miércoles, 4 de marzo de 2015

AURELIA COTTA MEDITA SOBRE SU HIJO CAYO JULIO CÉSAR RECIÉN NOMBRADO CÓNSUL POR PRIMERA VEZ


Aurelia estaba rebosante de orgullo por él, naturalmente. Todos aquellos años habían valido la pena. Allí estaba él, cuando le faltaban siete meses para cumplir cuarenta y un años, y era cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma. La Res Publica. El espectro de las deudas se había desvanecido cuando César regresó a casa de Hispania Ulterior con suficiente dinero en la parte del botín que le correspondía como para llegar a un acuerdo con sus acreedores que lo absolvió de la ruina futura. Aquel querido hombrecito, Balbo, había estado trotando de un despacho a otro armado con cubos de papeles y había negociado hasta conseguir sacar a César de su endeudamiento. Qué extraordinario. A Aurelia no se le hubiera pasado por la cabeza ni por un momento que César no habría de devolver hasta el último sestercio del interés compuesto acumulado durante años, pero Balbo sabía cómo hacer un trato. No quedaba nada para estar en guardia por si a César le daba otro ataque de derroche despilfarrador, pero por lo menos no debía dinero de gastos pertenecientes al pasado. Y, desde luego, tenía unos ingresos respetables procedentes del Estado, además de una casa maravillosa.

 

Aurelia rara vez se acordaba de su marido, que llevaba muerto veinticinco años. Había sido pretor, pero no había llegado a ser cónsul. Esa corona en la generación del marido de Aurelia había caído sobre su hermano mayor y sobre la otra rama de la familia. ¿Quién podía haber sabido el peligro que existiría en inclinarse para atarse una bota? Ni la impresión que producía un mensajero en la puerta poniéndole a ella en las manos un horrible tarrito: las cenizas de su marido. Y ella ni siquiera lo había visto muerto. Pero quizás si él hubiera vivido le habría puesto frenos a César, aunque Aurelia había sido siempre consciente de que su hijo no tenía freno alguno en su carácter. Cayo Julio, amadísimo esposo, nuestro hijo es hoy cónsul senior, y establecerá un hito para los Julios Césares que ningún otro Julio César ha establecido nunca. Y Sila, ¿qué habría pensado Sila? El otro hombre de su vida, aunque nunca se habían acercado a la indiscreción más que por un beso por encima de un cuenco lleno de uvas. ¡Cómo sufrí por él, pobre hombre atormentado! Los echo de menos a los dos. Pero qué buena ha sido la vida conmigo. Dos hijas bien casadas, nietos, y este... este dios que tengo por hijo.

 

Pero qué solo está. En otro tiempo yo esperaba que Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de mi ínsula, sería el amigo y confidente que le falta. Pero César llegó demasiado lejos y demasiado de prisa. ¿Siempre hará lo mismo? ¿No hay nadie a quien él pueda acudir como a un igual? Cómo rezo para que algún día encuentre un amigo verdadero. Pero no en una esposa, ay. Nosotras, las mujeres, no tenemos la amplitud de visión ni las experiencias en la vida pública que él necesita en un verdadero amigo. Sin embargo, esa calumnia que han levantado sobre él y el rey Nicomedes ha hecho que no admita en su intimidad a ningún hombre, es demasiado consciente de lo que diría la gente. En todos estos años no ha habido ningún otro rumor. Cualquiera diría que eso es prueba suficiente de que no es cierto lo del rey Nicomedes. Pero en el Foro siempre hay algún Bíbulo. Y mi hijo tiene ahí a Sila como un aviso. ¡No deseo una vejez como la de Sila para César!

( C. McC. )

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