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viernes, 28 de noviembre de 2014

QUINTO GAVIO MIRTO, EL MAESTRO DEL NIÑO LUCIO CORNELIO SILA


Le había conocido poco después de haber cumplido los siete años, cuando era un niño delgado pero fuerte que trataba de ayudar al bruto de su padre a volver a casa, a la habitación única en que vivían por entonces en el Vicus Sandalarius. Sila padre se desplomó en plena calle y Quinto Gavio Mirto acudió a ayudar al niño. Juntos llevaron al padre a casa; Mirto había quedado tan fascinado por el físico del hijo y por la pureza del latín que hablaba, que durante todo el camino no había cesado de hacerle preguntas.


Una vez que hubieron tumbado a Sila padre en el camastro de paja, el anciano grammaticus había tomado asiento en la única silla disponible y había comenzado a obtener del muchacho todos los detalles que él sabía de su familia. Luego le dijo que era maestro y se ofreció a enseñarle gratuitamente a leer y escribir. Le había enternecido la triste historia del pequeño Sila. ¿Un Cornelio patricio, con evidentes capacidades, condenado el resto de su vida a la penuria, entre lupanares, en una de las zonas más pobres de Roma? Y no se lo pensó. A aquel niño había que enseñarle un medio de subsistencia que le permitiese al menos ser dependiente o escriba. ¿Y si en virtud de algún milagro cambiaba la suerte de Sila y se le presentaba la oportunidad de alcanzar el nivel de vida que le correspondía, y que sólo su analfabetismo le vedaba?


Sila aceptó el ofrecimiento pero no admitió que fuese gratis; siempre que podía, robaba cualquier cosa para entregar al viejo Quinto Gavio Mirto un denario de plata o un pollo bien gordo. Y cuando fue algo mayor, se vendía al mejor postor para conseguir ese denario de plata. Si Mirto sospechaba que aquellos denarios eran producto de vender el honor, nunca dijo nada, porque era lo suficientemente sagaz para comprender que con sus pagos el muchacho demostraba su aprecio por aquella inesperada ocasión de aprender. Así que aceptaba las monedas con gesto de complacencia y gratitud y jamás dio motivo para que Sila sospechase que le apenaba pensar en su procedencia.

 

Aprender retórica y formar parte del equipo de un abogado famoso era un sueño que Sila sabía imposible, lo cual era aún mayor incentivo para los modestos esfuerzos de Quinto Gavio Mirto. Pues gracias a Mirto él era capaz de hablar griego con el más puro acento ático y había adquirido los rudimentos básicos de la retórica. La biblioteca de Mirto era amplia, y Sila había podido leer a Homero, Píndaro, Hesíodo, Platón, Menandro, Eratóstenes, Euclides y Arquímedes. Aparte de apreciar en latín a Enio, Accio, Casio Hemina y a Catón el Censor. Enfrascándose en cuantos rollos de escritura caían en sus manos, fue descubriendo un mundo en el que podía olvidarse de su situación durante unas horas, un mundo de nobles héroes y grandes hazañas, hechos científicos y elucubraciones filosóficas, en el marco de la literatura y las matemáticas. Por fortuna, el único bien que, antes del nacimiento de Sila, no había perdido su padre, era un hermoso latín, y por eso el muchacho lo hablaba perfectamente, aunque también dominaba a la perfección la jerga del Subura y un latín de clase baja bastante correcto, que le permitía moverse sin dificultades en cualquier ámbito social de Roma.


Quinto Gavio Mirto siempre había sentado su escuela en un rincón tranquilo del Macellum Cuppedenis, los mercados de especias y flores que había detrás del Foro Romano, en su lado este. Como no podía tener un local y enseñaba en la vía pública, Mirto decía que qué mejor lugar para infundir conocimientos en aquellas duras cabecitas romanas que entre el embriagador perfume de rosas, violetas, pimienta y canela...

 

No era para Mirto el puesto de tutor de ningún retoño plebeyo mimado, ni de un grupito exclusivo de hijos de caballeros en un aula decente, debidamente aislada del barullo callejero. No, Mirto se contentaba con que su único esclavo le colocara la cátedra y los taburetes de los alumnos en un lugar en que no les atropellaran los que iban al mercado, y enseñaba a sus pupilos al aire libre a leer, a escribir y la aritmética, entre gritos y voces y lascanastas de los vendedores de especias y de flores. Si no hubiera sido tan apreciado, además de hacer un pequeño descuento a los niños y niñas cuyos padres tenían puestos en el Cuppedenis, le habrían hecho desalojar, pero como gustaba a la gente y hacía descuento en la enseñanza, le permitieron mantener la escuela en el mismo rincón hasta su muerte, cuando Sila tenía quince años.


Mirto cobraba diez sestercios por semana a los alumnos, y solía dar clase a diez o quince niños (siempre más niños que niñas, aunque siempre había varias). Tenía unos ingresos de unos 5000 sestercios al año, de los que debía pagar 2000 por una bonita y espaciosa habitación en una casa propiedad de uno de sus primeros alumnos; gastaba 1000 sestercios en aceptable alimentación para él y su anciano pero devoto esclavo y el resto lo gastaba en libros. Si no daba clase, por ser día de feria o fiesta, se le veía fisgando en las bibliotecas, librerías y editoriales de Argiletum, una amplia calle que discurría desde el Foro Romano a lo largo de la basílica Emilia y el Senado.


"¡Oh, Lucio Cornelio -acostumbraba a decir con desesperación (aunque procuraba no mostrarlo), cuando después de la clase enseñaba al muchacho por su cuenta para evitar que se maleara andando por la calle-, en alguna parte de este mundo enorme un hombre o una mujer ha escondido las obras de Aristóteles! ¡Si supieras cuánto anhelo leerlo! ¡Esa gran obra producto de una mente... imagínate, el tutor de Alejandro Magno! Se dice que escribió sobre todo lo imaginable, lo bueno y lo malo, estrellas y átomos, las almas y el infierno, perros y gatos, hojas y músculos, dioses y hombres, sistemas de pensamiento y el caos de la estulticia. ¡Qué regalo leer las obras perdidas de Aristóteles!"

 

Luego se encogía de hombros, se relamía los dientes de aquel modo irritante con que durante décadas sus alumnos le hacían burla a sus espaldas, daba una palmada como signo de frustración y zascandileaba en medio del agradable olor a cuero de los cubos de libros y el aroma acre del papel de la mejor calidad.


"Es igual, es igual -añadía-. No me quejaré cuando tenga mi Homero y mi Platón."


Cuando murió, como consecuencia de un resfriado, después de que su viejo esclavo resbalara por las heladas escaleras y se rompiera la crisma (es sorprendente, pensó Sila en aquella ocasión, cómo al deshacerse así la unión entre dos personas desaparecen los dos extremos), se pudo comprobar cuánto se le quería. No sufrió Quinto Gavio Mirto la lamentable indignidad de ir a parar a los pozos de cal para pobres, detrás del Agger; no, le hicieron un funeral con séquito, plañideros profesionales, elogio funerario, una pira con mirra, incienso y bálsamo de Jericó y una preciosa tumba con sus cenizas. Se entregó el óbolo a los guardianes del registro de difuntos del templo de Venus Libitina, por cortesía de la excelente funeraria que se encargó de las exequias, pagadas por dos generaciones de sus alumnos, que lloraron por él con auténtico dolor.


Sila caminó con los ojos secos y la cabeza caliente en medio del tropel que acompañó a Quinto Gavio Mirto fuera de la ciudad hasta el crematorio, arrojó su ramo de rosas a la pira y dio por cuenta propia un denario a la funeraria. Pero después, cuando su padre se derrumbó como un pelele sucio de vino y su infeliz hermana hubo ordenado las cosas lo mejor que pudo, él se sentó en un rincón de aquel cuarto en que antes habían vivido los tres, ponderando con dolorosa incredulidad aquel tesoro que acababa de recibir. Porque Quinto Gavio Mirto había dispuesto la hora de su muerte tan limpiamente como su vida y su testamento había quedado registrado en poder de las vírgenes vestales. Como no tenía dinero que legar, era un simple documento en el que dejaba a Sila todas sus pertenencias: los libros y la preciosa maqueta del sol, la luna y los planetas girando en torno a la tierra.


En ese momento, Sila rompió a llorar desesperadamente. Había muerto su único y más querido amigo; todos los días de su vida vería la pequeña biblioteca de Mirto y le recordaría.


"Algún día, Quinto Gavio -balbució entre espasmos y sollozos-, encontraré las obras perdidas de Aristóteles."


Por supuesto que no pudo conservar mucho tiempo los libros y el planetario. Un día, al llegar a casa, vio que el rincón en que tenía su camastro de paja estaba vacío: no quedaba más que el camastro. Su padre había cogido los tesoros acumulados con tanta adoración Por Quinto Gavio Mirto y los había vendido para comPrar vino. Y ése fue el único momento en la vida de Sila junto a su padre en que estuvo a punto de cometer un parricidio. Por fortuna estaba presente su hermana y ella se interpuso entre los dos hasta que Sila entró en razón. Poco después la hermana se casaba con Nonio y se trasladaba a Picenum. En cuanto al joven Sila, nunca olvidó y nunca perdonó. Al final de su vida, cuando poseía miles de libros y medio centenar de maquetas del universo, aun pensaba en la biblioteca perdida de Quinto Gavio Mirto y en su dolor.

( C. McC. )



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