su propio hijo que sospechaba le traicionaba y  enredó toda Grecia en una  telaraña de intrigas. Mas  cometió un error fatal: el de creer que,  después  de la victoria de Aníbal en  Cannas,  Roma  estaba  ya  en  la  agonía. Y como Mussolini, que después de la derrota de Francia se puso al lado de  Hitler,  así  Filipo  se  puso  al lado de Cartago y convocó en Neupactos a los representantes de todos los Estados griegos para una cruzada en Italia. Agelao, delegado de la Liga etolia, saludó en él al adalid de la  independencia  helénica,  mas alguien, ocultamente, hizo circular entre los congregados una copia, más o menos apócrifa, del tratado estipulado por Filipo, según el cual Cartago se comprometía a ayudarle una vez ganada la guerra, para someter a Grecia. ¿Era  verdad?.  Tito  Livio  dice  que sí. Pero algunos sostienen, en cambio, que fue una invención de emisarios romanos, facilitada por el  deseo de creerla que animaba a los griegos. Como fuere, surgieron tales desórdenes que la proyectada expedición hubo de quedar aplazada indefinidamente, o sea hasta que la retirada de Aníbal la convirtió en totalmente inútil.

 

Roma no se vengó en seguida. Al  revés,  en  205 firmó un tratado con Filipo,  que  creyó  haber  salido de apuros con él. Después, Escipión llevó la guerra a África y derrotó a  Aníbal  en  Zama.  Y  sólo  después de haberse librado definitivamente de aquel mortal enemigo, Roma se hizo mandar por Rodas un llamamiento  que  la  invitaba  a  liberar  la  isla  de  Filipo. Y, naturalmente, lo acogió.

 

Pagado con su misma moneda, Filipo se defendió como una fiera, destruyendo las ciudades griegas  que  se negaban a  ponerse  a  su  lado.  En  Abidos,  todos los habitantes, antes de rendirse, prefirieron  suicidarse con sus mujeres e hijos. Pero su  ejército  no  pudo nada contra  el  de  Quinto  Tito  Flaminio,  que  en 197 le aplastó en Cinoscéfalos.

 

Hubiera podido ser el fin de Grecia como nación si Flaminio hubiese sido un general romano como los demás, que dondequiera pasaban instalaban a un gobernador y un prefecto con un buen cuerpo  de  policía, introducían su lengua y sus leyes, proclamaban romana la provincia conquistada  y  la  anexionaban.  En cambio, era un hombre culto y muy respetuoso de Grecia, cuya lengua conocía y cuya civilización admiraba. No sólo respetó la vida de Filipo, sino que le devolvió el trono. Y, convocados los representantes de todos los Estados griegos en Corinto, proclamó que Roma retiraba de sus territorios  las  guarniciones  y les dejaba en libertad de gobernarse con sus leyes. Plutarco dice que esta declaración fue  acogida  con tales gritos de entusiasmo, que una bandada de cuervos migratorios se desplomó desde  el  cielo,  muriendo del susto.

 

La gratitud no es lo fuerte de los hombres, y aún menos de los pueblos. Pocos años después, la  Liga etolia  llamó  a  Antíoco  de  Babilonia  para  que  fuese a liberarla. No se sabe de qué,  visto  qué  los  romanos se habían marchado. Pero el hecho de que éstos eran más fuertes bastaba  para  hacerles sospechosos de imperialismo, como hoy sucede en Europa con los americanos. Empero, Lámpsaco y Pérgamo no estuvieron de acuerdo; antes al contrario, pidieron ayuda a Roma, que mandó otro ejército a las órdenes de Escipión el Africano, el triunfador de Zama. Arrolló a Antíoco en Magnesia y luego, convergiendo al Norte, deshizo a los galos que aún vejaban a  Macedonia. Grecia no había sido tocada, pero se encontraba aislada en la marea de las conquistas de Roma, que a la sazón se había anexionado toda la costa asiática.

 

Filipo murió en -179 antes de Jesucristo, y subió al trono de Macedonia, tras otra pequeña matanza en familia, su hijo Perseo. Éste casó con la hija de Seleuco, sucesor de Antíoco,  e  hizo  una  liga  con  él,  a la que se unió también Rodas, para hacer la guerra contra Roma, a la que nuevamente lanzó una llamada Pérgamo. Sólo Epiro e Iliria osaron alinearse con Perseo. El resto de Grecia se limitó a aclamarlo como «libertador» cuando,  en  -168, salió al campo contra  el cónsul Emilio Paulo. Éste le aniquiló en Pidna, destruyó setenta ciudades macedonias, devastó el Epiro, deportando como  esclavos  a  cien  mil  ciudadanos, y transfirió a Roma un millar  de  «notables»  de  las otras ciudades  griegas  que  se  habían  comprometido en aquel suceso. Entre ellos estaba el historiador Polibio, que después se convirtió en uno de los inspiradores del liberalismo romano.

 

Tampoco esta admonición valió. En -146  toda  Grecia, excepto Atenas y Esparta, proclamó la  guerra santa. Esta vez  el  Senado romano confió  la  represión a un soldado chapado  a  la  antigua,  que no alimentaba ningún complejo para con la civilización griega. Mumio conquistó Corinto, capital de la rebelión, y la trató como Alejandro había tratado  a  Tebas,  o  sea que la arrasó. Todo lo que era transportable fue mandado a Roma. Grecia y Macedonia  fueron  unidas  en una provincia bajo un gobernador romano. Sólo a Atenas y Esparta les  fue  permitido  gobernarse  con sus leyes.

 

Grecia había encontrado al fin la  única  paz  de  la que era digna: la del cementerio.

( Indro Montanelli )


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