Pueblo de Roma, nadie es más
consciente que yo de la gravedad de lo que he hecho. Y tampoco penséis que la
presencia del ejército en Roma sea responsabilidad de nadie más que mía. Yo soy
el primer cónsul, legalmente elegido y con mando legal del ejército. Yo he
traído ese ejército a Roma, y nadie más. Mis colegas actuaron bajo mis órdenes,
como es su deber, incluido el segundo cónsul, Quinto Pompeyo Rufo... aunque os
recuerdo que su hijo fue asesinado en este sacro foro romano por gentes de la
canalla de Sulpicio.
Hace ya demasiado tiempo,
pueblo de Roma, que se viene haciendo caso omiso del derecho del Senado y de
los cónsules a organizar los asuntos y las leyes de Roma. Y en los últimos
años, incluso les ponen zancadillas unos demagogos ahítos de poder que se
denominan tribunos de la plebe. Estos demagogos sin escrúpulos se presentan a
las elecciones como valedores de los derechos del pueblo y luego abusan de los
crédulos de un modo absolutamente irresponsable. ¡Siempre se escudan en la
misma excusa: que actúan en nombre del «pueblo soberano»!. Cuando lo cierto es,
pueblo de Roma, que actúan exclusivamente en su propio interés. Os encandilan
con promesas de magnanimidades o privilegios que están totalmente fuera del
alcance del Estado, y más si tenéis en cuenta que esos desaprensivos suelen
surgir en momentos en que el Estado no puede hacer alarde de generosidad ni
conceder privilegios. ¡Por eso triunfan!. ¡Porque juegan con vuestros deseos y
vuestros temores!. Pero os engañan, puesto que lo que prometen no pueden
concederlo. Vamos a ver, ¿dio alguna vez Saturnino el grano gratis?. ¡Claro que
no!. Porque no lo había. De haberlo habido, vuestros cónsules y el Senado lo
habrían repartido. Cuando llegó el grano, fue vuestro cónsul, Cayo Mario, quien
lo distribuyó, no gratis pero sí a un precio aceptable.
¿Creéis de verdad que Sulpicio
habría promulgado una ley cancelando vuestras deudas?. ¡Claro que no!.
Aunque no hubiésemos acudido mi ejército y yo, no tenía poder para hacerlo.
¡Nadie puede expulsar a toda una clase del lugar que le corresponde como hizo
él con el Senado... alegando las deudas contraídas, para luego decir que van a
cancelarse las deudas!. Si reflexionáis sobre lo que hizo, lo comprenderéis
fácilmente. Sulpicio quería destruir el Senado, encontró la manera de hacerlo y
os hizo creer que con vosotros procedería del modo contrario a como lo hacía
con otros, convenciéndoos de que eran enemigos vuestros. Siempre recurren a un
señuelo. En este caso, la cancelación general de las deudas. Pero ha sido una
manipulación, pueblo de Roma. ¡Nunca dijo en una asamblea pública que fuese a
cancelar todas las deudas!. Lo que hizo fue difundirlo en privado por medio de
sus agentes. ¿No os dais cuenta de lo poco sincero que era?. Porque si se
proponía cancelar las deudas, lo habría anunciado desde los rostra. Pero no lo
hizo. Os manipuló sin preocuparse para nada de vuestra aflicción. Mientras que
yo, como cónsul vuestro, puse en marcha medidas para paliar lo más posible esa
carga de las deudas sin que afectase a la estructura monetaria... y lo hice
para todos los romanos, desde el de más alcurnia hasta el más bajo. ¡Lo hice
incluso para quienes no son romanos!. Promulgué una ley general limitando el
pago de intereses sobre los intereses del capital, fijándolos en la proporción
inicial. Por lo tanto, podéis decir con toda razón que he sido yo quien ha
contribuido a mitigar las deudas. ¡No Sulpicio!
¿Dónde está Sulpicio?. ¿A quién
he matado desde que entré en Roma con mi ejército?. A un puñado de esclavos,
libertos y ex gladiadores. Escoria. No a romanos respetables. ¿Por qué,
entonces, no está aquí Publio Sulpicio para hablaros y refutar lo que estoy
diciendo?. ¡Conmino a Publio Sulpicio a que se persone y refute en un debate
decente y honorable lo que yo digo... no dentro de la Curia Hostilia, sino aquí
ante todo el «pueblo soberano»!. ¡¡¡Publio Sulpicio, tribuno de la plebe, te
exijo que vengas a responderme!!!
No responde, es que no está
aquí, pueblo de Roma, porque cuando yo, ¡el cónsul legalmente elegido!, entré
en la ciudad, acompañado por mis únicos amigos, mis soldados, para que se nos
hiciera justicia, Publio Sulpicio huyó. Ahora bien, ¿por qué huyó?. ¿Temía por
su vida?. ¿Por qué había de temer?. ¿Es que he intentado matar a algún
magistrado electo, o siquiera a algún respetable ciudadano romano?. ¿Estoy ante
vosotros esgrimiendo una espada ensangrentada?. ¡No!. He comparecido con
la toga bordada en púrpura propia de mi cargo, y mis únicos amigos, mis
soldados, no están presentes escuchando lo que os digo. ¡No hace falta que
estén!. ¡Soy su representante legalmente elegido, igual que soy vuestro
representante legalmente elegido. ¡Pero Sulpicio no comparece!. ¿Por qué no lo
hace? ¿Creéis sinceramente que es porque teme por su vida?. Si así es, pueblo
de Roma, será porque se da cuenta de que lo que hizo era ilegal y una traición.
¡Por mi parte, prefiero concederle el beneficio de la duda y desear con todo mi
corazón que hubiese estado aquí!
No aparece, se ha marchado,
pueblo de Roma. Huyó en compañía del hombre que le engañó igual que os engañó a
vosotros: ¡Cayo Mario! .
Sí, ya sé que Cayo Mario es un
héroe para todos y que a nadie de vosotros os gusta que se pronuncie en términos
peyorativos. Salvó a Roma de Yugurta de Numidia y salvó a Roma y al mundo
romano de los germanos. Fue a Capadocia, y él solo ordenó al rey Mitrídates
retirarse a su país. Eso no lo sabíais, ¿verdad?. ¡Pues sí, aquí me tenéis
contándoos otra de las grandes hazañas de Cayo Mario!. Muchas de sus hazañas no
se saben, pero yo sí las sé, porque fui su fiel legado en sus campañas contra
Yugurta y los germanos. Yo era su mano derecha. Y el destino de los
lugartenientes es pasar inadvertidos sin ser famosos. Y yo no le quito mérito
alguno a la fama de Cayo Mario. ¡Se la merece!. Pero yo también he sido fiel
servidor de Roma. Yo también fui a Oriente y ordené personalmente al rey
Mitrídates regresar a su reino. Yo crucé por primera vez con un ejército romano
el río Éufrates hacia tierras desconocidas.
Yo he sido amigo de Cayo Mario
además de su lugarteniente. Durante muchos años fui su cuñado, hasta que murió
mi esposa que era hermana de la suya. No me divorcié de ella. No existía
animosidad alguna entre nosotros. Su hijo y mi hija son primos carnales. Cuando
hace unos días los secuaces de Publio Sulpicio mataron a muchos jóvenes
prometedores de buena familia, entre ellos el hijo de mi querido colega Quinto
Pompeyo, un joven que era mi yerno, esposo de la sobrina de Cayo Mario, tuve
que huir del Foro para salvar la vida. ¿Y a dónde opté por ir, sabiendo que mi
vida sería escrupulosamente respetada?. Pues a casa de Cayo Mario, que me dio
cobijo.
Cuando Cayo Mario obtuvo su
gran victoria contra los marsos, yo era de nuevo su mano derecha. Y cuando mi
ejército, éste que he traído a Roma, me concedió la corona de hierba por
librarlo de una muerte segura a manos de los samnitas, Cayo Mario se regocijó
de que yo, su anónimo ayudante, hubiese alcanzado por fin una justa fama en el
campo de batalla. Por la importancia y el número de bajas enemigas, mi victoria
fue mayor que la suya, pero ¿le afectó en algo?. ¡Claro que no!. ¡Se alegró por
mí!. ¿No eligió para su reaparición en el Senado el día de la proclamación
oficial de mi cargo como cónsul?. ¿No dio lustre su presencia a la ceremonia?.
Sin embargo, pueblo de Roma,
todos nosotros... vosotros, yo, Cayo Mario, tenemos a veces que enfrentarnos a
hechos desagradables. Y a Cayo Mario le afecta una desagradable realidad: ya no
es joven ni está en condiciones de dirigir una guerra en el extranjero. Tiene
mermadas sus facultades mentales. Y la mente, como todos sabéis, es un órgano
que no se recupera como el cuerpo. El hombre que durante estos dos últimos años
habéis visto caminando, nadando, ejercitando su cuerpo para superar el grave
impedimento, no puede curar su mente. Yo atribuyo sus últimos actos a esa
enfermedad mental y excuso sus excesos por el afecto que le profeso. Igual que
debéis hacer vosotros. Roma se enfrenta a un conflicto mucho peor que el que en
estos momentos toca a su fin. Un peligro mucho más grave que el de los germanos
se nos viene encima en forma de un rey oriental con ejércitos de cientos de
miles de soldados bien pertrechados y entrenados. Un rey con flotas de
centenares de galeras acorazadas. Un hombre que ha logrado el apoyo de pueblos
extranjeros que Roma había acogido y protegido y que ahora así nos lo
agradecen. ¿Cómo puedo yo, pueblo de Roma, permanecer impasible mientras
vosotros, en vuestra ignorancia, me priváis del mando de esta guerra, a mí, ¡un
hombre en plenas facultades!, para dárselo a él, un hombre que ya no goza de
todas las suyas?
Incluso si yo hubiese estado
dispuesto a ceder el mando legalmente otorgado en la guerra contra el rey
Mitrídates del Ponto a Cayo Mario, pueblo de Roma, las cinco legiones de mi
ejército no lo querían. Estoy ante vosotros no sólo como primer cónsul
legalmente elegido, sino como representante de los soldados de Roma legalmente
designado. Fueron ellos quienes decidieron marchar sobre Roma, ¡no por conquistar
Roma, ni tratar a los romanos como enemigos!, sino para demostrar al pueblo de
Roma lo que piensan de una ley indigna aprobada en una asamblea de civiles
gracias a una lengua mucho mejor dotada que la mía, y por instigación de un
viejo enfermo que, por cierto, es un héroe. Pero antes de que a mis soldados se
les diera la oportunidad de hablaros, tuvieron que enfrentarse a grupos de
rufianes armados que les impidieron entrar pacíficamente en la ciudad. Grupos
de rufianes armados formados por esclavos y libertos de Cayo Mario y Publio
Sulpicio. Es evidente que a mis soldados no les negaron la entrada los
ciudadanos respetables de Roma... porque los ciudadanos respetables de Roma
están aquí escuchando mi alegato y el de mis tropas. Yo y mis soldados sólo
pedimos una cosa; que se nos permita hacer lo que legal y lógicamente se nos ha
encomendado: luchar contra Mitrídates.
Voy a Oriente sabiendo que gozo
de excelente salud, que no he sufrido ninguna afección cerebral, que estoy en
disposición de dar a Roma lo que merece... la victoria sobre ese extranjero
diabólico que quiere coronarse rey de Roma ¡y que ha asesinado a ochenta mil
hombres, mujeres y niños, que se aferraban a los altares implorando protección
a los dioses!. Mi mando es totalmente acorde con la ley. En otras palabras, me
lo han concedido los dioses de Roma. Los dioses de Roma depositan su confianza
en mí.
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