lunes, 16 de diciembre de 2019

EL DICTADOR DE ATENAS PISÍSTRATO



 

La democracia que Solón había introducido en Atenas se había articulado en tres partidos, cuyas luchas pronto demostraron cuan difícil  es practicarla.  Había el de la «Llanura», conservador, o sea de derechas, donde iban a parar los latifundistas eupátridas, o sea aristócratas. El de la «Costa», porque  estaba dominado por los ricos mercaderes  y armadores y  agrupaba  la pequeña y alta burguesía. Y por fin, había el  partido de la  «Montaña»,  o  sea  del  proletariado  urbano y campesino. Un día el jefe de estos últimos se presentó en el Areópago, alzó un pico  de  su  toga,  mostró una herida a los circunstantes diciendo que los enemigos del pueblo se la habfan infligido con el propósito de asesinarle, y pidió que se le permitiera contratar una banda de cincuenta hombres armados para defenderse. La pretensión era revolucionaria, pues en aquella ciudad sin ejército  permanente  ni  fuerzas  de  policía, la ley prohibía a todos tener una guardia de corps privada, con las que hubiera sido fácil a cualquiera imponerse sobre un pueblo inerme. Fue llamado Solón, quien acudió. A pesar de ser viejo, comprendió en seguida de lo que se trataba y previno a los circunstantes: «Escuchadme bien, atenienses: yo soy más sabio que muchos de vosotros, y más valeroso que muchos otros. Soy más sabio que  los  que no ven la malicia de este hombre y sus fines ocultos; y más valeroso que los que, aun viéndola,  fingen  no  verla  por evitarse líos y vivir en paz.» Y, notando que no  le  hacían caso, añadió, indignado: «Siempre sois iguales: cada uno de vosotros, individualmente, obra con la  astucia de una zorra. Pero colectivamente  sois  una  bandada de gansos.»

 

Al gran anciano, que veía en  peligro  toda su reforma le era fácil comprender los planes de aquel  tribuno, que se llamaba Pisístrato. Pues éste era primo suyo, y Solón había aprendido a medirle, desde pequeño, la sagacidad, la ambición y la falta de escrúpulos. Desgraciadamente, además de la «Montaña», Solón tenía también en contra la «Llanura», dominada por  aquellos  aristócratas  retrógrados  y  santurrones a los que él había suprimido el monopolio del poder. Apesadumbrado y desilusionado, se encerró en su casa, atrancando la puerta en la que colgó, como se usaba entonces, las armas y el escudo, para significar que se retiraba de la política.

 

También Pisístrato era aristócrata y de familia rica. Pero había comprendido que la democracia, una vez instaurada, es irreversible y va siempre hacia la izquierda. Por lo que hacía tiempo que cifraba sus ambiciones en el proletariado, habiéndose puesto al  frente de él con ese espíritu  demagógico  y  ese  cinismo  que es lo que precisamente prefiere el proletariado. Su petición fue aprobada. Pisístrato, en vez de cincuenta hombres, enroló y armó a cuatrocientos, se  adueñó de la Acrópolis, y proclamó la dictadura. En nombre  y para bien del pueblo, claro está, como todas las dictaduras.

 

La «Costa», o sea las clases burguesas, que hasta aquel momento le habían apoyado, se asustaron, se coaligaron con la «Llanura», derribaron al tirano y le obligaron a huir. Pero Pisístrato volvió pronto al ataque. Heródoto cuenta que un día del año 550, se pre- sentó a las puertas de la  capital  un imponente carro con guirnaldas de flores, en el cual sentábase majestilosamente una bellísima mujer con las armas y el escudo de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Naturalmente,  la  acogieron  con  aplausos  y  hosannas.  Y cuando los heraldos que precedían al vehículo anunciaron que la diosa había venido personalmente para restaurar a Pisístrato, el pueblo se inclinó. Y  Pisístrato compareció al frente de sus hombres que habían permanecido ocultos entre el cortejo.

 

¿Fue la rabia de haberse dejado engañar con una estratagema tan burda lo que impelió a los burgueses  de la «Costa», a coaligarse con  los barones de la «Llanura» contra el dictador de ascendencia aristo- crática, pero de ideas progresistas?. No se sabe. Sábese solamente que la coalición se hizo y se llevó la mejor parte, volviendo a arrojar al exilio a Pisístrato.  Pero éste no era hombre para aceptar la derrota. Tres años después del segundo derrocamiento, o sea en 546, hele aquí de nuevo con sus hombres a las puertas de una ciudad que, evidentemente, no había encontrado de su gusto la restauración  del  antiguo  régimen  y  que  se las abrió sin resistencia. Pisístrato volvió a ser dictador, y siguió siéndolo, casi sin molestias, durante diecinueve años, o sea hasta su muerte.

 

Este curioso y complejo personaje parece creado aposta por la Historia para confundir las ideas a todos aquellos que creen tenerlas clarísimas y que,  basándose en ellas, han decidido que la democracia es siempre una fortuna, y que la dictadura es siempre una desgracia. Apenas se lo  volvieron  a  encontrar  encima, todos sus enemigos —que seguían siendo muchos— temblaron ante la idea de una purga. En cambio,  Pisístrato,  que  durante  la  lucha  había  sabido dar la cara, en la victoria derrochó generosidad. Se desembarazó rápidamente, confinándoles, tan sólo de aquellos que se encarnizaban en una aversión irreductible; mas para los demás hubo indulgencia plenaria. Todos esperaban que  modificase  la  Constitución de Solón para dar una base jurídica al  propio poder personal; y, en cambio, los retoques fueron escasos y  superficiales.  Nada  de  régimen  policial,  nada  de denuncias, nada de «leyes especiales», nada de «culto de la personalidad». Pisístrato quiso elecciones libres, aceptó a los arcontes  que el voto popular designó y  se  sometió al  control  del  Senado y  de  la Asamblea.

 

Y cuando un particular le acusó de asesinato, se querelló   simplemente  ante  un  tribunal  común.  Ganó  la causa porque el adversario no se presentó. Pero la contumacia fue sugerida  a  ésta  por  el  conocimiento de sostener una tesis impopular. Pues la inmensa mayoría de atenienses, tras haberle hostigado  y  tenido por sospechoso mucho tiempo, se habían vuelto sinceramente afectos a Pisístrato, que poseía un arma formidable: la simpatía.

 

Le llamaban tirano, pero la palabra no tenía en aquellos tiempos el amenazador y peyorativo significado que tiene en el nuestro. Venía de tirra, que quiere decir fortaleza, pero también era el nombre de la capital de Lidia, donde el rey Giges había establecido precisamente un clásico régimen dictatorial. El tirano Pisístrato  era  un  hombre  cordial  que,  eso  sí,  hacía lo que quería, pero después de haber convencido a los demás de que lo que él quería  era lo  que  ellos  que- rían también. Pocos eran los que lograban oponer argumentos a sus argumentos, y  eso  también  porque él sabía exponerlos de la manera más persuasiva.  Tenía eso que los franceses llaman  charme,  conocía  el arte de aliñar los discursos sobre las materias más difíciles con anécdotas divertidas, de atraerse a los oponentes sin ofenderles, es más,  fingiendo  darles  la razón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimiento, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cualidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenomenal. Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvo necesidad de otra durante siglos. El latifundio quedó destruido y en su lugar surgió una miríada de cultivadores directos que, sintiéndose propietarios, sentíanse también ciudadanos y,  como  tales, interesados en el destino de la patria. Su política fue «productivística» y de pleno empleo de la mano  de  obra,  a través de grandes empresas de obras públicas que absorbieron a los  desocupados  e  hicieron  de  Atenas la verdadera capital de Grecia.
 
Hasta aquel momento había sido de hecho una ciudad como muchas otras, de segundo plano con respecto a Mileto y Éfeso, mucho más desarrolladas desde el punto de vista comercial, cultural y arquitectónico, tanto, que Homero apenas habla de ella. Pisístrato empezó por el puerto, fundando astilleros que pronto construyeron las más modernas y  poderosas naves  de la época. Había comprendido que el destino de Atenas, circuida por áridas y pedregosas montañas por la parte de tierra, estaba en el  mar.  La  iniciativa,  además de conciliarle la burguesía de la «Costa», formada principalmente por armadores y mercaderes, le procuró el dinero para la reforma urbanística. Fueron sus geólogos los que descubrieron, en los  contornos, plata  y mármol. Y fue con estos materiales que, en el lugar de las cabañas de adobe,  se  elevaron  los  palacios,  y en la Acrópolis, el viejo templo de Atenea fue embellecido con el famoso peristilo dórico. Pues  Pisístrato, el hombre hierro, era además culto y de gustos refinados. Y, en efecto una de las primeras cosas que hizo apenas llegado al poder, fue instituir una comisión para la  compilación y  ordenamiento  de  la  Ilíada y de la Odisea, que Homero había dejado desparramadas en episodios fragmentarios confiados a la memoria oral del pueblo. Y hasta qué punto la comisión reuniera y modificara también el texto, es difícil saberlo.

 

En política exterior, Pisístrato no perdió de vista solamente dos cosas: evitar la guerra, y dar a Atenas, sin que las demás ciudades se diesen cuenta, una posición de capital moral sobre Grecia, en espera de convertirla en capital política. Lo  consiguió,  a  pesar  de las molestias que causó a mucha gente con su flota omnipresente y entrometida y con las «colonias» que fundó un poco en todas partes, en casa ajena, pero especialmente en los Dardanelos. Escultores, arquitectos y poetas acudieron a Atenas también porque reconocían en Pisístrato a un intelectual como ellos. Y los juegos «panhelénicos» que  él  instituyó  en  la  ciudad se convirtieron en motivo de encuentro no  sólo  para los atletas, sino también para  los  hombres  políticos de toda Grecia. Pero más lejos  no  se  llegó.  Celoso cada uno de la propia «patria chica», representada por una ciudad sola y sus aledaños, eran constitucionalmente refractarios a concebir otra más grande.

 

Pisístrato vio los inconvenientes, pero tuvo el buen sentido de no forzar con la violencia una unidad antinatural. Como Renan, creía que una nación se funda por el deseo de sus habitantes de vivir juntos; y que cuando este deseo falta, no hay política que pueda sustituirlo. Fue un gran hombre. Su dictadura, presentada como la negación de la Constitución  de  Solón, le procuró en cambio el medio de llevar  a  cabo  su  obra y de resistir a las pruebas posteriores. El tirano supo rehuir todas las tentaciones del poder absoluto, menos  una: la  de  dejar el  «cargo»  en  herencia  a sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal impidióle ver con su habitual claridad que los totalitarismos no tienen herederos y que el suyo se justi- ficaba solamente como una excepción a la democracia, para asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.


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