domingo, 15 de diciembre de 2019

ENTRE HISTORIA Y LEYENDA, LA CIVILIZACIÓN GRIEGA NACE EN CRETA



 


 Hace unos sesenta años que un arqueólogo inglés, llamado Evans, hurgando en ciertas tiendecitas de anticuarios, en Atenas, halló algunos amuletos femeninos provistos de jeroglíficos que nadie logró descifrar.

ARTHUR JOHN EVANS

A fuerza de conjeturas, estableció que debían proceder de Creta, se fue allí, compró una parcela de terreno en el lugar donde se creía que estaba sepultada la  ciudad  de  Cnosos,  contrató  a una cuadrilla de excavadores, y después de dos meses de labor topó con el resto del palacio de Minos, el famoso Laberinto. Poetas e historiadores de la Antigüedad, desde Homero hasta nuestros días, habían dicho que la primera civilización griega había nacido, no en  Micenas, o sea en el continente, sino en la isla de Creta, y que había tenido la máxima floración en tiempos del  rey Minos, doce o trece siglos antes de Jesucristo. Minos, contaban, había tenido varias mujeres que habían in- tentado en vano darle  un  heredero:  de sus entrañas no nacían más que serpientes y alacranes.

 

Tan sólo Pasifae, por fin, logró darle  hijos normales,  entre ellos Fedra y la rubia Ariadna.  


Desgraciadamente, Minos ofendió al dios Poseidón, quien se vengó haciendo que Pasifae se enamorase de un toro,  pese  a  ser éste un animal  sagrado. 


A  satisfacer  ésta  su  pasión la ayudó un ingeniero llamado  Dédalo,  llegado  a  la isla procedente de Atenas, de  donde  tuvo  que  huir por haber matado por celos a un sobrino suyo.  De aquel connubio nació el Minotauro, extraño animal, mitad hombre y mitad toro. Y a Minos le bastó con mirarle para comprender con quién le había engañado su mujer.

 

Ordenó entonces a Dédalo que construyese el Laberinto para alojar en él al monstruo, pero dentro dejó prisioneros también al constructor con su  hijo  Ícaro. No era posible encontrar el camino para salir de aquel intrincamiento de corredores y galerías. 


Pero Dédalo, hombre de infinitos recursos,  construyó  para     y para su chico unas alas de cera, con las que ambos huyeron elevándose en el cielo. Ebrio de vuelo, Ícaro olvidó la recomendación de su padre de no acercarse demasiado al sol: la cera se  derritió,  y  él  se  precipitó al mar. No obstante su tremendo dolor, Dédalo aterrizó en Sicilia, adonde llevó las primeras nociones de la técnica.

 

Mientras, en el Laberinto seguía girando el Minotauro, exigiendo cada año siete muchachas y siete jóvenes para comérselos. Minos se los hacía entregar por los pueblos vencidos en las guerras. Se  los  reclamó  también a Egeo, rey de Atenas. 


El hijo de éste, Teseo, por bien que príncipe heredero, pidió formar parte de aquellos hombres, con el propósito de  matar al monstruo, desembarcó en Creta con las demás víctimas y, antes de internarse en  el  Laberinto,  sobornó a Ariadna, la cual le entregó un  ovillo  de  hilo  para que, desenrollándolo, le permitiera volver a  encontrar el camino de salida. 


El valeroso joven logró su  intento, salió afuera y, fiel a la promesa que le había hecho, se casó con ella y se la llevó. Pero en Naso la abandonó dormida en la playa  y  prosiguió  el  viaje solo con sus compañeros.

 

Los historiadores modernos habían recusado esta historia como inventada de raíz, y hasta ahora acaso tenían razón. Y aun habían acabado negando que en Creta hubiese florecido, dos mil años antes de Jesucristo y mil antes que en Atenas, la  gran civilización que le atribuía Homero. Y en eso se equivocaban ciertamente.

 

Atraídos por los descubrimientos de Evans, arqueólogos de todo el mundo —entre ellos los italianos Paribeni y Savignoni—, acudieron a los  lugares, iniciaron otras excavaciones, y  pronto  de  las  entrañas  de la tierra salieron los monumentos y documentos de aquella civilización cretense que, por  el  nombre  del rey Minos, fue llamada minoica.

 

Todavía hoy los estudiosos se están peleando acerca de su  origen,  pues unos consideran  que vino de  Asia y otros de Egipto. De  todos  modos,  fue  con  certeza la primera que se desenvolvió en una tierra europea, alcanzó altas cimas e influyó en la que después se formaría en Grecia y en Italia. 


Fue en Creta donde Licurgo y Solón,  los  dos  más  grandes  legisladores  de la Antigüedad, buscaron el modelo de sus Constituciones, donde nació la música coral adoptada por Esparta, donde vivieron y trabajaron los primeros maestros de la escultura, Dipeno y Chili.

 

Estudiando las excavaciones, los competentes han dividido la civilización minoica en  tres  eras,  y  cada una de éstas en tres períodos. Dejémosles en estas distinciones demasiado sutiles para nosotros, y contentémonos con comprender globalmente en qué consistía la vida cretense de hace cuatro mil años. Por el modo con que son representadas en sus pinturas y bajorrelieves, eran gentes más bien bajas y delgadas,  de piel color pálido las mujeres y bronceada la de los hombres, hasta el punto que les  llamaban  Foinikes, que quiere decir «pieles rojas». Éstos se tocaban con turbantes y aquéllas con sombreros que podrían muy bien reaparecer en cualquier exhibición de moda contemporánea en París o en Venecia. Unos y otras tenían un ideal de belleza triangular, pues llevaban túnicas estrechamente ceñidas en el talle. Y las mujeres dejaban sus senos al descubierto, lo  que  hace  pensar que solían tenerlos prósperos. Una de ellas, según aparece en una pintura, es tan coqueta y provocativa, que los arqueólogos, pese  a  su  proverbial austeridad, la han llamado La parisienne.



En un principio, Creta debió de estar dividida  en varios Estados o reinos que guerreaban con frecuencia entre sí. Pero en un  momento  dado, Minos,  más  bil y fuerte que los demás, redujo a sumisión los rivales y unificó la isla, dándole por capital su ciudad, Cnosos. ¿Era Minos su nombre personal, o el que se daba al cargo que ostentaba, como en Roma se llamaba César y en Egipto Faraón.  No se sabe. Sábese solamente que quien ejecutó aquella obra de unificación y al que la leyenda atribuye a Pasifae como esposa con todas las  desdichas  que ésta le acarreó, vivió y reinó trece siglos antes de  Jesucristo,  cuando  en todo el resto de Europa no brillaba aún el más  remoto fuego de civilización.

 

De dar crédito a Homero,  Creta  tenía el  esplendor de noventa ciudades, algunas de las cuales competían con la capital en cuanto a población, desarrollo y riqueza. Festo era el gran puerto  donde  se  concentraba el comercio marítimo con Egipto: Palaikastro era el barrio residencial; Gurnia  el  centro  manufacturero  y la «capital moral», como hoy lo es Milán en  Italia; Hagia Tríada, residencia estival del rey y  del  Gobierno, según demuestra la villa real desenterrada.  Las casas son de dos, de tres, y  hasta  de  cinco  plantas, con escaleras interiores bien acabadas. Y en las pinturas y  bajorrelieves  que  adornan  las  paredes  se  ve a los inquilinos varones jugando al ajedrez bajo la mirada aburrida del ama de casa, que teje lana.  Suelen estar de regreso de cacerías, y a sus pies yacen, fatigados, los animales  que  les  han  ayudado  a  ojear el oso o el jabalí:  canes  ágiles  y delgados,  semejantes a lebreles, y gatos salvajes que debían ser deliberadamente instruidos para ese  cometido.  Otro  deporte en el que destacaban  los  cretenses  era  el  pugilato.  Los de peso ligero se batían con las manos desnudas, y también usaban los pies para golpearse, como aún ahora hacen los siameses; los de peso medio usaban casco y los de peso pesado también guantes.

 

El dios de aquella gente se llamaba Vulcano, y correspondía al que entre  los  griegos  fue  Zeus  y  con  los romanos  Júpiter.  Era  un  personaje  omnipotente  e iracundo, y cuando se ponía tonto sus fieles invocaban a la diosa Madre, como quien dice a la Virgen María, para que le calmase. La gran  fuerza  de Minos, en tanto que rey, fue la de descender  de  aquél,  o  por lo menos, de haber logrado hacérselo creer a sus súbditos. Cuando publicaba una ley decía que Vulcano se la había sugerido la noche anterior, y cuando requisaba un quintal de trigo o un  hato  de  ovejas,  de- cía que era para hacerle un regalo a Vulcano. Estos regalos, naturalmente, el dios se los dejaba en  depósito a Minos, que había hecho construir por sus ingenieros inmensos apriscos en el palacio real para conservarlos; y eran lo que los impuestos entre nosotros, pues en Creta, donde no se conocía el dinero, los tributos se pagaban en especies al dios, no al Gobierno.

 

Era un pueblo de guerreros, navegantes y  pintores.  Y a estos últimos debemos el hecho de haber podido reconstruir en parte su civilización que, precisamente bajo Minos, alcanzó la más alta cima. No se consigue comprender qué cosa provocó su decadencia, que, a juzgar por las ruinas, debió de  ser muy  rápida.  ¿Fue un terremoto seguido de incendios lo que en un momento determinado destruyó Cnosos con sus bellos palacios y teatros?. Por las excavaciones  diríase que casas y tiendas fueron  sorprendidas repentinamente por la muerte, mientras sus moradores se hallaban en plena y normal actividad.

 

Es probable que esta decadencia hubiese comenzado mucho tiempo antes y que alguna catástrofe hubiese precipitado su conclusión. Muchos signos  revelan  que la de Creta, nacida seguramente bajo el signo del estoicismo siete u ochocientos años antes, era ya en tiempos de Minos una civilización epicúrea, o sea agradable y llena de pus como un forúnculo maduro. Los bosques de cipreses habían desaparecido, el malthusianismo había ocasionado  vacíos  en  la  población  y  el colapso de Egipto enrareció el comercio. Tal vez, como remate de tantas desdichas, hubo también un terremoto. Pero es más probable que la desventura definitiva fuese en forma  de  invasión;  la  de  los aqueos, que precisamente por aquellos años habían caído sobre el Peloponeso desde Tesalia, haciendo de Micenas su capital. En Creta lo destruyeron todo, hasta el idioma, que  bajo  Minos  no  era  ciertamente el griego, como demuestran las inscripciones que han perdurado.

 

Por ellas,  pese  a  que  nadie  ha  logrado  descifrar su sentido, diríase que los cretenses habían tenido orígenes egipcios, o en cualquier caso orientales. No podemos confirmarlo ni desmentirlo. Pero podemos repetir  que  la  de  Creta fue  la  primera  civilización de Europa, y que Minos fue nuestro primer «ilustre conciudadano».
 

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