lunes, 1 de septiembre de 2014

REFLEXIONES DE MARCO FAVONIO ACERCA DE CAYO JULIO CÉSAR, DESPUÉS DE HABER OBTENIDO SU CLEMENCIA





Favonio salió a caballo para contemplar, esperaba que por última vez, la columna plateada de las legiones romanas que avanzaban majestuosamente por una carretera de construcción romana, recta en los tramos en que podía serlo, con pendientes suaves, una carretera hecha para no agotar. Pero al final lo único que vio Favonio fue a César montado en un brioso semental marrón con la facilidad y la gracia de un hombre mucho más joven. Favonio sabía que apenas se perdieran de vista los valles de Anfípolis, César desmontaría y seguiría marchando a pie. Los caballos eran para las batallas, para los desfiles y para los espectáculos. ¿Cómo podía un hombre tan seguro de su propia majestad tener los pies tan firmemente apoyados en la tierra? Una mezcla curiosísima, Cayo Julio César. El escaso cabello dorado revoloteando como cintas al penetrante viento procedente del mar Egeo, la columna vertebral absolutamente recta, las piernas colgando sin apoyo, tan poderosas y nervudas como siempre. Uno de los hombres más apuestos de Roma, aunque nunca un niño bonito como Memmio ni un hombre decadente como Silio. Descendiente de Venus y Rómulo. Bien, quién sabía. Quizá fuera cierto que los dioses amaban a los mejores de los suyos. ¡Oh, Catón, no sigas haciéndole frente! Nadie puede con él. Será rey de Roma... pero sólo si quiere serlo.



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