En los buenos y viejos días, el
hijo de cada hombre, nacido del matrimonio, era criado no en la cámara de
alguna nodriza mercenaria, sino en el regazo de su madre, y en sus rodillas. Y
la madre no podía recibir mayor elogio que decir que se ocupaba de la casa y
que estaba dedicada a sus hijos […]. En presencia de una de ellas ninguna baja palabra
podía pronunciarse sin grave ofensa, y ninguna mala acción ser cometida.
Religiosamente y con la mayor de las diligencias regulaba no solo las tareas serias
de los jóvenes a su cargo, sino sus divertimientos y sus juegos. Era con este
espíritu, se nos dice, que Cornelia, la madre de los Gracos, dirigió su
crianza, Aurelia la de César, Atia la de Augusto: así es como estas mujeres
entrenaron a sus principescos hijos.
(Suetonio)
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