Existía en
Roma una curiosa fiesta, llamada las Damia, de remotos orígenes, 
probable pervivencia de cultos matriarcales paleolíticos a la Bonna Dea, que 
reunía durante toda una noche a muchas matronas en la casa de un magistrado 
cum imperio. Aquel año le había tocado a Julio César y por lo tanto su
esposa  Pompeya oficiaba
como anfitriona. El culto era eminentemente femenino y 
requería que todos los moradores masculinos abandonaran la casa. 
El escándalo estalló cuando las celebrantes descubrieron que se había colado 
un hombre disfrazado de tañedora de arpa. Al principio se pensó que se trataba 
tan sólo de un curioso que pretendía asistir a sus ritos, pero después de las 
primeras averiguaciones resultó que lo que el sacrilego pretendía era
encontrarse  a solas con
una dama de la que estaba encaprichado. Una vez dentro de la 
mansión no daba con la mujer que buscaba y tuvo que preguntar por ella a una 
criada. Lo hizo atiplando la voz, pero a pesar de ello su interlocutora
sospechó que  se trataba de
un hombre y lo delató.
Cuando se
extendió la noticia, las mujeres elevaron tal clamor que se 
conmocionó todo el barrio. La madre de César, la prudente Aurelia, tomó las 
disposiciones oportunas, como persona de más autoridad: suspendió la fiesta y 
despidió a las celebrantes.
A la
mañana siguiente, en Roma no se hablaba de otra cosa. El intruso era un 
tal Publio Clodio. Se rumoreaba que la dama que iba buscando era Pompeya, la 
esposa de Julio César. Es posible que César hubiese querido echar tierra al
asunto  y olvidarlo, pero
sus enemigos en el Senado se encargaron de airearlo cuanto les 
fue posible. Después de discutirlo en solemne sesión, decidieron que se había 
producido un sacrilegio y ordenaron una encuesta oficial. César, en vista del
cariz  que tomaban los
acontecimientos, repudió a su esposa.
Publio  Clodio fue procesado dos meses después.
Presentó testigos dispuestos a 
jurar que cuando ocurrieron los hechos se hallaba con ellos, lejos de la
fiesta. Por  otra parte las
mujeres no estaban seguras de que el hombre descubierto en la 
fiesta fuera Clodio. Titubeaba el jurado cuando Cicerón desarmó la defensa del 
acusado revelando que el día de autos el presunto culpable se había entrevistado 
con él en Roma y por lo tanto mentía cuando aseguraba que se hallaba lejos de la 
ciudad.
Nuevas
deliberaciones del jurado y finalmente compareció Julio César, al 
que preguntaron: « ¿Por qué has repudiado a tu mujer?» . 
Fue en esta ocasión cuando pronunció aquellas palabras tan repetidas por los 
políticos de nuestro tiempo: « La esposa de César no sólo debe ser honesta, sino 
que debe parecerlo» .
Deliberó
el jurado y emitió su voto. Veinticinco condenatorios; treinta y uno 
absolutorios. « Éstos son los que se han dejado sobornar por el acusado» , observó 
Cicerón, al que no se le escapaba un detalle en cuestiones legales. Pero con 
soborno o sin él, Clodio resultó absuelto.
( Juan
Eslava Galán, en "Julio César, el hombre que pudo reinar" )
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