martes, 17 de marzo de 2020

GRIEGOS Y SUS DIOSES



La historia política de Grecia es, pues,  la  de  muchos pequeños Estados, compuestos con mucha frecuencia de una sola ciudad con pocas hectáreas  de tierra alrededor. Jamás constituyeron una nación. Pero a hacer de ellos lo que  suele  llamarse  una  civilización contribuyeron dos  cosas;  una  lengua  en  común a todos, por encima de los dialectos  particulares,  y una religión nacional, por encima de  ciertas  creencias y cultos locales.

 

En cada una de estas pequeñas ciudades-estado, el centro estaba, en  efecto  constituido  por  el  templo que se alzaba en honor del dios o de la diosa  protectora. Atenas veneraba a Atenea, Eleusis a Deméter, Éfeso a Artemisa, y así sucesivamente. Sólo los ciudadanos tenían derecho a  entrar  en  aquellas  catedrales y de participar en los ritos que en ellas se celebraban: era uno de los privilegios que  más  apreciaban.  Los más trascendentes acontecimientos de su vida —nacimiento, matrimonio y muerte— habían de ser consagrados en los templos. Como en todas las sociedades, cualquier autoridad  —desde  la  del  padre  sobre la familia a la del arcante  sobre la  ciudad— había  de ser «ungida por el Señor», o sea que era ejercida en nombre de un dios. Y dioses los había para  personificar todas las virtudes y todos los vicios, todo  fenómeno de la tierra y del cielo, cada éxito y cada desventura, cada oficio y cada profesión.

 

Los mismos  griegos  no  lograron jamás poner orden y establecer una jerarquía entre sus protectores, en nombre de los cuales también se enzarzaron en  muchas guerras entre sí, reclamando cada cual la superioridad del dios suyo. Ningún pueblo los ha  inventado, maldecido y adorado jamás en tal cantidad. «No hay hombre en el mundo —decía Hesíodo, que, sin embargo, pasaba por ser competente— que pueda recordarlos todos.» Y esta plétora es debida  a la  mezcla de razas —pelasga, aquea y doria— que se superpusieron en Grecia, invadiéndola en oleadas sucesivas. Cada una de ellas traía consigo  sus  propios  dioses, pero no destruyó los que ya estaban instalados en el país. Cada nuevo conquistador degolló un determinado número de mortales, pero con los inmortales no quiso líos y los adoptó, o por lo menos  los  dejó  sobrevivir. De modo que la interminable familia de dioses griegos está dividida en estratos geológicos, que van  de  los más antiguos a los más modernos.

 

Los primeros son los autóctonos,  es  decir,  los  de  las poblaciones pelasgas, originarias  del  territorio, y se reconocen porque son más terrestres que celestes. En cabeza figura Gea, que es la Tierra misma, siempre encinta u ocupada en amamantar como una nodriza. Y detrás de ella viene al menos un millar de deidades subalternas, que viven en las cavernas, las árboles y los ríos. Se lamentaba un poeta de aquellos tiempos: «No  se  sabe ya  dónde esconder una fanega  de  trigo:  ¡cada  hoyo  está  ocupado  por  un   dios!». En un dios se personificaba  hasta  cada  viento.  Fuesen gélidos como Noto y  Euro,  o  tibios  como  Céfiro, se  divertían  enmarañando  las  cabelleras  de  náyades y nereidas que poblaban torrentes y  lagos,  acosadas por Pan, el robacorazones cornudo que las  hechizaba con su flauta. Había divinidades castas, como Artemisa. Pero también indecentes  como  Deméter,  Dioniso y Hermes,  los  cuales  exigían  prácticas  de  culto que hoy serían castigadas  como  otros  tantos ultrajes al pudor. 


Y por fin había los más aterradores y amenazadores, como el ogro de la fábula: los que moraban bajo tierra. Los griegos trataban de congraciarse con ellos dándoles nombres amables y afectuosos; llamaban por ejemplo  Miliquio,  es  decir  «el  benévolo»,  a un tal Ctonio, serpiente monstruosa y Hades, el hermano de Zeus, a quien éste  había  cedido  en contrata los más bajos servicios, fue rebautizado Plutón y le nombraron dios de la abundancia. Pero el más espantoso era Hécata, la diosa del mal de ojo, a la que se sacrificaban muñecas de madera esperando que sus jetaturas se limitasen a ellas.

 

El Olimpo, o sea la  idea  de  que los  dioses moraban no en la tierra, sino en el cielo, la llevaron a  Grecia, como hemos dicho, los invasores aqueos. Estos  nuevos amos, cuando  llegaron  a  Delfos  donde  se  alzaba el más majestuoso templo a Gea, la sustituyeron por Zeus, y poco a poco impusieron también en  todo  el resto del país sus dioses  celestes  a  los  terrestres  que ya eran venerados, pero sin barrerlos.  Así  se  formaron dos religiones; la de los conquistadores, que constituían la aristocracia dominante, con sus castillos y palacios, que rezaba mirando  al  cielo;  y  la  del  pueblo llano dominado, en sus chozas de  adobe  y  paja, que rezaba mirando la tierra. Homero nos habla solamente de los  olímpicos, o  sea celestes, porque estaba a sueldo de los  ricos; hoy  día,  la  gente de  izquierdas le habrían llamado «el poeta de la Confindustria». Y de esta «religión para señores», Zeus es el rey.

 

No obstante, en el sistema teológico que poco a poco se fue instituyendo, tratando de conciliar el elemento celeste de los conquistadores con el terrestre de los conquistados, no es él quien  creó el  mundo, que existía ya. No es siquiera  omnisciente y  omnipotente, tanto es así que  sus  subalternos  le engañan  a menudo, y él tiene que sufrir las malicias de aquéllos. Antes de volverse «olímpico», o sea sereno, estuvo sujeto  a crisis de desarrollo, tuvo pasiones terribles no sólo por diosas, sino también por mujeres comunes, y de este vicio no le curó tampoco la vejez. En general, se mostraba caballeroso con las seducidas, porque las desposaba. Pero luego era capaz también de comérselas, como hizo con su primera esposa, Metis, que, estando encinta, le parió dentro del estómago a Atenea, y  él, para sacarla, tuvo que desenroscarse  la  cabeza.  Luego casó con Temis, que le pagó al contado con doce hijas, llamadas Horas. Después Eurínome, que  le  dio las tres Gracias.  Después,  Leto,  de  quien  tuvo Apolo y Artemisa.  Después  Mnemosina,  que  le  hizo  padre de las nueve Musas.  Después  su  hermana  Deméter, que parió a Perséfone. Y por fin Hera, que él coronó reina del Olimpo, sintiéndose ya demasiado viejo para correr otras aventuras matrimoniales: lo que no le impidió, sin embargo, dedicarse de pasada  a  pequeñas distracciones como aquella con  Alcmena,  de  la que nació Hércules.

 

Como que la sangre no miente, cada uno de estos hijos tuvo otras tantas aventuras y dio a Zeus un ejército de nietos otro tanto desordenados. Sin embargo, no hay que creer  demasiado  a  los  poetas  que  se lo atribuyeron. Cada uno de  éstos  estaba  al  servicio de una ciudad o de  un  señor  que,  queriendo  buscar en su propio árbol genealógico un vínculo  con  aquellos encumbrados personajes celestes, le pagaba para que se lo encontrase.
 
Este Panteón, litigioso, inquieto, chismoso y sin jerarquía definitiva, fue común a toda Grecia. Y aunque alguna de sus ciudades  eligió  como  protector un  dios o diosa diferentes a los demás, todas reconocieron la supremacía de Zeus y, lo que más cuenta, practicaron los mismos ritos. Los sacerdotes  no  eran los  dueños del Estado, como sucedía  en  Egipto,  pero  los  dueños del Estado se hacían sacerdotes para  desarrollar las prácticas del culto, que consistían en sacrificios, cánticos, proposiciones, rezos y alguna vez banquetes. Todo estaba regulado con una precisa y minuciosa liturgia. Y en las grandes fiestas que anualmente cada ciudad celebraba en honor de su patrono, todas las demás mandaban sus representantes. Lo que constituyó uno de los pocos ligámenes sólidos entre aquellos griegos centrífugos, pendencieros y separatistas..

 

Los magistrados, en su calidad de  altos  sacerdotes, se hacían  ayudar  por  especialistas,  para  los  cuales no existía ningún seminario, pero  que  se habían vuelto tales a fuerza de práctica. No constituían ninguna casta y no estaban  sujetos  a  regla  alguna.  Bastaba con que conociesen el oficio. El más buscado era el de adivino, que cuando se trataba de mujeres  se  llamaban sibilas y tenían la especialidad de interpretar los oráculos. De estos oráculos los había en todas partes, pero los más célebres fueron el oráculo de Zeus en Dodona y el de Apolo en Delfos, que habían alcanzado grandísima fama hasta en el extranjero y conseguido una afectuosa clientela entre los extranjeros. También Roma, más tarde, solía enviar mensajeros para interrogarles antes de iniciar alguna empresa importante. Los oráculos eran atendidos por sacerdotes y sacerdotisas que conocían el secreto para interpretar sus respuestas, y lo hacían de tal suerte que éstas resultasen siempre exactas.

 

Estas ceremonias sirvieron también mucho  para crear y mantener vínculos de unión entre los griegos. Algunas ligas entre varias ciudades, como la anfictiónica, se formaron en su  nombre. Los  Estados  que las componían se reunían dos  veces  al  año en  torno del santuario de Deméter:  en  primavera  en  Delfos, en otoño en las Termopilas.

 

Diógenes, que era mordaz,  dijo  que  la religión  griega era aquella cosa por la cual  un  ladrón que  supiera bien el Avemaria y el Padrenuestro estaba  seguro  de salir mejor  librado,  en  el  más  allá,  que  un  hombre de bien que  los  hubiese  olvidado.  No  se  equivocaba. La religión, en Grecia, era tan sólo un hecho de procedimiento, sin  contenido  moral.  A  los  fieles  no  se les pedía fe ni se les ofrecía el bien. Se les imponía solamente el cumplimiento de ciertas prácticas burocráticas. Y no podía ser de otro modo, visto que de contenido  moral  los  mismos  dioses  tenían  bien  poco y no podía decirse ciertamente que ofreciesen un ejemplo de virtud. Con todo, fue la religión la que impuso aquellos fundamentales deberes sin los cuales ninguna sociedad puede existir. Convertía  en  sagrado,  y  por ende indisoluble, el matrimonio, moralmente obligatoria la  procreación  de  hijos,  y  apremiante la fidelidad a la familia,  a  la  tribu  y  al  Estado.  El  patriotismo de los griegos estaba estrechamente ligado a la religión, y morir por  el  propio  país  equivalía  a  morir por los suyos y viceversa. Es esto tan verdad que, cuando estos dioses fueron destruidos por la  filosofía, los griegos, no sabiendo  ya  por  quién  morir, cesaron de combatir y se dejaron subyugar por  los  romanos, que todavía creían en los dioses.


  

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