lunes, 1 de diciembre de 2014

TEODOTO Y POTEINO ENTREGAN A CAYO JULIO CÉSAR LA CABEZA DE CNEO POMPEYO MAGNO

 

Al tercer día una «barcaza» solitaria llegó al Gran Puerto y fue conducida hábilmente hasta el Puerto Real, una reducida ensenada cerrada que lindaba con el cabo Loquias. Rufrio había anunciado previamente su visita, así que César fue a situarse en un punto elevado desde el que podía ver perfectamente el desembarco; sin embargo no estaba lo bastante cerca para llamar la atención.

La barcaza era un palacio flotante de enormes dimensiones, todo dorado y púrpura; al pie del mástil había un gran camarote semejante a un templo, con pórtico y pilares incluidos.


Una serie de literas bajó hasta el muelle; cada una iba transportada por seis hombres de estatura y aspecto comparables; la litera del rey era dorada, tenía incrustaciones de piedras preciosas, llevaba unas cortinas de color púrpura tirio e iba engalanada con un penacho de esponjosas plumas púrpura en cada ángulo del tejadillo revestido de azulejos. Su majestad fue acarreado sobre los brazos entrelazados de sus sirvientes desde el camarote-templo hasta la litera e introducido en ella con exquisito cuidado; un muchacho hermoso, blanco y de expresión malhumorada en plena pubertad. Después del rey, apareció un individuo alto con rizos castaños y un rostro atractivo y delicado; Poteino, el chambelán mayor, decidió César, ya que vestía de tono púrpura, un agradable matiz entre el tirio y el chillón magenta de la guardia real y llevaba un collar de oro macizo de peculiar diseño. Les siguió un anciano menudo y afeminado con un ropaje púrpura ligeramente inferior al de Poteino; el carmín de sus labios y el colorete de sus mejillas resaltaban de manera estridente en su cara irascible: Teodoto el tutor. Nunca estaba de más ver a la oposición antes de que ellos lo vieran a uno.


César volvió apresuradamente a su miserable alojamiento y aguardó la llamada real.

Llegó, pero tardó un rato. Cuando César regresó a la sala de audiencias tras sus lictores, encontró al rey sentado no en el trono superior sino en el inferior. Interesante. Su hermana mayor estaba ausente y sin embargo él no se sentía autorizado a ocupar su silla. Vestía la indumentaria de los reyes macedonios: túnica de púrpura tirio, clámide, y un sombrero púrpura de ala ancha con la cinta blanca de la diadema atada alrededor de la alta copa como una banda.

La audiencia fue en extremo formal y muy breve. El rey habló como si recitara de memoria con la mirada fija de Teodoto, tras lo cual despidió a César sin darle oportunidad de plantear su asunto.


Poteino lo siguió al salir.

-¿Una palabra en privado, gran César?

-Con «César» me basta. ¿En mis aposentos o en los tuyos?

-En los míos, creo. Debo disculparme -prosiguió Poteino con voz untuosa mientras caminaba junto a César y tras los lictores- por el nivel de tu alojamiento. Un estúpido insulto. Ese idiota de Ganímedes debería haberte acomodado en el palacio de los invitados.

-¿Ganímedes, un idiota? -repitió César-. No me lo ha parecido.

-Pretende estar por encima de su posición.

-Ah.


Tiene su propio palacio en medio de aquella abundancia de edificios, situado sobre el propio cabo Loquias, con una excelente vista no del Gran Puerto sino del mar. Si el chambelán mayor lo hubiera deseado podría haber salido por la puerta trasera y descendido hasta una pequeña cala para chapotear en el agua con sus mimados pies.

-Muy bonito -dijo César, sentándose en una silla sin respaldo.

-¿Puedo ofrecerte vino de Samos o Kios?

-Ninguno de los dos, gracias.

-¿Agua mineral, pues? ¿Una infusión?

-No.

Poteino se instaló enfrente, sin apartar de César sus inescrutables ojos grises. Puede que no sea rey, pensó César, pero actúa como si lo fuera. Tiene el rostro curtido por la intemperie pero aún atractivo, y su mirada es inquietante. Una mirada sobrecogedoramente inteligente, y más fría incluso que la mía. Controla sus sentimientos de manera absoluta, y es un político. Si es necesario, permanecerá ahí todo el día esperando a que yo dé el primer paso. Lo cual me viene bien. No me importa dar el primer paso, es mi ventaja.


-¿Qué te trae a Alejandría, César?

-Cneo Pompeyo Magno. Estoy buscándolo.

Poteino parpadeó, sinceramente sorprendido.

-¿Buscando en persona a un enemigo derrotado? Sin duda tus legados podrían ocuparse de eso.

-Sin duda podrían, pero me gusta tratar con honor a mis adversarios, y no hay honor en un legado, Poteino. Pompeyo Magno y yo hemos sido amigos y colegas durante los últimos treinta y tres años, y durante una época fue mi yerno. El hecho de que hayamos elegido bandos opuestos en una guerra civil no puede cambiar lo que somos el uno para el otro.

El rostro de Poteino iba empalideciendo; se llevó la valiosa copa a los labios y bebió como si se le hubiera secado la boca.


-Por más que fuerais amigos, ahora Pompeyo Magno es tu enemigo.

-Los enemigos vienen de culturas ajenas, chambelán mayor, no de entre nuestro propio pueblo. «Adversario» es una palabra mejor, una palabra que admite todo lo que hay en común entre dos personas. No, no persigo a Pompeyo Magno como vengador -dijo César sin moverse, aunque en su interior estaba formándose algo así como un nudo frío. Ecuánimemente prosiguió-: Mi política ha sido la clemencia, y mi política continuará siendo la clemencia. He venido en busca de Pompeyo Magno yo mismo para tenderle la mano en un gesto de sincera amistad. Sería mal asunto entrar en un Senado donde no hubiera más que sicofantes..


-No te comprendo -dijo Poteino, totalmente pálido mientras pensaba: no, no, no puedo contarle a este hombre lo que hicimos en Pelusium. Nos equivocamos, hicimos lo imperdonable. El destino de Pompeyo Magno tendrá que ser nuestro secreto. ¡Teodoto! Debo encontrar una excusa para marcharme de aquí e interceptarlo.

Pero no tuvo ocasión. Teodoto irrumpió agitadamente como un ama de casa seguido de cerca por dos esclavos con falda que sostenían entre ambos un gran jarrón. Lo depositaron en el suelo y permanecieron rígidamente a los lados.


Teodoto centró su atención en César, a quien contempló con una mirada de evidente evaluación.

-¡El gran Cayo Julio César! -exclamó con voz aflautada-. ¡Qué honor! Soy Teodoto, tutor de su majestad real, y te traigo un regalo, gran César. -Dejó escapar una risita-. De hecho, te traigo dos regalos.


No hubo respuesta por parte de César, que permaneció sentado muy erguido, empuñando con la mano derecha la vara de marfil de su cargo, y con la izquierda sujetando por encima del hombro los pliegues de la toga. Su boca, de labios generosos y sensuales, ligeramente arqueados en una sonrisa, se habían convertido en una línea, y los ojos eran dos bolas de hielo orladas de negro.

Alegremente ajeno a ello, Teodoto avanzó y extendió la mano; César dejó la vara en su regazo y alargó la suya para coger el anillo. En el sello se veía una cabeza de león y en torno a la melena las letras CN POM MAG. No lo miró; se limitó a envolverlo con los dedos y apretar hasta que los nudillos perdieron el color.

Uno de los sirvientes levantó la tapa del jarrón mientras el otro introducía en él la mano, revolvía dentro un momento y luego alzaba la cabeza de Pompeyo por la mata de cabello plateado, deslavazado a causa del natrón, que goteaba en el jarrón.

El rostro tenía un aspecto muy apacible, los párpados cubrían aquellos ojos de un azul muy vivo que miraban a su alrededor en el Senado con expresión de inocencia, los ojos del niño malcriado que era. La nariz abultada, la boca pequeña y fina, el mentón hendido, la redonda cara gálica. Todo estaba ahí, todo perfectamente conservado, si bien la piel un poco pecosa tenía ahora un color gris y una textura correosa.


-¿Quién ha hecho esto? -preguntó César a Poteino.

-¡Nosotros, claro! -exclamó Teodoto, con expresión traviesa, satisfecho de sí mismo-. Como le dije a Poteino, los muertos no muerden. Hemos eliminado a tu enemigo, gran César. De hecho, hemos eliminado a dos de tus enemigos. Un día después de venir éste, llegó el gran Lentulo Crus, y lo matamos también. Pero pensamos que no te interesaría ver su cabeza.


César se puso en pie sin pronunciar palabra y se dirigió hacia la puerta. La abrió y gritó:

-¡Fabio! ¡Cornelio!

Los dos lictores entraron de inmediato; sólo el riguroso adiestramiento de años les permitió moderar su reacción cuando contemplaron el rostro de Pompeyo Magno, chorreando natrón.

-¡Una toalla! -pidió César a Teodoto, y tomó la cabeza de manos del criado que la sostenía-. ¡Traedme una toalla! ¡Una de color púrpura!

Pero fue Poteino quien se movió y chasqueó los dedos a un desconcertado esclavo.

-Ya lo has oído. Una toalla púrpura. Enseguida.

Advirtiendo por fin que el gran César no estaba complacido, Teodoto lo miró con la boca abierta de asombro.

-Pero, César, hemos eliminado a tu enemigo -exclamó-. Los muertos no muerden.



César habló con voz baja.

-Mantén la lengua quieta, afeminado. ¿Qué sabes de Roma o los romanos? ¿Qué clase de hombres sois para hacer una cosa así? -Miró la cabeza goteante sin que en sus ojos apareciera una lágrima-. ¡Oh, Magno, ojalá nuestros destinos se invirtieran! -Se volvió hacia Poteino-. ¿Dónde está su cuerpo?

El mal ya estaba hecho; Poteino decidió defenderse con descaro.

-No tengo la menor idea. Se quedó en la playa de Pelusium.

-Encuéntralo, pues, monstruo castrado, o arrasaré toda Alejandría alrededor de tu escroto vacío. No es extraño que este lugar se pudra con seres como tú al mando. No mereces vivir, ni tú ni ese rey títere. Andaos con cuidado o tenéis los días contados.

-Me permito recordarte, César, que eres nuestro invitado... y que no te acompañan tropas suficientes para atacarnos.


-No soy vuestro invitado -replicó César-; soy vuestro soberano. Las Vírgenes Vestales de Roma guardan aún el testamento del último rey legítimo de Egipto, Tolomeo XI, y yo tengo el testamento del difunto rey Tolomeo XII. Por tanto, tomaré las riendas del gobierno hasta que me haya pronunciado respecto a la actual situación, y sea cual sea mi decisión, deberá respetarse. Traslada mis pertenencias al palacio de los invitados y trae mi infantería a tierra hoy mismo. Los quiero en un buen campamento dentro de las murallas de la ciudad. ¿Crees que no puedo asolar Alejandría con los hombres que tengo? Piénsalo mejor.

Llegó la toalla, de color púrpura tirio. Fabio la cogió y la extendió. César besó la frente de Pompeyo, depositó la cabeza en la toalla y la envolvió con actitud reverente. Cuando Fabio se disponía a llevársela, César le entregó la vara de marfil de su cargo y dijo:

-No, la llevaré yo. -En la puerta se dio media vuelta-. Quiero que se construya una pequeña pira en los jardines frente al palacio de los invitados. Quiero incienso y mirra para encenderla. ¡Y buscad el cuerpo!



Lloró durante horas, abrazado al bulto de color púrpura tirio, y nadie osó importunarlo. Finalmente Rufrio se acercó con un candil -estaba muy oscuro-para avisarle de que todo había sido traslada do al palacio de invitados y pedirle que lo acompañara hasta allí. Tuvo que ayudar a César a levantarse como si fuera un anciano y guiar sus pasos por los jardines, iluminados por lámparas de aceite cubiertas con globos de cristal alejandrino.

-¡Oh, Rufrio! ¡Que haya tenido que acabar así!


-Lo sé, César. Pero hay una buena noticia. Ha llegado un hombre de Pelusium, Filipo, liberto de Pompeyo Magno. Trae las cenizas del cuerpo, que él mismo quemó en la playa cuando los asesinos se fueron. Como llevaba la bolsa de Pompeyo Magno, ha podido atravesar el Delta en poco tiempo. De labios de Filipo, pues, conoció César la historia completa de lo que había sucedido en Pelusium, y la huida de Cornelia Metela y Sexto, la esposa y el hijo menor de Pompeyo.


Por la mañana, oficiando César, incineraron la cabeza de Pompeyo Magno y añadieron las cenizas al resto, las guardaron en una urna de oro macizo con granates y perlas marinas incrustados. A continuación César embarcó a Filipo y su pobre esclavo a bordo de un mercante con rumbo al oeste, para que llevara las cenizas de Pompeyo Magno a la viuda. El anillo, confiado también a Filipo, debía llegar a manos del primogénito, Cneo Pompeyo, dondequiera que estuviese.

( Relato de Colleen McCullough, en su libro "El caballo de César")



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